La luz era ya un resplandor que nos envolvía. Supe que estaba a punto de atravesar la última frontera, de penetrar en lo eterno.Acaso de verme ante él.Ante Dios.Rodeado por todos mis felices parientes y amigos, con la misteriosa y bellísima Hazel guiándome con todos los demás, como si me conociera de toda la vida, pisé el umbral de la Eternidad.
¿Gotas? Claro. ¡ES SANGRE!Sangre, sí. ¿Por qué? ¿De dónde surge esa sangre?De súbito veo más. Veo como esos dedos sufren una extraña, incomprensible metamorfosis y se convierten, se transforman, ¡en las alas abiertas de un enorme murciélago, con pico!La melodía sigue sonando.Y el murciélago revolotea cruel, macabro, chorreando sangre por el pico y las alas.
Él se llenó de su imagen. Lamuchacha sonrió. Él se encogió de hombros. Derepente vio su propia imagen reflejada en el espejo que había a espaldas deJenny y se puso tenso como un cable. Una vez más el terrorenturbió sus ojos. La muchacha lo advirtió. Él deslizó los dedos entresus cabellos blancos.
El asesinato de Saint George Street fue un hecho tan sanguinolento comoruidoso. Ocurrió justamente al lado deun pub tan conocido y pintoresco como The George, queocupaba por entonces ya el número 180 de dicha calle. El crimen tuvo lugar en el número 178, por entoncesuna respetable y discreta casa de huéspedes, con una tienda de viejos librosusados en su planta baja. La circunstancia de que lavíctima del suceso fuese una mujer, y una mujer muy atractiva, por añadidura,prestó mayor sensacionalismo al hecho. La prensa «amarilla» de Londres,bastante numerosa a la sazón, hizo su agosto en pleno invierno, como a algúnchistoso poco imaginativo se le ocurrió comentar, con las ediciones especialesdedicadas al horrible suceso. Lo cierto es que losilustradores de la época, conocedores del gusto de su público por lainformación espeluznante, llenaron las primeras planas de semanarios de sucesosimpresos en papel amarillo con dibujos realmente estremecedores allí donde laincipiente fotografía no llegaba con su realismo más prudente y sosegado.
Y entonces les vio el rostro y chilló horrorizado porque eran monstruos descarnados que no podían estar allí.El hombre lanzó un tajo con la espada. Oyó el silbido del acero y, de modo instintivo, apretó el gatillo.El tremendo estampido de la pistola retumbó en el silencio igual que un cataclismo, pero la aparición no cayó.Apenas tuvo tiempo de asimilar el terror, de captar la horrible realidad, antes de que la espada cayera sobre él como un rayo.
Y es como si ella desapareciera, se alejase en la oscuridad sin fin, hasta fundirse con las tinieblas de un más allá que no distingo, pero que adivino. Entonces concilio el sueño con más tranquilidad. Me duermo profundamente, aliviado y sereno. Pero a veces, implacablemente, la sombra de Aysgardfield vuelve a mis pesadillas. Y yo vivo otra vez, en ese sueño inagotable y repetido, un retorno imposible al lugar al que sé que ya nunca volveré realmente mientras viva.
En el espacio de unoscuarenta años, muy pocos desde luego, el satanismo se ha convertido en unaespecie de pájaro infernal cuyas alas se extienden a todo lo largo y ancho deGran Bretaña. De núcleo dedicado en exclusivaa un pequeño número de individuos excéntricos y pervertidos sexuales, ha pasadoa constituir una amplia red nacional —con miembros procedentes de cualquier yde todos los estatus sociales—, una peligrosa organización que se desarrolla conalarmante celeridad.
El espantoso personaje que, erguido ante una especie de altar de sacrificios central, consistente en una piedra redonda y lisa, igualmente empapada de rojo oscuro, permanecía con un hacha en la mano, una negra caperuza de verdugo medieval tapándole la cabeza, y las ropas de un joker de la baraja, o del diablo del Tarot, vistiendo su figura.Ella estaba sobre el altar, sujeta con cadenas, desgarradas sus ropas hasta mostrar semidesnuda su espléndida figura, aterrada, con los ojos dilatados fijos en su verdugo, parecía esperar la terrible tortura o la muerte por decapitación a manos de aquel monstruo. Ahora, la joven no mostraba la menor señal de indiferencia o docilidad. Estaba invadida por el pánico y el horror.
