—Sí, apretando este botón, matase usted a una persona a la que no conoce ni ha visto jamás, ni sabe quién es, qué hace ni dónde vive y, además, gozase usted de absoluta impunidad, y por ese sencillo gesto percibiese la suma de veinticinco mil dólares, ¿se atrevería a hacerlo, señor Tilton?
Los actores parecen estar viendo allí, ante ellos, al otro personaje. Lo hacen todo exactamente igual en los mismos escenarios y con las mismas luces. Pero la voz ronca, susurrante, del monstruo que encarna Janos Bélaki, no se escucha ya en las bandas sonoras. Ni se ve su espantable rostro, ni sus manos monstruosas…
Cornelia Russell acababa de regresar a su casa, de planta baja y un piso, situada al pie mismo de la carretera. Se hallaba a unos seis kilómetros de la pequeña localidad de Monnorwing. Por aquellos lugares no había más que niebla. Una niebla espesa, compacta, que parecía sugerir la idea de que algún fantasma podía estar deambulando por allí. Ninguno había aparecido desde que la casa fue construida, desde que Cornelia Russell, sesenta años atrás, naciera allí. Desde luego que no. Había nacido allí, y debía ser por lo que ella adoraba todo aquello, la casa, los inhóspitos alrededores, incluso aquella niebla que a menudo se arrastraba por el suelo como un tul de novia. Un tul furiosamente roto, rasgado, hecho jirones en un auténtico arrebato de cólera.
La casa, bien mirado, no tenía un aspecto demasiado fuera de lo común. Era de dos plantas, con ático abuhardillado, y estaba rodeada de un espacioso jardín por tres de sus lados, lo que dejaba libres otras tantas fachadas, la principal, entre ellas, lógicamente.La cuarta fachada no existía.
Despertó tras un agitado sueño, durante el cual había sufrido innumerables pesadillas. Lya Dumbarton se notó débil, agotada, casi incapaz de moverse y, desde luego, sin comprender en modo alguno lo que le sucedía.Al cabo de unos minutos, hizo un gran esfuerzo y se puso en pie. Notó que estaba más delgada. O quizá era una ilusión suya. Tenía el cuerpo todavía húmedo de sudor. No sabía qué había podido ocurrirle; la víspera había cenado más bien sobriamente, de modo que no podía achacar su malestar a una digestión pesada.
Recordad todos, vecinos y autoridades de Wollenstein, que muero lanzándoos mi maldición, puesto que éste es también un crimen que vosotros cometéis en mi persona, en nombre de una falsa justicia, amañada por vosotros para apoderaros de mis bienes y hacienda con visos de legalidad. A todos os digo que volveré, de generación en generación, para recordaros que no he muerto y que, desde más allá de la muerte, retornará mi espectro, veréis mi rostro y mi cabeza, tal como en breve vais a verla, separada del tronco, para que se cumpla el ritual de sangre de los Wollenstein, y caiga otra sangre en nombre de nuestra familia, para acallar la voz de quien, como yo ahora, muere víctima de vuestra infame conspiración contra mi vida. ¡Que mi maldición os acompañe en el futuro, y que en cada generación, el nombre de los Wollenstein sea temido y odiado a la vez como yo ahora os odio a vosotros… y como estoy segura que vosotros vais a temerme desde el momento mismo en que mi cabeza ruede desde el cadalso!
Le gustaba aquel joven. Tenía un cierto aspecto melancólico y parecía sufrir por algo que no expresaba con palabras pero, cuando hablaba con él, Daisy veía que era un hombre agradable y cultivado. Tal vez, se decía la joven, había sufrido alguna pérdida familiar muy recientemente y aún no había acabado de recuperarse.
