La bala abrió un pequeño orificio estrellado en el cristal y destrozó un jarrón de porcelana situado sobre una consola, haciéndolo volar en mil pedazos.
Respingué. No lo pude evitar. Por muy bien templados que uno tenga los nervios, no se puede sino pegar un salto en el asiento cuando, sin previo aviso, alguien le dispara un tiro y la bala pasa a menos de un metro de distancia.
La mujer me dijo:
—No tema, señor Glengan. No le disparan a usted. —Tomó un sorbo de su refresco con toda tranquilidad y luego, levantándose de su silla, se acercó a un cordón que pendía de la pared, al cual dio un par de tirones.
Los que vieron pasar los dos coches por la aldea, camino de la frontera, sonrieron, sabiendo que pronto estarían de regreso, rechazados por la nieve.
Hacía ya dos días que la carretera estaba interceptada. Los que iban en los dos coches no podían alegar ignorancia, pues habían tenido ocasión de leer varios avisos en el camino.
Ya era de noche cuando los dos vehículos se detuvieron. Podían seguir unos cuantos kilómetros, pero no parecía ser lo difícil del camino lo que les había impulsado a detenerse.
Fuera de la carretera, perdida entre los árboles, había una cabaña en cuyas ventanas se veía luz. Los dos coches habían quedado en sentido transversal, de cara a la cabaña. Y encendieron los faros, para apagarlos en seguida.
El hombre que me abrió la puerta de la archilujosa mansión, tenía estampada en el rostro y en su aspecto personal la profesión. Podría haberse puesto sobre el pecho un cartel: PISTOLERO; el resultado habría sido el mismo. Se conocía a la legua lo que era. O quizá esté mejor dicho lo que había sido.
En el continente americano habían hecho tres escalas, a simple vista un poco absurdas. Primero, en un aeropuerto costero situado muy al sur, adonde llegaron con los depósitos de combustible casi vacíos. Había aeropuertos más propicios para repostar. De allí, inmediatamente volaron hacia el interior. Y otro aterrizaje, este aparentemente innecesario, en un insignificante aeródromo casi en la divisoria de Bolivia y Brasil.
Estaba apoyada en el farol de la esquina, con un cigarrillo apagado entre sus labios gruesamente pintarrajeados de rojo. Vestía una blusa blanca de algo parecido a la seda, cerrada hasta arriba, sin mangas, y una falda negra, abierta en el costado izquierdo hasta bastante más arriba de las rodillas. Del hombro izquierdo le pendía un bolso negro de plástico, imitación al cuero, y se calzaba con unos zapatos de inverosímil tacón, de un tipo ya algo anticuado, sujetos a los tobillos por unas correíllas del mismo material.
La persecución había empezado. El automóvil era el único medio que tenía para escapar de los hombres que me perseguían. No podía utilizar el ferrocarril, ni el avión y ni las líneas de autobuses que atraviesan la nación de parte a parte, ya que todas las estaciones y aeropuertos estarían vigilados por los innumerables tentáculos de aquel colosal pulpo de cuyas garras trataba de escapar.
La vi por primera vez al abrir los ojos después del accidente.
Estaba en pie, a unos pocos pasos de distancia del lugar en que yo me hallaba tendido sobre la húmeda hierba del prado vecino a la carretera. Me miraba fija, quietamente, sin hacer el menor sonido, silenciosamente asombrada de encontrar un hombre en aquel lugar.
Pese a mi aturdimiento, pude captar en pocos instantes los menores detalles físicos de la mujer. Era elevada de estatura, muy hermosa, de formas llenas y armoniosas, ojos muy azules, labios rojos y carnosos, y cabello rubio ceniza, color natural por lo que más tarde pude juzgar. El cabello era muy largo y le pendía suelto por los hombros y la espalda, cayéndole como una cortina de hebras metálicas desde la cabeza.
Al oír el zumbador, levanté la vista del libro que estaba leyendo y apreté dos botones, uno tras otro. El primero accionaba el mando de apertura de la puerta. El segundo... Bien, dentro de unos instantes lo sabrán ustedes. Puse una señal en la página del libro, lo cerré y me puse en pie, justo en el momento en que una dama penetraba en el aposento. Era una mujer espléndida, una mujer en todo el sentido de la palabra. Alta, de cintura de avispa y cabellos negros como el ébano, dejados caer en ondulante cascada a lo largo de los hombros, redondos y perfectos.
El río corría a poca distancia. Bajo la intraspasable bóveda de la selva, el ambiente estaba sumido constantemente en una vaga penumbra que aun en las horas más fuertes de luz del día semejaba la proximidad del ocaso. Las aguas del Hka corrían mansamente, negras, casi aceitosas y sin un susurro, como si fueran también jarabe. Una barca remontó la corriente. En la popa, un birmano movía la pértiga. Su mujer, con un crío en la espalda, estaba acuclillada cerca de la proa, limpiando el arroz que constituía, con algunas migajas de pescado seco, su nocturna colación.
