—¡Calla! ¡Estás borracho!
Las irritadas palabras de Leo Kerr sonaron como trallazos, dominando la algarabía de la taberna en la que hombres y mujeres charlaban y bebían, sin prestar atención a lo que no fuesen los propios problemas, derivados en parte de vicios y carencias económicas.
En el establecimiento congregábanse todas las noches los que por desarrollar sus actividades en el puerto no se alejaban de él ni en las horas de descanso, cual si las turbias aguas les atrajeran con un secreto poder. En torno a descargadores, marinos y obreros, numerosos seres de ambos sexos, favoreciendo desviadas inclinaciones con olvido de la moral y la ley, iban resolviendo los angustiosos problemas de la diaria subsistencia.
Innumerables hombres y mujeres había conocido Nick Barton en sus veinticinco años de azarosa existencia. A muchos los había olvidado ya; de otros conservaba clara memoria. Si todos estos seres que pasaron por su vida se hubieran incluido en una ordenada lista de preferencias, el primer lugar lo habría ocupado, sin disputa alguna, Linda Kane, la maravillosa criatura que trabajaba de cajera en el «Boni’s», el bar de la esquina, y el último, su odioso y reciente galán, Donald Farrell.
La chica, descendiente de armenios, poseía un rostro descarado de ojos negros muy vivos, con la nariz respingona.
Se llamaba Dy; por lo menos, nadie la nombraba de otro modo, y había que reconocer que el corto diminutivo encajaba a la perfección en su físico, ligero y de una viveza de ardilla.
Su aguda voz solía dispararse muy aprisa, como el gorjeo de un pájaro, y habría sonado armoniosa sin las estridencias y desgarros de que a veces hacía gala cuando la muchacha se sentía acalorada, suceso bastante frecuente, por desgracia.
En ocasiones Bill Seton se daba a todos los diablos y la llamaba al orden, pero Dy no se mordía la lengua.
—¡Maldita avispa! ¿Callarás de una vez?
El agente de policía y veterano de la II Guerra Mundial Theodoro W. Martin, un nada amable (y sí muy realista) tipo duro que anda por ahí abofeteando damiselas sospechosas y corredores de apuestas, y que decide vengar la muerte de su amigo Corrigan (otro veterano, además de pintor reconocido —y manco, tras la guerra—, que se metió en asuntos turbios).
Un camionero, en un parada de carretera es abordado por una mujer. A partir de ahí, el apellidado Kane se ve mezclado en una turbia historia donde lo secuestran, golpean y su compañero de viaje, que en teoría quedó a la espera, borracho, en una población anterior, aparece muerto en el compartimento de carga. El personaje comenzará una huida de la policía para demostrar su inocencia y descubrir el motivo de todo lo que acontece.
Todo empezó con una carta.
Cuando el viejo Jossie me entregó el largo sobre de color crema con una escritura irregular y precipitada, me pregunté, perplejo, de dónde conocía yo aquella letra. Pero el remitente, en el lado posterior del sobre, se reducía a un membrete en tinta azul y relieve: «Hotel Frontera. EL PASO».
Me senté junto a la ventana de mi despacho, y lo abrí. Contenía un pliego de papel de idéntico color y clase que el sobre. El texto, breve y casi áspero de puro incisivo, apenas ocupaba una quinta parte de su superficie.
El profesor Hans Hummel se puso perezosamente en pie y se quedó contemplando el gráfico del muro, donde aparecía, detallado en toda su amplitud y asombrosa organización, el nuevo centro de investigación atómica del Gobierno inglés.
En realidad, el aspecto físico del profesor hacía difícil imaginar que aquel hombre fuese una verdadera eminencia en el terreno de la Física nuclear, y que nadie, en Europa, sabía lo que él acerca de tan fundamental rama científica.
Hummel, alemán de nacimiento, pero eficaz combatiente antinazi en la Guerra Mundial, ahora prestaba sus servicios a los aliados, especialmente a los laboratorios británicos.
—Por favor, no me interrumpa. Lo que he de decirle es algo de suma importancia. Dentro de media hora se detendrá cerca de su oficina uno de los autocares que se dedican a mostrar la ciudad a los turistas. Le he reservado dos plazas. Una para usted y otra para su secretaria. A las nueve en punto de la noche apéense en Nidda Strasse y caminen hasta la confluencia de dicha calle con la de Moselstri Windmühl. En una de las casas que hacen esquina se cometerá el asesinato de un súbdito americano. Obedezca todas mis instrucciones.Paul Larmon, al notar que su invisible comunicante hacía una pausa, preguntó con avidez:—¿Quién es el que habla? Necesito saber su identidad o no haré lo que indica.—Peor para usted —fue la seca respuesta—. Morirá un compatriota suyo. Será inútil que avise a las autoridades. En Jefatura no darán crédito a su denuncia y si lo hicieran…
Aquella mañana de mayo en que Dan Maculay transpuso la puerta de la penitenciaría, después de cinco años de confinamiento, pudo experimentar lo que cualquier mortal sentiría si le fuera concedida la facultad de nacer con uso de razón.
Dan volvió al mundo ese soleado día, descubriendo por vez primera en su vida la belleza de los verdes árboles, el vuelo de los pájaros y la línea infinita del horizonte sin tapias de ladrillo ni límites de hierro.
Anduvo extasiado por la calle, contemplando con infantil arrobo los brillantes escaparates, el rodar de los coches y el bullir de la vida a su alrededor en mil diferentes formas y cosas.
