La lujurienta selva detenía la mirada, taponaba la perspectiva. No obstante, el poblado indígena estaba cerca, a menos de dos kilómetros de aquel mal camino que los nativos consideraban poco menos que una buena carretera. Antes de salir del poblado, el explorador Alexander Mills, un hombre de unos cincuenta años, había permanecido junto al camión que una vez cargado por los indígenas, emprendería viaje a la ciudad. Una vez allí, su carga sería metida en un barco rumbo a Inglaterra. Había llegado el momento de regresar.
Era la tercera víctima.El constable Jackson meneó la cabeza con desaliento, cambiando una mirada de estupor y rabia con el doctor Dogherty, que se incorporaba en ese momento, limpiando sus manos en un paño que había sacado de su maletín negro.
Había hecho una larga caminata y aunque el tiempo era todavía fresco, dada la estación, aquel día lucía un sol poco común y se sentía empapado en sudor. Por tanto, Richard Holbert decidió tomarse un pequeño descanso y como aquel pueblo le había salido al paso, pensó que en ningún lugar estaría mejor durante unas horas, antes de reanudar su camino.
La estación de gasolina quedó atrás. La radio empezó a emitir música de rock duro. Una mano giró el dial y elevó el volumen de la emisión, hasta que la música lo invadió todo, mientras la furgoneta rodaba a buena velocidad por la autopista.—¿No está eso demasiado alto? —preguntó una voz.—¡Vas a volvernos sordas a todas! —protestó otra.—Oh, por favor, ¿es que una no puede dormir aquí? —terció una voz somnolienta.
Bajo la fina llovizna, que parecía caer de un manto algodonoso que en ocasiones llegaba hasta el suelo, el pequeño pueblo de Höffenburgh se apareció súbitamente a los ojos del viajero, como si hubiese estado hasta entonces oculto por un telón, alzado de pronto ante su llegada. La impresión de que el pueblo surgía bruscamente de un lugar oculto, como un conjunto fantasmagórico de casas y personas, resultó tan fuerte, que el viajero hubo de pisar el freno de su coche a fondo, para no entrar en la calle principal a demasiada velocidad.
La muchacha había sacudido la cabeza. No recordaba nada. Ni de dónde venía. Ni adónde iba. Ni siquiera quién era ella. ¿Qué hacía en aquel coche que se había estrellado contra uno de los árboles de la carretera? Miró a su alrededor. No había casas. No se veía a nadie. Era un lugar despoblado. Alzó la mirada hacia el sol. Este empezaba a desaparecer en un horizonte teñido de rojo. Teñido de un rojo tan fuerte que su color sugería inevitablemente la idea de un violento y sangriento crimen. No obstante, el cielo se estaba poniendo cada vez más oscuro, más cerrado. Las nubes se iban apelotonando.
El hombre llegó junto a la casa, portador de una minúscula jaula, dentro de la cual se agitaba, furioso, un pequeño animal. Llevaba las manos enguantadas y parecía un poco nervioso, porque respiraba entrecortadamente y su frente brillaba a causa del sudor.Escuchó un momento. En el interior de la casa no se percibía el menor sonido.
No lo intentes. Si vuelves a tocarme, gritaré con todas mis fuerzas. Eres un bastardo. Un repulsivo y viscoso bastardo. Creí tener suficiente estómago para aguantarte, pero estaba equivocada.
Una idea demoniaca surgió en la mente de él. Sonrió sádicamente.Alargó su diestra atrapando la botella de whisky. Alzó el brazo para seguidamente bajarlo con rapidez. Con brutal violencia.
Un desgarrador alarido de dolor brotó de la mujer silenciado de inmediato por la zurda del hombre que atenazó la garganta femenina. Apretando con fuerza.Ella desencajó las facciones. Boqueando. Pugnando por gritar. Con los ojos desorbitados. Moviendo brazos y piernas.Él reía como un poseso.Su zurda no cedió en la presión ejercida sobre el cuello de la muchacha. Controlando todo grito. Su mirada había estado centrada en la botella hundida entre sus muslos.Ella tenía las facciones desencajadas. La lengua asomando por su abierta boca. Los ojos casi fuera de las órbitas. Fijos en el techo. Muy fijos…
Después de la fatigosa caminata, el viajero se detuvo unos momentos, contemplando con ojos inquisitivos el paisaje que le rodeaba. Estaba en un lugar sumamente agreste, lleno de un salvajismo sin igual, y le pareció que aquellos parajes no habían cambiado absolutamente desde el principio de los tiempos.Aquella impresión, sin embargo, se desvanecía cuando podía ver la casa, a través de los árboles, a menos de mil metros de distancia. Sin embargo, la frondosidad de la vegetación le impedía captar detalles del edificio, salvo algunos puntos del tejado, de gris pizarra y de picudos contornos.