Las tres mujeres se arrojaron sobre el cadáver como bestias hambrientas y empezaron a sorber la sangre que salía a borbotones de la espantosa herida causada por el machete. Wilkins, horrorizado, vio una vez levantar el rostro de una de las mujeres y emitir una sonrisa infernal, con la cara manchada de rojo, mientras sus ojos despedían destellos de satisfacción producida por aquel macabro banquete.Wilkins se sentía asqueado y también aterrado. ¿Cómo era posible que se produjeran casos de vampirismo en pleno siglo XX y, con toda seguridad, a poca distancia de un centro habitado?¿Vivían aquellas horribles arpías en la casa que se veía al otro lado?Wilkins no pudo seguir haciéndose preguntas. La cabeza le dolió repentinamente.Era un dolor intensísimo, que le hizo ver millares de chispitas luminosas delante de sus ojos. Pero muy pronto se hizo todo oscuridad y silencio a su alrededor…
Están practicando mi autopsia.Dios mío, con qué fría indiferencia, esos hombres que rodean la mesa hunden su serrucho en mi frente y comienzan a serrar. El hueso de mi bóveda craneal comienza a chirriar, herido por los dientes de acero, a medida que se levanta la piel de la frente en un perfecto círculo en torno a la cabeza, como quien corta con sumo cuidado la cáscara de un huevo duro reposando en su huevera.El sonido de la sierra manipulada por el ayudante del forense es estremecedor. Produciría escalofríos en mí, si no fuese porque soy yo quien reposa en esa mesa y quien sufre la acción implacable de la mutilación, rígido y helado, bañado en sangre el interior de mi cráneo, que ahora otro ayudante abre en dos, lo mismo que un fruto maduro y pulposo, depositando sobre la cabecera de la mesa de la Morgue, tan fría y rígida como yo mismo, la parte superior del cráneo, conteniendo en su cuenco de hueso sanguinolento la mitad de mi masa encefálica.Y no han hecho más que empezar.
Bien, podríamos decir que hay ciertas células de animales inferiores que contienen elementos indispensables para la protección de la epidermis humana, lo cual, una vez hallados dichos elementos y aplicados en la proporción adecuada, podría proporcionar al ser humano una protección casi absoluta contra toda clase de enfermedades.
Para de pronto, bestial ysádicamente, clavar las agudas puntas una y otra vez, de manera alternativa, enlos ojos de papel, en los ojos que se reproducían en la portada del libro. Consaña. Babeando, casi, de aberrante placer. De morboso éxtasis. Cada vez que laspuntas agudas, finísimas de las tijeras, bajaban con desesperación paraincrustarse en uno de aquellos ojos, algo muy parecido a un gorgoteo febril, deansiedad y locura, se gestaba en la garganta del cuerpo y estallaba al instanteen sus labios.
Altivamente, conteniendocuanto le era posible el llanto que pugnaba por saltar de sus límpidos ojoscelestes, la muchacha dio media vuelta, ondeó su rubia melena con el movimientode cabeza, y su figurita esbelta y juvenil se alejó, taconeando con firmeza,camino del jardín donde dio rienda suelta a su disgusto, y se cubrió el rostrocon ambas manos para poder sollozar tranquila. Fue en ese instante, nunca loolvidaría ya mientras viviera, cuando el horror se hizo presente por primeravez en su existencia. Un horror sin límites que iba a perseguirlainexorablemente hasta más allá de todo lo imaginable, hasta las fronterasmismas de la angustia y de la muerte.
—Digo, que uno a uno iré matándolos, exterminándolos. Sí, detesto, aborrezco, odio desesperadamente a los hombres que me aman… Ellos, los que decían amarme, han condenado a mis padres a galeras… No ha habido piedad para ellos, y ya nunca más volveré a verlos… Por eso, en venganza, he jurado matar una y otra vez… Primero les dejo enamorarse —Raquel empezó a reír de un modo diabólico— luego me muestro apasionada con ellos y finalmente, cuando ya no desconfían, los mato…
—¿Los matas? —Y Bill sudaba cada vez más.
—Sí… Sí… —Ella seguía riéndose—. Pero aquí en Mesley, quiero hacerlo de una forma original, y por eso necesito de ti, de tus utensilios de trabajo…
—¿De mis utensilios de trabajo? —repitió—. No te comprendo… Todo esto es un puro desvarío… ¿Qué es lo que dices…?
