Grace Morton mantenía los ojos entornados. De su mano había caído un libro de poemas de Rilke. Sin embargo, no dormía. El pequeño gabinete en donde se hallaba, amueblado con sencillez y buen gusto, convidaba al recogimiento, y más, en aquella hora del atardecer en que las sombras lo iban invadiendo, suavizando los contornos hasta dar a las cosas un aspecto casi irreal.
El cálido airecillo primaveral agitaba sus cabellos rojos, y algo que no tenía nada que ver con el aire, agitaba también sus caderas de una manera voluptuosa, tanto que hacía más de dos minutos que yo andaba detrás de ella como un perrito faldero. No es que la fuera siguiendo —no soy un conquistador de acera—, pero los dos llevábamos el mismo camino y resultaba un recreo para la vista mirarla mientras andaba. Y no era yo solo el que quedaba prendido de sus encantos. La pelirroja poseía ese tipo que prodigan las revistas, con redondeces sobrantes como para prestarle un poco a otra más necesitada.
La mujer de las medias oscuras echó una moneda en la máquina tocadiscos. Esta tardo un poco en funcionar. La aguja buscó la grabación, dentro del recinto luminoso. Ella llevaba ropas llamativas y muy adheridas. Resultaba desafiante, y lo sabía. Se acarició lentamente las caderas, moviéndose hacía el hombre sentado al otro extremo del largo mostrador. —Tengo sed —dijo, reclinándose en el mostrador. —Yo también —respondió él, pensativo—. Es el calor. —Claro —ella se estiró el traje, bajando algunas pulgadas el descote. Valía la pena, pero el otro no la hizo caso—. Es un verano muy cálido.
El hombre caminaba, despacio, tranquilamente, con las manos en los bolsillos del abrigo que llevaba puesto, ya que la noche era más bien fresca. Su pierna de recha se movía con alguna torpeza, como si se resintiese de una lesión no lejana, la cual, no obstante, no le impedía caminar con casi absoluta normalidad. Era de mediana estatura, rechoncho, cejas muy pobladas y espeso bigote negro. Su indumentaria era correcta, de tonos oscuros. En aquel lugar la iluminación no era excesiva.
Abrí la puerta y entré. Dejándola abierta, quedé inmóvil, mirando lo que, hasta la noche de ese día, era todavía mi oficina. ¿Quién vendría a instalarse en ella cuando yo me hubiera ido? Todo seguía igual. Las revistas atrasadas sobre la mesilla de centro, las sillas esparcidas por la sala de espera, la mesa abierta por abajo para que los hipotéticos clientes pudieran admirar las rodillas de mi secretaria, Sheila… ¿Qué estaría haciendo ella ahora, en su nuevo empleo?Sacudí la cabeza y dejé de pensar en todo esto. Atravesé la sala de espera y entré en lo que había sido, o era todavía, mi oficina privada. Lo que había venido a buscar estaba allí.
—Adiós, amigos. Hasta nunca.
—No digas eso, Shelby. Despídete como todos: «Hasta la vista»…
—No habrá un «hasta la vista». No volveré nunca.
—Bah. Es lo que dicen todos. Pero al final, siempre vuelven…
No cambiamos más palabras. Y si lo hicimos, no lo recuerdo. Aquéllas bastaban. Eran lo suficientemente abrasadoras, para grabarse en mí como un hierro de marcar ganado.
Lo amargaban todo: «Hasta la vista»… «Hasta la vista, Shelby»… Amargaban todo: hasta aquella noche húmeda y bochornosa, con olor a sulfuro. Hacía calor. Y posiblemente habría tormenta, cuando el bochorno buscara mayor expansión.
Entré en el bar de muy mal humor.
Hablando con franqueza, estaba que mordía. La camarera que atendía el mostrador intentó conquistarme haciendo una descarada exhibición de sus protuberantes encantos físicos, inspirando con tanta fuerza como si deseara romper el corpiño, pero ni aun aquel fascinante espectáculo era capaz de disipar mi mal humor.
—¿Cuánto vale un trago aquí? —pregunté.
La camarera me miró provocativamente a través de unas espesas pestañas.
