Entre la espesa y densa niebla que a menudo se cernía sobre la localidad de Middlentton, la novia vestida de blanco había llegado a convertirse en una visión sobrecogedora. Sobre todo para las mujeres. Esa visión aparecía y desaparecía como si se tratara de un juego de ilusionismo, de magia. Pero aquel no era el número de un espectáculo teatral, a cuyo término el público aplaudía, sino una realidad de inquietantes y amenazadoras consecuencias.
La luna asomaba a veces por los rasgones de las ventrudas nubes que corrían velozmente en el cielo. En la abrupta costa, las olas rompían fragorosamente, elevando a lo alto potentes chorros de espuma, que luego se deshacían, disueltos por el viento.Por el acantilado, al pie de la torre parcialmente en ruinas, se movía una chispa de luz. El hombre descendía por un sendero apenas visible, incluso de día, moviéndose con grandes precauciones. Un paso en falso, el más ligero resbalón, significaban la muerte segura, al caer desde más de cuarenta metros de altura. Primero se estrellaría contra las rocas puntiagudas, constantemente bañadas por las aguas, y el oleaje lo arrastraría después mar adentro, sin posibilidades de salvación.
La risa parecía brotar de todas partes, aunque con diferente volumen en ocasiones, que parecía acercarse y sonar en el interior del dormitorio, para escucharse a continuación en otros puntos de la casa. Terriblemente asustada. Pamela se sentó en la cama olvidada de su absoluta desnudez.
Ciencia ficción, Juvenil, Romántico, Novela, Terror
El motor de la embarcación hizo «pof, pof» unas cuantas veces y se paró de repente. El único tripulante dormitaba en la popa y se incorporó sobresaltado al percibir el súbito silencio que había sustituido al rítmico petardeo de la máquina que hasta entonces había propulsado la nave.Mars Drake se sentó y escuchó unos momentos. Luego, incorporándose, se acercó a la escotilla que permitía el acceso al compartimento del motor. Funcionaba perfectamente, estaba seguro de ello, pero, entonces ¿por qué diablos se había parado?Si se trataba de una avería, desde allí no podía averiguarlo. Fue a la cabina, destrincó el timón, mantenido hasta aquel momento en un rumbo determinado y accionó el contacto eléctrico.
El director del News of the Day le había dado instrucciones bien concretas. —Vaya a Woottlan, visite el sanatorio psiquiátrico y escríbame unos buenos artículos de esos tres locos... Loretta era joven, dinámica, y desde luego una buena periodista. Así que se limitó a asentir. Y ya se encontraba, al volante de su coche de segunda mano, camino de la localidad de Woottlan. Mejor dicho, estaba llegando ya.
Melvin Nordham leyó el telegrama que la doncella acababa de darle. Ni siquiera se preocupó de mirar el trasero de su sirvienta, como hacía habitualmente cuando ella abandonaba una habitación, con su provocativo cimbreo de caderas.Estaba demasiado absorto con la llegada de aquel mensaje desde la lejana costa de Estados Unidos de América, para recrearse en la contemplación de las agresivas curvas de su doncella Constance. Al fin llegaba la respuesta esperada, el anhelado mensaje de su viejo camarada de Universidad.
El fuerte viento zarandeaba con furia, casi con rabia, las ramas de los árboles a ambos lados de la carretera. El coche, con Clark Murray en su interior, torció a la derecha por el camino particular y no se detuvo hasta iluminar con sus focos la fachada de la mansión victoriana. Ya ante la puerta amplia y recia del edificio, el detective Clark Murray se apeó, cerrando a continuación la portezuela. Instantes después hacia sonar el aldabón. Esperaba que Victor Weey le recibiera de inmediato. Habían convenido por teléfono en que le estaría esperando. Pero Victor Weey, de pequeña estatura, delgado, el heredero de aquella inmensa y suntuosa mansión, no estaba… Había salido corriendo, atropelladamente, como huyendo de algo horrible, espantoso. Pudo ir en busca de sus primas Amanda y Myrna.