El viejo doctor Woodyn vio la lancha motora muy cerca de la rocosa costa, pero ni por casualidad se le ocurrió pensar que aquellos tres hombres pudieran estar esperándole a él. Y esperándole para matarle. Se dio cuenta de que estaban ebrios, borrachos. Más eso no le impresionó excesivamente, pues no era la primera vez que les veía en tal estado. Uno de ellos se hallaba empinando el final de una botella de buen brandy. Conocía de sobras a aquellos tres hombres. Vivían en Symmingdel y eran, sin lugar a dudas, los tres jóvenes más ricos de la cercana localidad. Uno de ellos se llamaba Robby Remick. Era alto, rubio y bien parecido. Egoísta y caprichoso, desde niño había atormentado a su madre con sus exigencias. Exigencias que antes o después habían sido satisfechas.
El hombre observaba la casa mediante unos prismáticos, que acercaban enormemente las imágenes. Llevaba horas en aquel lugar, entregado a una paciente espera y todavía no había captado el menor detalle que le permitiese sentir un mínimo de optimismo.Andy Howe, sin embargo, sabía ser sufrido y esperaba todo el tiempo que fuese, con tal de conseguir su objetivo. Pero en aquellos momentos empezaba a dudar de que su espera pudiese dar algún resultado satisfactorio. No obstante, era su oficio y debía continuar allí.
Sólo sé una cosa, Walt. Mi hermano estaba muerto. Tú mismo firmaste su defunción. Y ahora está vivo. Por mediación de Leila Morrow, la discípula de Satán…
Scott despertó con un fuerte dolor de cabeza y la boca pastosa. «Ya no soy un jovencito», pensó. Se había excedido en todo, incluso en la bebida que Thalia le había prodigado largamente durante la noche. Al final, agotado, se había quedado dormido como un tronco, aunque, de todas formas, había merecido la pena.Notó un bulto a su derecha. Thalia debía de estar aún dormida. La luz entraba por la ventana. Hacía rato ya que había amanecido.Haciendo muecas y visajes, se sentó en la cama. Ella dormía aún y, cosa rara, estaba completamente cubierta por las sábanas. Hasta la cabeza tenía tapada.Scott sonrió, olvidado por un momento de la sequedad de boca y del dolor de cabeza. Alargó la mano, asió el borde de las sábanas y tiró de golpe. Antes de vestirse, quería contemplar una vez más el esplendoroso cuerpo de Thalia.Pero lo que había allí no era precisamente el cuerpo de una hermosa mujer. La sonrisa se petrificó en la cara de Scott cuando vio el esqueleto que yacía en la cama a su lado.Un hedor a muerte se expandió inmediatamente por la habitación. Horrorizado, Scott pudo apreciar que todavía había hilachas de carne putrefacta adheridas a los huesos del esqueleto.
Lucille Farren se había enamorado de aquel hombre y se había casado con él. No se había detenido a considerar si hacía bien o mal. Lucille Farren era fina, delicada, parecía una muñeca. Aún no había cumplido los diecinueve años y su vida, hasta entonces, había sido alegre, risueña, algo muy parecido a un trocito de cielo.
El arca estaba sobre la mesa cubierta con un paño escarlata. Parecía hecha de oro puro y tenía casi un metro de largo por cincuenta centímetros de altura y casi otro tanto de anchura. Al lado, con aspecto de evidente satisfacción, se hallaba su poseedor, el profesor Septimus Ainslower.
El estampido del trueno fue impresionante.Apenas había centelleado el rayo en el negro cielo, cuando sonó el estruendo ensordecedor, formidable, sacudiendo los edificios hasta sus cimientos, y provocando el temblor violento de los cristales de todas las ventanas y galerías.Después, como si hubiera sido una señal prevista por los elementos, descargó con súbita furia el viento y la lluvia torrencial. Las tenebrosas profundidades de la bóveda celeste parecieron abrirse en grandes compuertas por las que el agua, devastadora, tumultuosa, se desplomó sobre la campiña. El viento la lanzó en ráfagas contra los muros y agitó los árboles y setos como si quisiera desgajarlos.