En su silenciosa inmovilidad, poseía la helada belleza de la muerte. «Caronte» Smith mantenía levantada una punta de la sábana para que Jay Armand pudiera contemplar mejor aquella belleza. Smith era el vigilante de la Morgue o depósito de cadáveres, y Jay Armand un joven periodista.Aun después de muerta conservaba plenamente su magnífica hermosura. Yacía con los brazos a lo largo del cuerpo, bello y blanco como una estatua de mármol modelada por Fidias, y los negros cabellos recogidos bajo la cabeza. Tenía los ojos cerrados y en sus labios, que apenas habían perdido el color, parecía flotar una débil y enigmática sonrisa.—¿Se sabe quién es el asesino? —preguntó Armand en voz baja, como si le doliera quebrantar aquel silencio.>El vigilante sacudió la cabeza.
Al llegar al hotel, se dispuso a darse un baño. Creía tener tiempo. Hasta la hora de la cena no se entrevistaría con el superior. Pero aún no había abierto las maletas, sonó el teléfono. Era el jefe, citándole en un club situado en la misma manzana en que se encontraba el hotel. Renegando, Drek cambió de traje y se encaminó al establecimiento donde el superior, el inspector Rowe, lo había citado.
El Tío Sam puede ser muy benigno en algunas cosas, pero en otras es inflexible. Por ejemplo, en la declaración de impuestos. Ahí sí que no valen trampas. Uno ha de poner en el impreso hasta los diez centavos que se gastó en un paquete de maní el día en que se fue a ver un partido de béisbol, o de lo contrario ya te tienes a los agentes del fisco encima, huroneando en tu vida hasta descubrir lo que hiciste con el medio dólar que te dio la señora Parrish cuando tenías seis años por ayudarla a limpiar el jardín.
La playa apenas si merecía el nombre. Había más rocas que arena y a pocos metros del borde del agua, la tierra se elevaba hacia lo alto en unos abruptos acantilados rocosos de muy difícil ascensión.
Todo ocurrió de modo tan rápido e inesperado, que cuando los pasajeros del bimotor de transporte quisieron darse cuenta, el desastre ya estaba consumado. Después del aterrizaje forzoso en aquel claro de la jungla, del horrible concierto de crujidos y estallidos, se hizo un hondo silencio en el interior de la cabina de pasajeros. Una hora antes, el avión había despegado del aeropuerto de Manaos, capital del Estado de Amazonas, en el Brasil, con rumbo a Georgetown, capital de la Guayana británica. Las previsiones meteorológicas anunciaban la ruta despejada durante las próximas doce horas.
A los seis días de estar en Roma, todavía no había establecido contacto con el inspector Nover, su jefe inmediato, en su nueva misión en Europa. Que la misión era en Europa fue lo que le dieron a entender en Washington, apenas llegó al Departamento, procedente de Thailandia.
Otro relámpago incendió de verde el interior del almacén. Leib Rodner tuvo el tiempo preciso para ver al culi tras unos fardos de hierba lalan. Desenfundó rápidamente la pistola, cuando alguien se le acercó: —¡Comandante! ¡Creo que nos siguen! Era el sargento Loew. Y Leib ahogó una maldición. La aparición del subordinado hizo que perdiera unos segundos preciosos. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde. No pudo hacer otra cosa que extender los brazos de manera que con ellos alcanzase al sargento y al soldado malgache que se acababa de situar a su derecha. —¡A tierra!
Estaba sentenciado. Y lo sabía. Tenía que morir. Ahora luchaba por evitarlo. Pero íntimamente, sabía que existían noventa y ocho probabilidades contra dos, muy escasas y problemáticas, de que tal empeño terminase en la nada. En la misma muerte que pugnaba ahora por eludir con todas sus fuerzas, rabiosa y desesperadamente. Lemmy Hawks sabía hasta dónde podía llegar en su empeño.
Tom Lawton fumaba tranquilamente. No tenía trabajo y ya empezaba a aburrirse. Había nacido para luchar, debido a su prodigiosa vitalidad. La inactividad hacía daño a su organismo. Ya habían transcurrido tres meses desde que recibió su nombramiento de inspector del Servicio Secreto. Se debió a los méritos contraídos en su labor. A pesar de su juventud, se le consideraba como uno de los inspectores más inteligentes y decididos.
La miró con los ojos entrecerrados, mientras ella avanzaba entre las mesas. Era bella, atrayéndole su forma de andar, el modo de mover sus caderas. Su talle formaba una línea ondulante, movediza, atrayente. Donald Maxwell dejó escapar un imperceptible suspiro y se levantó. Como siempre, era incapaz de resistir a unos encantos femeninos. Audazmente se colocó delante de la joven, mirándola a los ojos, verdes y atrayentes. —Es un placer conocer a una beldad como usted. —Donald se inclinó ligeramente—. ¡Confío que no estará usted acompañada! —Pues sí, estoy acompañada. —Me causa una terrible desolación. ¿Quién es el afortunado mortal?
Helen Beslier contempló a su amiga sonriendo. Esta había levantado la mirada al techo, adquiriendo una actitud soñadora. En aquel momento era sincera, pero ella tenía la seguridad de que saldría de su error en cuanto encontrase al hombre capaz de hacer latir su corazón juvenil.