Y Raquel especificó:
—Necesito la sierra…
Estaba en aquellos instantes bajo las ramas de un árbol, y el tupido follaje peinaba su cabeza. Acababa de sentir un extraño roce. Aunque podía tratarse de las hojas, no era eso. La diferencia era notable. Por eso, porque el motivo podía ser grave, se había quedado como paralizado. Desde luego, reaccionó en el acto. Conocía lo suficiente aquellas tierras, sus traiciones y sus celadas, y sabía que unos instantes de demora podían ser su perdición. Dio unos pasos y apuntó hacia el árbol, hacia lo alto. Había arrojado la pequeña maleta, algo enteramente inútil, engorroso e incómodo, en aquellos instantes llenos de tensión.
Entonces apareció un bisturí. Un brillante y afiladísimo bisturí, que suplantó a la pistola automática, con silenciador, en aquella mano asesina.
Apareció, también, un pequeño saco.
Poco después, el bisturí se acercaba al cuello de Jeff y sin flaquear en modo alguno, empezaba a cortar el cuello de derecha a izquierda, de un extremo a otro.
Pero Jeff no estaba aún enteramente muerto y ante el corte incisivo del reluciente acero, se agitó, dio una sacudida, abrió los ojos y desorbitó alocadamente la mirada…
Esto sí fue, realmente, lo último que hizo. Murió en aquel momento.
Momento que no respetó el bisturí, que siguió su aterradora faena hasta llegar al final que se había propuesto.
Y el final era separar por entero, por completo, aquella cabeza de aquel cuerpo.
Volvió a sentir el ruido de unos pasos… Éstos, ahora, se alejaban. Alguien estaba abandonando la habitación.
Y si sólo estaban el muerto y ella, y si ella seguía en el sillón, ¿quién era el que se alejaba…?
Sólo podía ser el muerto.
Se levantó del sillón, aunque temblándole tanto las piernas, que apenas podía tenerse en pie. A pesar de su pavor, alargó las manos y avanzó, tanteando en la oscuridad.
Se dirigió hacia donde sabía que estaba el ataúd. No, no tardó en dar con la madera. Y entonces, superando su alzada, metió las manos dentro…
Necesitaba saber si allí seguía el cuerpo frío y sin vida del abuelo.
Pero sus manos dieron con el fondo del ataúd, sin que tropezaran con ningún cuerpo. ¡Allí dentro no había nadie!
Le dieron tentaciones de levantarse y de ir a despertar a Natalie. Pero no, no lo hizo. La pobre bastante tenía con sus auténticas preocupaciones, para que ella fuera a inquietarla aún más con sus extrañas figuraciones.
Cuando se hubo acompasado su pulso, apagó la luz y volvió a tenderse de nuevo en la cama. Pero siguió con los ojos abiertos, más desvelada cada vez.
En eso, entre las sombras vio surgir de nuevo sus medias, que se habían elevado del suelo, de donde ella no osó tocarlas, y ahora parecían flotar en el aire.
Estuvo a punto de gritar. Pero no lo hizo porque el susto le agarrotó despiadadamente la garganta, impidiendo que ningún sonido pasara por allí.
Agudizó la visión y vio que unas manos negras, enguantadas, eran las que sujetaban una de sus medias de nailon. Sólo una, la otra había vuelto a caer al suelo. Tras esas manos, una silueta también negra. Toda negra. Incluso el rostro era negro, porque lo llevaba cubierto con un pañuelo, en el que sólo surgían dos agujeros, los de los ojos.
Pero cuando llegaron a la cuna del niño…
Cientos y cientos de ratas la habían invadido, y se habían lanzado, voraces y roedoras, sobre la indefensa criatura. Una criatura que ya no lloraba. Una criatura de piel fina, blanda, que olía a leche de la madre, y que estaba resultando un festín de excepción.
Cuando el padre cogió la escoba y a bandadas consiguió sacar a las ratas de allí, a lo que monstruosamente se resistían, el cuerpo del niño ya no se movía.
En realidad, casi ni cuerpo existía ya. ¡Había sido roído de un modo tan horroroso, tan infernal, por tantos y tantos lugares a la vez!
¡Era sólo un trozo de carne ensangrentada, que ni párpados, ni ojos, ni naricilla tenía ya!
La madre lanzó un grito de horror, un alarido de espanto, que se oyó en más de un kilómetro a la redonda.