Agitó la mano y una espesa nube brotó del estrado. Cuando se disipó, Moore, que aún no había salido de su asombro, vio una especie de poste metálico al cual se hallaba sujeta una mujer completamente desnuda.La mujer parecía drogada, ya que se la veía ausente de cuanto la rodeaba. No era ya una jovencita, pero aún resultaba muy atractiva.Los cabellos estaban sueltos y tenía la cabeza inclinada a un lado. Moore vio que un hilo de saliva resbalaba por la comisura de sus labios. Ello le confirmó sus hipótesis sobre el estado físico de la mujer.—El fuego eterno… Mi fuego va a caer sobre la traidora —clamó Ashakel—. Ahora veréis cómo la infiel purga sus crímenes, porque empezará a arder aquí y seguirá ardiendo en las profundidades de mis dominios. Allá abajo arderá para siempre, para siempre… ¡PARA SIEMPRE!Ashakel movió la mano otra vez. Entonces sucedió algo horripilante.Se oyó un intenso silbido, de tonos muy bajos, sin embargo. Una enorme llamarada brotó del suelo y envolvió por completo a la mujer.Sonó un chillido horroroso. La mujer parecía haberse dado cuenta de su situación y, abrasada por aquel potente fuego, gritaba espeluznantemente.Los cabellos ardieron de golpe. Su hermoso cuerpo se puso rojo primero y luego ennegreció. Un espantoso hedor a carne quemada se expandió por la atmósfera.En los labios de Ashakel lucía una sonrisa infernal. De pronto, movió la mano y la mujer y el fuego desaparecieron súbitamente.
Aquel sábado por la tarde en Gossville, New Hampshire, pareció ser en principio un simple sábado más del invierno frío y nevado de aquellas regiones del nordeste de Estados Unidos. Un fin de semana aburrido, rutinario y vulgar, como tantos otros de los que se pueden pasar en un pueblo de apenas tres mil habitantes.Sin embargo, las apariencias resultaron muy engañosas en esta ocasión.No fue, en absoluto, un sábado más. Fue una fecha que marcaría trágicamente las vidas de muchas personas de la localidad, aunque ellas ni siquiera lo sospecharan.
La gitana levantó los ojos al ciclo.Ojos negros, profundos, relampagueantes y atávicos como su propia raza. Ojos que escudriñaron el poco antes limpio cielo azul del verano. En ellos parecieron reflejarse las repentinas nubes que ennegrecían el horizonte, ensombreciéndolos súbitamente. Una ráfaga de viento agitó las copas de los árboles y onduló la hierba del prado.
Canturreaba entre dientes una vieja melodía, porque se sentía muy contento. La vida se abría ante él con espléndidas perspectivas y, aunque ya había pasado de los cincuenta años, tenía una salud de hierro y no le faltaba ningún diente. Lo único que velaba un tanto su júbilo era el pensamiento de lo que le podría pasar a miss Pitt cuando todo hubiese terminado, pero, al fin de cuentas, se dijo, ¿qué importaba ya aquella vieja que tenía un pie en la tumba?
Se disponía a telefonear a una rubia curvilínea, con la que pasaba de vez en cuando muy buenos ratos. Pero Stanley Duffy, joven, muy alto, ancho de tórax, no llegó a marcar los números que, dicho de paso, se sabía de memoria. Oyó que llamaban a la puerta de su pequeño, pero cómodo y confortable apartamento, y su mano quedó inmovilizada. Le extrañó la llamada. No esperaba a nadie. No obstante, el timbre había sonado. Así que pensó que lo mejor que podía hacer era ir a abrir. Pero al abrir no vio a nadie, y se quedó sin acertar a explicarse lo sucedido. Aunque dada su profesión, detective privado, estaba acostumbrado a los hechos más incomprensibles e insólitos. Ya cerraba la puerta, cuando se dio cuenta de que alguien, quien fuera, había deslizado un sobre por debajo de la misma. Se agachó y lo recogió.