—Oh, no… No nos incumbe. Yo soy jefe del D.I.S. en Nueva York. Usted uno de los agentes. Y nos limitamos a obedecer. Lo demás no importa. Le he propuesto para una misión, Corey. Por considerarle el hombre más adecuado. Una misión un tanto… especial.—Todas las del D.I.S. lo son.—Correcto, aunque ésta… Oiga, Corey. ¿Usted cree en monstruos, vampiros y demás?William Corey interrumpió el iniciado ademán de llevarse el cigarrillo a los labios.Ahora sus ojos se posaron inquisitivos en Novak.—No estoy borracho, Corey —sonrió Andrew Novak, leyendo el pensamiento de su interlocutor—. Responda a la pregunta.—No creo en nada de eso.Novak sonrió más abiertamente.—Perfecto. Es sin duda el hombre adecuado. Al no creer en monstruos y vampiros dudo que les tenga miedo. Su misión va a ser ésa, Corey. Cazar a unos monstruos capitaneados por un vampiro.
Juntos tú y yo, cogidos de esa mano imaginaria que nos une, de esa mano que se llama letras, papel impreso, vamos a introducirnos en la vida y la mente de dos mujeres horriblemente torturadas…, de dos mujeres unidas por el espectral vínculo de la guillotina, de dos mujeres a las que han llamado brujas…, de dos mujeres que aman y odian al mismo tiempo, que quieren morir y dar muerte…, de dos mujeres cuya vida no ha sido más que una vorágine en la que, como un torbellino de rabia, se han sucedido escenas terribles, extrañas, diabólicas…De dos mujeres que… han jurado volver desde el más allá.
Estaba lloviendo de nuevo.Las gotas de agua iban martilleando en las amplias vidrieras inclinadas de la buhardilla, para luego resbalar como lagrimones sobre el cristal, emborronando lentamente el perfil oscuro de los edificios situados enfrente, más elevados que aquél, y cuya panorámica casi general la constituían los pizarrosos tejados repletos de chimeneas, muchas de ellas con el penacho de humo negruzco procedente de los hogares encendidos.
Descendió a saltos las escaleras. Al llegar a la planta baja, vio un grupo de gente frente a una puerta abierta de par en par.Una chica estaba desmayada en el suelo y su acompañante trataba de hacerla volver en sí. Ambrose vio que Jenny se abría paso entre los curiosos, para retroceder segundos después, presa de incontenibles náuseas.—¿Qué diablos pasa aquí? —gruñó.Apartó a los curiosos y llegó al umbral. Entonces vio algo que le hizo dudar de la integridad de sus sentidos.La muchacha, completamente desnuda, estaba clavada a la pared, como una mariposa. Una espada atravesaba su pecho y se hundía profundamente en la madera del panel que cubría el muro de piedra. Los brazos estaban extendidos en cruz, sujetos por sendos puñales que atravesaban sus muñecas. En las rodillas, un poco más arriba de la articulación, se veían otros dos cuchillos, también hincados en la madera. La sangre corría a raudales y chorreaba al suelo, sobre el que, boca abajo, yacía un hombre inmóvil, completamente inmóvil.
«Es la más espantosa historia imaginable. Nunca pensé que yo pudiera llegar a formar parte de algo así a verme mezclado en un horror semejante.Y, sin embargo, así ocurrió aquel invierno entre 1890 y 1891 en Londres. Todavía lo recuerdo con un escalofrío, aun después del tiempo transcurrido.
—Bisturí —dijo el doctor. La enfermera se apresuró a ofrecérselo. El paciente acababa de ser anestesiado. Se hallaba sobre la mesa de operaciones cubierto con una sábana hasta los hombros. Pero aquel no era un quirófano normal, había sido improvisado en el sótano de una vieja mansión. Pero nada faltaba allí. Vitrinas, aparador, instrumental, todo estaba debidamente instalado. Incluso un foco espléndido de luz, que ahora acababa de ser encendido y que quedó pendiente del techo sobre el pálido paciente…
El coche tomó bruscamente una curva y enfiló por una pendiente de la gran cornisa. Debajo, el mar rugía enbravecido y las olas golpeaban violentamente contra el acantilado levantando un manto de espuma.Aquél era un paisaje realmente fascinante. Durante los últimos veinte días, Roy Dealey lo había recorrido casi a diario y nunca había dejado de subyugarle. Había en aquellos parajes algo misterioso y mágico que él no sabría descifrar.En esta oportunidad le acompañaba Edgard Cartón, un periodista como él y a quien había invitado a pasar el fin de semana a su casa de la montaña.Era una calurosa noche de verano y el aire, pesado, agobiante, hacía presagiar la proximidad de una tormenta.
Capitaneadas por el mismísimo Satanás que las convirtió en sus discípulas preferidas. Sembrando el terror en la comarca. Cuando el pueblo, acosado por tanto horror y muerte, logró exterminarlas las hizo decapitar. Ellas juraron que volverían y serían las dueñas de Woodsville. Los hombres buenos de Woodsville elevaron una súplica para que las fuerzas del Averno no salieran triunfantes y nadie rescatara jamás a las brujas. Conjuraron una maldición contra quien se atreviera a despertar el eterno sueño de las brujas de Woodsville.