Melvin Nordham leyó el telegrama que la doncella acababa de darle. Ni siquiera se preocupó de mirar el trasero de su sirvienta, como hacía habitualmente cuando ella abandonaba una habitación, con su provocativo cimbreo de caderas
¿Qué sensación debe experimentar una persona que sin pensarlo asoma su cabeza en un nido de avispas? Sin duda va a ser atacada de un momento a otro... ¿Qué debe sentir quien de pronto se vea poniendo el pie en tierra cenagosa? Una tierra que sin duda va a burbujear como una esponja apretada así que caiga la presa... Pues algo así, o al menos algo muy parecido, fue lo que experimentó Mónica mientras conducía su coche por la carretera. A sus oídos llegaba el cri-cri de los grillos del bosque, y la noche estaba llena de estrellas, y la luna brillaba esplendorosa, y todo hacía pensar que el mundo era maravilloso.
Douglas Pooland y Charles Sontreux se hicieron amigos en Oxford. De la misma edad e idénticos gustos, todo fue siempre sincera camaradería y leal amistad entre ellos. Pero los estudios dieron fin y tuvieron que decirse adiós. Douglas Pooland había nacido en el norte de Inglaterra y Charles Sontreux en el sur de Francia. Iban a ser, pues bastantes kilómetros los que les separaran. No obstante, el Destino tenía escrito con letras rojas, sin duda de sangre, que volverían a verse. Y sí, en efecto, unos años después se encontraron de nuevo. Del modo más impensado.
¡Maldito cuadro! ¡Una y mil veces maldito...! Desde que lo había pintado su existencia era una angustia continua, una zozobra ininterrumpida, un jadeo incontenible. Hasta el aire faltaba a sus pulmones. A todas horas tenía la sensación de que las fuerzas del Mal iban a abatirse sobre él. Como si la hermosa muchacha que había pintado fuera un ser endiabladamente abyecto, satánicamente perverso, que estuviera dispuesto a destruirle. ¡Pero qué tonterías pensaba!No debía dar importancia a aquella pintura. Ningún mal había de llegarle de lo que, en verdad, sólo era eso: una pintura.
Desde el jardín había conseguido abrir el ventanal y colarse en el lujoso despacho-biblioteca. Era un viejo zorro para tales menesteres.Ahora tenía ya entre sus ojos, bajo el foco de luz de su linterna de bolsillo, el cuadro tras el cual se hallaba empotrada la caja fuerte.De unos cuarenta años, delgado de cuerpo y anguloso de rostro, Mick Floom se dijo que, al fin, la suerte iba a sonreírle. Sería rico, y podría vivir como siempre había soñado. Todo estaría al alcance de su mano. y eso sucedería dentro de muy poco, en cuanto el contenido de aquella caja de caudales se hallara en su poder.
Despertó de repente.Con una sensación de frío y húmedo terror que le calaba hasta los huesos y hacía temblar sus carnes con unos espasmos febriles. En principio no supo el porqué de todo eso. Cuando empezó a saberlo, el pánico más delirante se apoderó de él.Respiró con fuerza y alargó sus brazos cuanto le fue posible, que no era mucho. Sus manos tropezaron con una superficie dura, perfectamente sólida, que casi le rozaba los cabellos, unas pocas pulgadas por encima de su cabeza.La oscuridad era total. El frío, sutil y profundo, le escalaba la espina dorsal hasta barrenarle la nuca y llegar, como un aguijonazo glacial, hasta lo más profundo de su cerebro. Notó que empezaba a sudar. Y que el suyo era un sudor helado y pegajoso, que se adhería a su piel igual que una telaraña...
Un larguísimo lamento brotó de la garganta de una, mientras se aferraba con manos convulsas al mango del venablo. Tras ella, la otra chica emitía unos horripilantes gorgoteos.El venablo había atravesado a la primera a la altura del esternón, justo entre los senos. Era más baja que su amiga y ésta notó el terrible dolor en el estómago.Dos pares de piernas se debatieron convulsivamente. En los últimos espasmos de la agonía, la más alta trató de librarse de aquel hierro que la atormentaba y agarró a la pequeña por el pelo, arrancándole grandes mechones de cabello, sin que la morena sintiese el menor dolor en aquella región. El único interés estribaba en arrancarse el palo que la había ensartado como la mariposa de un coleccionista. Pero las fuerzas le fallaron súbitamente y se venció hacia adelante, aunque sin caer al suelo, con los brazos colgando laciamente hacia abajo.La otra duró un poco más. Mientras conservó la consciencia, de una forma relativa, continuó arrancando pelos de la cabeza.