Pedaleando vigorosamente en su vieja pero confiable bicicleta, la voluminosa señora Branthill regresaba a su casa. La noche había cerrado hacía ya un par de horas. Durante el día había llovido intensamente, pero al atardecer, el cielo se había despejado y la temperatura había aumentado un tanto. Pese a todo, la carretera estaba aún brillante y húmeda por la lluvia. El trabajo de la señora Branthill consistía, desde hacía un cuarto de siglo, en ayudar a aumentar el censo de ciudadanos del Reino Unido. La señora Branthill se sentía un tanto enojada, dado que la llamada que había motivado su salida se debía a una falsa alarma. Los esposos Haggett, él mucho más que ella, naturalmente, eran muy aprensivos. Se comprendía, dado que era la primera vez que ambos se encontraban en un trance similar. La señora Branthill se dijo que era preciso disculparlos en atención a las circunstancias. Su experiencia de un cuarto de siglo en tales menesteres le había hecho saber que el bebé de los Haggett no empezaría a alborotar este pícaro mundo antes de una semana. La señora Haggett tenía fama de comilona, de modo que no era extraño que estuviese padeciendo los efectos de una digestión particularmente laboriosa. Éstos y no otros habían sido los motivos de la alarma.
Llovía furiosamente. A cántaros. Como si todas las fuentes del cielo se hubiesen puesto de acuerdo para soltar sus caudales al mismo tiempo, amenazando con anegar al planeta con un segundo diluvio. El agua que caía, formaba una espesa cortina, que dificultaba grandemente la visibilidad. A una docena de metros, resultaba materialmente imposible distinguir otra cosa que no fueran sombras borrosas e imprecisas, casi espectrales. A pesar de todo, el temporal poseía, una característica singular: apenas se movía un soplo de aire. Los billones de gotas de agua caían completamente verticales, pero incesantemente, con cierta airada mansedumbre.
Cuando uno ha trabajado largamente durante años para crearse una posición y lo ha conseguido al fin, creo que se merece un pequeño descanso, una especie de vacaciones en algún lugar discreto, sin luido, con poco bullicio, mucho sol y una larga playa de cálida y dorada arena. Por esta razón, me encontraba yo entonces, aquel día en la playa de South Nesh, pequeña ciudad de la Florida Occidental. Hacía tres días que había llegado y desde entonces no había hecho otra cosa que holgazanear al sol y darme largas zambullidas en las tibias aguas del Golfo de Méjico.
El páramo era áspero, frío y desolado. Hacia el Oeste, su planicie se veía interrumpida súbitamente por una brusca caída hacia el mar, cuyas olas golpeaban incesantemente la base de los acantilados, en un eterno batallar contra la arenisca y el granito de las rocas, corroyendo sus bases día tras día, año tras año, siglo tras siglo. Hacia el Este, el páramo era una constante sucesión de leves ondulaciones cubiertas de hierba, brazos y matorrales que luchaban denodadamente por sobrevivir en un medio hostil; y la llanura continuaba hasta interrumpirse, a bastantes millas de la costa, en una hilera de agresivas colmas que corrían de Norte a Sur. Al pie de las colinas corría un río, el Bearlodd, y a orillas del Bearlodd se hallaba la aldea de Magshowter. Entre las aldeas y la costa, en el centro del páramo, había un viejo caserón que amenazaba ruina por sus cuatro costados. El caserón era de techo de pizarra, inclinado a dos aguas, y disponía de un par de edificios auxiliares, más pequeños, que habían servido antiguamente como establos y almacén de aperos de labranza y otros utensilios. Los edificios auxiliares se desmoronaban por falta de atención y en sus tejados se veían varios orificios abiertos por la hostilidad de los elementos, orificios que nadie se había cuidado de tapar.
Tengo la completa seguridad de que cuando Phil Wynter murió, hubo muchas personas que respiraron aliviadas, se regocijaron con su muerte e, incluso, no faltó quién se emborrachó más o menos en secreto, a fin de celebrar dignamente el acontecimiento.
Por supuesto, yo no fui ninguno de ellos. No conocía a Wynter personalmente ni tampoco había tenido jamás la menor relación con él, de modo que en lo que a mí se refiere, su muerte me dejó frío, de la misma forma que a diario se cometen crímenes en Los Ángeles, y no por ello he de preocuparme por cada asesinato que se lleva a cabo. Para mí fue uno más, aunque por la personalidad del difunto, su muerte cobró cierto relieve durante algunos días.
George Moyer introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar, la puerta se abrió y apretó el interruptor de la luz. De nuevo se encontraba en su pequeño y confortable apartamento. Otra vez se hallaba en su querida ciudad: Nueva Orleans. Dos meses había permanecido de viaje, eligiendo para sus vacaciones el Estado de Arizona. Se instaló en un pequeño rancho, propiedad de su mejor amigo. Peter no vaciló en entregarle la llave, pues este estaba abandonado casi todo el año. Tan solo un matrimonio se cuidaba de atenderlo una vez al mes, evitando quedase destruido por la suciedad y el abandono.