Oí un golpe seco al dejar mi interlocutor el auricular sobre una mesa. Unos pasos sonoros, huecos, se alejaron por algún largo corredor del presidio. Aguardé, tenso, sin respirar casi. Miraba al ventanal abierto, en el que un soplo de aire cálido agitaba levemente las cortinillas. Más allá, la ciudad. Inmensa, salpicada de luces, como un reflejo del cielo cuajado de estrellas que la cubría. También aquellas luces parpadeaban, giraban, cambiaban de colores.
Frankie Farrell sacó su petaca de mal whisky, echó un trago, después otro, e hinchó el pecho con aire de héroe legendario. Se dijo que si ahora no se atrevía, no se atrevería nunca. Un hombre con sólo media botella de whisky en el estómago puede, incluso, vacilar en tales circunstancias. Pero cuando la primera petaca se ha agotado y uno la emprende con la segunda, no hay duda que valga. Así, Frankie Farrell lanzó un suspiro muy fuerte, tapó de un manotazo el manantial de su valor y se lanzó al ataque.
Pierre Montal, mejor conocido por «El Gato», examinó unos instantes la casa silenciosa. Una luz salía por las ventanas a la derecha del piso bajo, pero el resto de ella parecía sumido en las sombras. Alrededor, los árboles del jardín aumentaban la sensación de soledad. Y, no obstante, al otro lado se deslizaba la carretera Cannes-Niza siempre llena de tráfico, especialmente en aquella estación.
Aún tenía queaguardar cuarenta minutos. Le agobiaba aquella espera lenta, enervante,mientras el viejo, allá dentro, tal vez había caído para siempre bajo el plomodel mayor Barrows. Lyne llamaba familiarmente «el viejo» al inspector, aunqueéste no lo fuera tanto como para merecer el calificativo. Llevaban muchos añostrabajando juntos y para Lyne, la policía empezaba y terminaba en el inspectorSanders. Los numerososagentes que rodeaban, a prudente distancia, el chalet donde se refugiaba elmayor Barrows, permanecían inmóviles y en silencio, esperando. Todo se reducíaa esperar. Transcurrieronotros diez minutos. Arreció el viento, empujando algunas nubes que abrieron en el cielo pequeños espacios estrellados. La lluvia, en cambio, había cesado casipor completo.
Richard Miles, aferrado al volante, sentía como el corazón se aceleraba en su marcha y, al enviar la sangre con rapidez a sus venas —poderoso motor del organismo—, un fuego extraño le dominaba, enrojeciéndole. Como en otras ocasiones, duros momentos emocionales, hubo de parpadear con fuerza. La carretera que enlazaba Sing-Sing con Nueva York comenzó a desdibujarse, y el chófer, con un gemido de impotencia, luego de una hábil maniobra, detuvo el lujoso automóvil, un «Ford Zephyr Zodiac», de seis cilindros y 2262 centímetros cúbicos, ganador en 1953 del Rallye de Montecarlo.
Terry Allyson estaba cansada.
Había sido una noche de mucho trabajo. Todas las noches se trabajaba en el «Merlinʼs», pero aquélla aún fue peor. El homenaje a Lena Barrett había sido un éxito, y aquello todavía resultó más perjudicial para las sufridas coristas del local.
Porque Terry era, ni más ni menos, una corista del popular «Merlinʼs», del Washington Boulevard, una chica más entre las lindas bailarinas del « night-club » más frecuentado de Chicago.
Sir Percival Macomber, quinto Barón de Blandford, Conde de Leicester, Caballero de la Orden de Saint-Albano, y otra serie de minucias que ahora no vienen al caso, se hallaba aquella noche en el «pub»({2}) de «La Ballena Sin Dientes», contando sus tribulaciones al propio señor Jones, propietario del establecimiento, que, con los brazos en jarra detrás del mostrador de estaño, escuchaba a Sir Percy con el gesto entre aburrido y resignado, que se suele esbozar cuando la radio del vecino toca esa canción que no nos gusta.
La mujer salió del edificio, después de contemplarse, a la luz del portal, en un espejo de mano. La noche se cernía sobre la primavera romana, trayendo en el aire perfume de flores. La brisa del río se esparcía refrescante por la ciudad. Era agradable salir a pasear. Comenzaba a sentirse el calor, al acercarse el verano. Roma disponía a enfrentarse con la temporada estival, pero recibía con agrado aquella frisca brisa.
Cuando, al cabo de una semana, abrí por vez primera los ojos para tropezar con una preciosa enfermera, pensé, volviendo a entornar los párpados, que debía estar pasando el período más soñador de alguna magnífica borrachera. La voz de ocarina del teniente Fulton vino a zambullirme de lleno en la realidad. Yo, cuando celebro «alguna», no acostumbro a soñar en hombres, y mucho menos en el podenco de Fulton que, desde que a su lado consumí mis mejores años en calidad de guardia raso, no es santo de mi devoción.
Tres veces le salió aquella mujer al paso. Y las tres, la muerte aleteó en torno al corresponsal de guerra norteamericano, Kid Stiwell. La primera fue en los arrabales de Nápoles, recién caído en poder de los aliados. Una multitud famélica y aterrorizada, les salía al encuentro saludándoles histéricamente. El fragor de cadenas de los tanques, el rugir de los motores, quedaba ahogado por aquel impresionante ulular de millares de seres que parecían surgidos de un mundo de pesadilla.
La base de Pearl Harbour yacía bajo el humo del ataque japonés. Aún no habían callado los estallidos de las bombas ni el ronquido de los motores de los ceros{1}. Desde el puerto, se alzaban las llamas que prendían en los buques. La multitud horrorizada, corría de un lado para otro, mientras las defensas recién improvisadas intentaban repeler la agresión. Los heridos eran retirados y los muertos se conducían al hospital, entre el desbarajuste de lo sucedido.