—¡Waske! ¡Dathon Waske! Sal un momento, quiero hablar contigo…La voz se oía en el exterior y penetró en la posada con ecos retumbantes. Todos los presentes miraron instintivamente hacia la puerta.Waske vaciló un poco. Luego se separó de la mesa.—No sé quién diablos puede ser, pero… ¿por qué no entra él aquí?Cruzó la sala, seguido por las miradas de todos los presentes, asió el tirador y abrió de golpe.—¿Es una burla? —gritó—. No veo a nadie…—Estoy aquí —dijo el desconocido—. Acércate un poco más.—¡Acércate tú, diablos, quienquiera que seas! Hace una noche de perros y no tengo ganas de atrapar una pulmonía, conversando a la intemperie —respondió Waske de mal talante.De pronto, una forma confusa se movió en la oscuridad. Avanzaba lentamente y, en un par de segundos más, se hizo visible.Waske ahogó un grito de terror. Todos los presentes se sintieron espantados.De súbito, aquel ser bajó su mano derecha con terrible potencia. Se oyó un horrendo chasquido. Waske dio un tremendo salto hacia atrás y cayó de espaldas, con el cráneo abierto por el fenomenal puñetazo.Luego, el gigantesco individuo dio media vuelta y, lentamente, sin mostrar ninguna prisa, se perdió en las tinieblas, en medio del viento y de la lluvia que no cesaban un solo momento.
Geraldine respiró profundamente para recuperar el dominio sobre sí misma. Luego, tras sentir que cedía el asustado martilleo de su corazón, continuó andando. En sus días libres le gustaba abandonar la mansión de Baxterding, salir de la localidad y aventurarse por el cercano bosque. Por sus atajos, por sus senderos por sus cimbreantes caminos. ¡Era todo aquello tan hermoso! ¡Existía por doquier una gama tan sugestiva de tonos verdes! Pero acababa de ponerse muy nerviosa al volverse y ver que el sendero por el que había avanzado ya no existía.
Sentíase sumamente confortable en aquella situación, arrellenado en la mullida butaca, junto al fuego y con un libro en las manos. Fuera, la lluvia caía mansamente, pero también sin interrupción desde hacía mucho rato. Para Norman Shearer, era una especie de paraíso, después de tantos meses de furioso ajetreo.
La noche estaba muy oscura y Rebecca sintió miedo. Pero era una prostituta. No era otra cosa. Tenía que salir a la calle a buscar clientes. Respiró hondo y se adelantó hacia el farol que tenía más próximo, bajo cuya luz, con el vestido muy ajustado y el rostro muy maquillado, se quedó esperando. No vio a nadie por las estrechas aceras y empezó a pensar en lo agradable que sería descansar unos días en la casa de su madre, cerca de Baldingsson. La verdad es que nunca le había gustado aquello. Por eso se fue de allí, convencida de que en la ciudad podría conseguir todo lo que se propusiera. Pero no había sido así y había acabado prostituyéndose.
Estoy seguro de que jamás podré olvidar aquella horrible experiencia en mi vida.Aún ahora, volviendo la vista atrás, me pregunto si es posible que yo viviera momentos tan angustiosos y terribles como los que me fue dado conocer de forma tan directa y estremecedora, en unos momentos de mi vida en que estaba menos seguro de muchas cosas que en el presente.
El coche llegó a gran velocidad y describió una ceñida curva antes de detenerse frente a la casa, con gran estruendo de frenos. Las ruedas traseras despidieron a lo lejos chorros de gravilla, mezclada con polvo, que luego fue depositándose poco a poco sobre el suelo.Una mano nerviosa cortó el encendido y el motor se detuvo. Acto seguido, el conductor se apeó y corrió hacia la casa. Había media docena de escalones antes de la puerta de historiadas tallas en roble y los salvó en un par de zancadas.
La maldición debe ser pronunciada por el Hechicero Sagrado. Y la infortunada criatura que recibe la maldición se convierte en bestia. Durante las noches de las eternas sombras, todas las noches son sombras para Yatrakan, se convertirá en chacal. Con colmillos y garras de bestia despedazará a sus víctimas. Saciado en sangre y muerte, retornará a su estado normal…Y la pócima.
Miró a su asesino con una mezcla de helado estupor y de terrible incredulidad, antes de que el arma bajase de nuevo, goteando sangre, para clavarse despiadada en sus pechos pequeños y duros, que casi seccionó a tajos, haciendo saltar la sangre casi hasta el techo.El arma blanca siguió causando destrozos espantosos en la bella figura de mujercita en sazón. Muslos, nalgas, vientre, hombros… Todo recibió las espantosas cuchilladas que con rabiosa furia demencial caían sobre ella sin cesar. Las propias mejillas de la infortunada joven fueron rasgadas, bestialmente hendidas por dos tajos en diagonal que tiñeron de rojo sanguinolento su belleza ya convulsionada por la muerte.
Unos pasos.Sí. Sonaron unos pasos en la habitación.Shirley giró la cabeza. Casi con brusquedad. Olvidándose de la amenaza del áspid, parpadeó contemplando al individuo perpleja.Con un estupor que reemplazó momentáneamente al miedo.
MONIQUE Dubois es una mujer realmente impresionante; una auténtica fuera de serie. Su belleza arrasa los cauces de la normalidad y deja atrás las fronteras de lo inverosímil para alcanzar un grado de exquisita perfección que debe causar estupor a la propia natura creadora.
En la oscuridad de la noche se oyó un leve ruidito y el señor Lexington P. Grover se despertó un tanto sobresaltado.Su esposa, que dormía junto a él, notó sus movimientos y se despertó también.
La niebla se arrastraba hecha jirones junto a las tumbas, junto a las cruces, junto a las lápidas. El silencio del cementerio era total, absoluto. Parecía como si aquellos muertos no hubieran estado nunca vivos. Una mujer joven y bella descendió de un lujoso carruaje y empezó a andar por allí. Buscaba una inscripción. No tardó en encontrarla. Estaba medie oculta entre hierbas, musgo y suciedad de años, más bien de siglos.