«Los ojos del asesino se fijaron en ella.Era la cuarta por la izquierda. La más rubia, aunque no la más bonita del conjunto. Bailaba bien y tenía una figura armoniosa. Además, parecía más joven que sus restantes compañeras, y posiblemente lo fuese.Los ojos del asesino ponderaron todo eso en un instante. En el fondo de las frías pupilas dilatadas, hubo un destello cruel, siniestro. Y no era solamente el reflejo de las candilejas de luz de gas.Era el deseo homicida. El ansia de matar.Matar…»
El cajero se puso rígido. Sus labios temblaron violentamente, en tanto que sus ojos se dilataban de una forma espantosa.—No, no puede ser. Tú estás muerto. ¡Hijo! —gritó inesperadamente—. Dick, hijo mío. Tú estás muerto. Te enterramos hace más de cuatro semanas, Dick, ¿por qué has vuelto? Deja esa arma, tú estás muerto.—¡Calla, viejo! —gritó el atracador.—Hijo, siempre fuiste honrado.La pistola-ametralladora escupió bruscamente una corta ráfaga. El cajero gritó, a la vez que caía hacia atrás.—Estabas muerto. Te enterramos hace cuatro semanas. ¿Por qué tenías que volver, Dick?Siguió llamando a su hijo, hasta que murió.
El murmullo fueconvirtiéndose en una suerte de gruñido. Sus movimientos oscilantes sindespegar los pies del suelo, parecían el preludio de un éxtasis sensual yobsceno. Ante el altar negro, emitióun quejido. Toda ella se tensó en sus salvajes invocaciones. En la estanciapareció soplar el hálito de un viento infernal. Las velas se apagaroninesperadamente y se derrumbó de espaldas como empujada por una fuerzademencial. A zarpazos, se arrancó latúnica quedando desnuda, tendida en el suelo sin dejar de emitir la sordamelopea que brotaba como un torrente de sus contraídas cuerdas vocales. La violencia de suautoconvencimiento se apoderaba hasta del aire que respiraban. Sus jadeosanimales se hacían roncos, anhelantes, esperando el Mal que debería poseerloscomo pago del poder que ansiaban. De repente, dio un gritoinarticulado. Pareció aferrarse al aire, los ojos desorbitados, la boca abiertay jadeante, todo su cuerpo convulso, agitándose en el frenesí del éxtasis.Pareció enroscarse toda ella en un cuerpo invisible y con un rugido gritó: ¡Está aquí… aquí, conmigo…!
El hacha cayó con violencia.Las dos cabezas saltaron bruscamente de los cuellos de sus respectivos dueños, segadas de forma brutal por la afilada hoja del instrumento. Un caudal espeluznante de sangre brotó de las carótidas cercenadas.La muchacha pelirroja profirió un agudo grito de terror, con sus dilatados ojos fijos en la espantosa escena, y retrocedió, angustiada, mientras el asesino se volvía lentamente hacia ella, con mirada desorbitada y expresión demoníaca en su feo, horrendo rostro mutilado por el ácido.Aquella faz de gárgola medieval, crispada y deforme, reflejaba toda la maldad del mundo. La mano engarfiada que sujetaba el hacha tinta de sangre parecía la garra de una fiera demoníaca.
Intentó, en inútil reacción, echar la cabeza atrás. Pero la esquelética mano parecía estar dotada de férrea violencia y la obligó a bajar más todavía.MÁS.Y el otro brazo del ente también centelleó exhibiendo un afilado, largo, monumental cuchillo cuyos destellos azulados, letales, chispearon frente a sus ojos horrorizados.Y el grito, ahora sí, lo quebró todo.
Intentó huir, pero las manos del hombre fueron más rápidas y se cerraron en torno a su cuello.La mujer pataleó furiosamente, pero sus fuerzas no podían compararse con las del hombre que la estrangulaba despiadadamente.Con sus últimos instantes de consciencia, percibió algo que aumentó más el horror de la situación. Aquel espantoso hedor que se desprendía del hombre. ¿Acaso era cierto que tenía la facultad de resucitar a su voluntad?