El conductor del autocar les dijo que tardaría unos diez minutos en arreglar la avería del motor, y Stefanie decidió apearse y estirar un poco las piernas. Los otros pasajeros, tres en total, se quedaron en sus respectivos asientos. Eran personas mayores y sin duda pensaron que el aire frío de aquel atardecer de otoño podía sentarles mal. Stefanie era una muchacha de veintitrés años, muy guapa. Rubia, de ojos azules, con una silueta preciosa. Vestía pantalones oscuros, un grueso jersey blanco y llevaba un bolso colgado del hombro. Apenas fuera del vehículo de línea, echó una mirada a aquellos alrededores. Pronto reparó en una mansión que se perfilaba en lo alto de una loma, relativamente cerca de allí. Era una vieja mansión que hacía pensar en esas películas de miedo que todos hemos visto alguna vez.
Era un hombre grueso, de rostro sanguíneo y ojos pequeños, pero muy perspicaces. Apenas entró en el edificio, captó la figura de una sirvienta que se movía con andares casi felinos. Morena, esbelta, de curvas firmes y mirada ardiente. Ross Lane empezó a relamerse por anticipado. Aquella criada acababa aquella noche en su cama o dejaba de ser quien era.
El hombre era joven, no muy alto, aunque ancho de hombros y fornido, y vestía un simple «pullover» negro, con pantalones azul oscuro. Estaba sujeto de los brazos por dos robustos marineros, que aguardaban expectantes las órdenes del capitán del Port of Moon.Muir Conroy se preguntó qué suerte le haría correr el capitán del barco, en el que había embarcado como polizón. Le enviaría a la cocina a pelar montañas de patatas, le haría baldear la cubierta, limpiar las letrinas... no serían trabajos agradables, seguramente. Haría las faenas más detestadas por la tripulación y tendría que resignarse a sufrir humillaciones sin cuento, hasta que lo desembarcasen en algún puerto.
Malcolm Lester, cirujano del Memorial Hospital de Manhattan, entidad agregada a la Facultad de Medicina de Nueva York, miró a su compañero Cotten, forense de guardia en aquella noche, y le anunció:¿Te has enterado de la noticia, Donald? El otro movió la testa en sentido negativo.No. Además, aquí pasan cientos de noticias al día. ¿A cuál te refieres?Lloyd Logan ha muerto.
No conocía a los dos hombres que le atacaron, ni los había visto en todos los días de su vida, ni tampoco pudo distinguir sus facciones. Lo único que pudo averiguar fue que eran altos y muy robustos y que todo intento de resistencia, aunque no hubiera perdido el sentido, habría resultado inútil.
Se estaba muriendo, y todos lo sabían, incluso la propia interesada. Daba pena mirarla. Pálida, delgada, aún joven. Intentaba sonreír para no entristecer demasiado a los que se habían reunido alrededor de su cama para darle el postrero adiós. Pero Roberta Massey sabía que allí faltaba alguien, así que preguntó: —¿Y Jane? —su tono fue trémulo como el aleteo de un pájaro herido. —No creo que tarde en llegar —le respondió Donna, la hermana mayor. Donna Massey tenía cuarenta años cumplidos y mostraba el gesto altivo que siempre la había caracterizado. Pero ahora, no obstante, intentaba ser distinta, se esforzaba por proyectar otra imagen.
La sombra negra se deslizó entre el follaje del jardín tropical, se detuvo un instante, como venteando el aire tibio de la noche. Después reanudó su avance hacia el bungalow que se alzaba frente al palmeral. Era una casa de reducido tamaño, pero de excelente aspecto. Había luz en una sola ventana, aunque una cortina que ondulaba suavemente velaba la visión del interior. La sombra siniestra del intruso se detuvo una vez, rígida, informe en la negrura.
Habían llegado. Y lo sabían.La mujer miró al hombre. Y él a ella. Los ojos de ambos reflejaban una expresión parecida. Había en ella una mezcla de temor y de alivio, de esperanza y de preocupación.
Una sensación de miedo, de pánico, planeaba como un siniestro cuervo en el ánimo de lord Wanley. Era una angustiosa sensación, que no podía evitar desde que Elisabeth, su única hija, había decidido casarse a medianoche. A la hora de los fantasmas. En la capilla particular del castillo de Wanley, por descontado. Donde siempre se habían casado todos los Wanley, aunque, como es lógico, a horas menos intempestivas.