Norbert era un tipo de mediana estatura y gesto avinagrado. Contestó con un seco gruñido y pasó al interior del avión. Milly recibió al tercer pasajero, otro varón. Iron Hichs llevaba en la mano derecha un maletín estrecho y largo, de color marrón oscuro. Era un sujeto alto, delgado, con aire abstraído, que contestó a las preguntas de la azafata con unos murmullos apenas inteligibles. Llegó el siguiente pasajero, un italiano menudo, vivaracho, de ojos despiertos.
Penélope Shatton tenía veintisiete años y hacía seis meses escasos que había perdido a su marido, quien había muerto después de una larga y dolorosa enfermedad que había agotado todos los recursos del matrimonio. Después de la muerte de su esposo, Penélope había encontrado distintos trabajos, pero había tenido que abandonarlos todos sucesivamente; unos, por demasiado fatigosos y poco productivos; y otros, los más, por evitar los manoseos del dueño, gerente o apoderado de la empresa, cualquiera de los cuales se habían creído siempre con derecho a obtener de Penélope algo más de lo que señalaba el contrato de trabajo. La culpa, por supuesto, no era de Penélope, sino de sus hermosos ojos grises y su esbelta figura. Y de su viudez, claro; el dueño, gerente o apoderado de las empresas en que se había colocado sucesivamente después de la muerte de su esposo, se habían creído en el humanitario deber de consolar a la atribulada joven, cosa que ella había rechazado siempre de plano. En consecuencia, una vez más, en el corto plazo de seis meses, se encontraba sin ocupación.
Desde un punto determinado de la carretera que conduce a Teresópolis, puede contemplarse a lo lejos la inconmensurable belleza de Rió de Janeiro, ese abanico multicolor grabado por la mano caprichosa del hombre aprovechando los medios que le ofreció la maravillosa Naturaleza.
El contraste entre ambos lugares es enorme. Del bullicio agobiador que ofrecen las amplias avenidas costeras de Río, su tráfico incesante y el arco iris gigantesco de sus millones de luces, en menos de hora y media de viaje se encuentra uno en la cima donde está enclavada Teresópolis, para sumergirse en un oasis de paz.
La mujer estaba sentada en un banco del parque. Permanecía inmóvil, como abstraída, indiferente a las risas y gritos de alegría de los chiquillos que correteaban por los enarenados senderos, divirtiéndose bulliciosamente con la sana algarabía de los pocos años.
Vestía un severo traje gris oscuro, medias negras y zapatos de este mismo color. Sobre la cabeza, llevaba puesto un bonete negro, del cual pendía un espeso velo también negro, que impedía en absoluto ver sus facciones. Sobre su regazo descansaba un gran bolso de piel, que sostenía con la mano derecha.
—¡Mientes, Cameron! —Vamos, confiesa de una vez…
—Dinos cómo le retorciste el cuello hasta rompérselo. Sólo con que nos cuentes esto habremos terminado.
—¡Váyanse al diablo! —dije con voz ronca.
Pero ellos eran muchos. Otra voz intervino en el concierto:
—Entraste en el apartamento de esa dama usando una llave falsa. ¿No es cierto?
—Sí.
—Y ella te sorprendió y…
El hombre miraba a través de un aparato óptico, que aumentaba enormemente las imágenes. En el centro del objetivo había una cruz filar, que servía para situar la imagen en el punto exacto requerido. El aparato óptico era una mira telescópica y estaba acoplada a un rifle de gran potencia, cuyo cañón estaba concluido en un extraño cilindro, de unos cinco centímetros de grueso por veinte de largo. El cilindro era un silenciador. El hombre estaba apostado tras una roca situada en una eminencia del terreno que dominaba la carretera, a doscientos metros más abajo. El terreno era abrupto, fragoso, y abundaba en rocas y matorrales. El borde de la carretera corría a lo largo de un profundo precipicio, por cuyo fondo, a cincuenta metros de distancia, saltaban las espumeantes aguas de un arroyo.
Pensé que debía negarme a aceptar el caso. No ofrecía ningún aliciente para mí. Nunca me han gustado los líos, domésticos y, por otra parte, mi cuenta corriente ofrecía un saldo satisfactorio, cosa que no había sucedido desde tiempo inmemorial.