Abrió la mujer del doctor. El que había llamado era un hombre joven, bien parecido, que vestía de vaquero. —¿Aquí tienen a un averiado del rodeo que se efectuó en este pueblo hace unos días? La ligereza con que lo preguntaba sorprendió a la mujer. —¿Cómo ha dicho? El vaquero sonrió. —Perdone… Me refiero a uno que se hirió en la monta de potros… Llegué ayer al pueblo y enseguida salí hacia el rancho del señor Fedder. Tenía que comprarle unos sementales de vacuno y me he enredado seleccionando potros… Allí me han dicho lo que ocurrió en el rodeo. ¿Puedo ver a ese joven?
Todo el mundo ha oído hablar del célebre Union Pacific que une la nación norteamericana de Este a Oeste en una extensión de varios miles de millas, pero no todo el mundo sabe las fatigas, las intrigas, los intereses creados que se mezclaron en el proyecto y en el tendido, hasta verlo culminar en una hermosa y útil realidad que estuvo a punto de malograrse pese a la férrea voluntad de un hombre de bien, que puso su inteligencia, su voluntad y cuanto se podía poner sin egoísmos personales al servicio de esta grandiosa obra. Este hombre fue el célebre general Dodge, a quien el presidente Lincoln nombró ingeniero jefe de la línea, conociendo sobradamente las aptitudes y la honradez del aludido general.
Ni siquiera con el gesto saludaron al administrador del hotel. Los tres individuos daban la impresión de estar pisando terreno sometido. Uno se acercó al mostrador y cogió el libro donde figuraban los huéspedes. En seguida encontró el nombre que buscaba: Belk Landay. —Ocupa la ocho —dijo a los dos compinches.
La pequeña pero temible cuadrilla de Art Morris, más conocido por el sobrenombre de Seis Dedos, pues la naturaleza le había dotado de uno extra en su mano derecha, penetró suave y tranquilamente en el poblado. Los caballos presentaban un estado lamentable debido al polvo y al barro que portaban, señal de que habían galopado por lugares difíciles, y los jinetes también presentaban señales inequívocas de haber pasado por momentos poco tranquilos. Los cinco miembros de la cuadrilla eran tipos impresionantes y no porque todos fuesen grandes y gruesos, ya que en realidad el único que podía ser considerado como un regular gigante era Art, el jefe; los demás eran tipos normales en cuanto a estatura y peso: oscilaban entre las ciento cincuenta libras y su estatura alcanzaría el metro ochenta.
La carreta y las bestias quedaban a unos ochenta metros de distancia, junto al camino, que pasaba algo apartado del río. Pronto pudieron oírse las risas y las bromas de los bañistas, que se divertían alegremente echándose agua unos a otros. El río de aguas claras y transparentes, alcanzaba en aquel lugar una profundidad media de un metro.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Albert Dorsey se preguntaba, atónito y horrorizado de sí mismo: “¿De dónde puede salir tanto disimulo? Se encontraba en uno de los momentos que consideraba más difíciles de su ajetreada vida. Y no por el cansancio de tantos días de cabalgar de un lado a otro, unido a aquel grupo de individuos. Cuando pidieron a Albert que se uniera a ellos, el jefe de la pandilla, John Leach, pareció sincero: —Nuestra misión es provocar estampidas… De vez en cuando, asaltar algún transporte de mineral. Te hablo muy claro porque sé que puedo hacerlo contigo. No vamos a perjudicar a gente que merece respeto. Atacaremos a cuadrillas que obedecen a una organización dedicada al robo.
Lie GRANGER no realizó ninguna buena acción al abandonar a su mujer y su hijo para buscar oro en Californio, a donde nadie le había llamado Lie sabía que, de los que emprendían aquel camino, lo mitad volvían ricos, y la mitad muertos. Y él, claro está, soñaba con engrosar el número de los ricos. Pero engrosó el de los muertos.
Ningún lector se sorprenderá ante esto, pues es sabido, que entre los fiebres y epidemias de la Humanidad, lo del oro, ha sido una de los que más víctimas ha causado. Pero que fuesen los propios compañeros de Lie los que matasen a éste ya no es tan frecuente. Y lo es menos que, años más tarde, su hijo supiese los nombres de aquellos dos asesinos.
DOS TENIAN QUE MORIR: Estas palabras pasaron a resumir la vida del joven Granger a partir de aquel momento. Sus pistolas siguieron implacables el rastro y todo su anhelo consistió ya en encontrar a la distancio del tiro, y sin obstáculos de por medio, a los dos que TENIAN QUE MORIR
A David Dahl le gustaba Katherine Hurst, aunque en realidad nunca se había detenido a considerar cuál era exactamente el encanto de la muchacha. Algunas veces, antes de asediarla de amores, la había encontrado vulgar. No era fea, eso no, pero tampoco una belleza como Lucy, su antigua novia… Reunía detalles muy destacables, algunas cosas aisladas que atraían; pero, en conjunto, no se explicaba qué era lo más sugestivo de su persona.
El gran pecado que Ray Simmons había cometido en su vida para verse acosado brutalmente en su persona y sus intereses, era el de no ser mormón y haber pretendido afincar en la tierra de los mormones, donde los gentiles como él ni eran bien vistos ni se les daba facilidades para su vida.
Ray, desdeñando cuanto había oído respecto a la hostilidad de aquellos sectarios y confiando en que, por estar situado casi en la raya de Arizona, allí apenas llegaría la influencia de los danitas adquirió un día por un precio muy razonable un rebaño de quinientas ovejas que le ofreció un californiano establecido en las faldas de la sierra de Beaver Dam, próxima al río Santa Clara y no lejos del poblado de este nombre.
Cuando un hombre se ha pasado diez años de los veinticinco que tiene, encerrado en una penitenciaría y Heva sobre su ánimo la imborrable impresión de un padre ahorcado y una infancia turbulenta y una acusación infamante, es poco probable que se emocione ante una sonrisa de mujer o que llegue a temblar ante la perspectiva de convertirse en una especie de chacal acosado, con su nombre expuesto en todas las esquinas con unas respetables cifras debajo.
Porque Ames, el hombre que acababa de salir de la penitenciaría, sintió cómo su fatal destino le empujaba a seguir el RASTRO SANGRIENTO dejado por sus propios pasos, rastro que él haría reverberar de nuevo, en sus locas ansias de extirpar hasta el último de sus enemigos.
Pero si no fué capaz de temblar ante semejante perspectiva, sí se emocionó ante la tentadora sonrisa de una mujer, la única de este mundo con quien jamás tenía Ames que haberse tropezado, porque era la propia hija del causante de su ruina...
He aquí una de las novelas del Oeste ante cuyo apasionante argumento no podrá el lector sustraerse, porque su intensa emoción llega a dominar los sentidos, obligando a devorar sin descanso, desde la primera a la última página de RASTRO SANGRIENTO, la historia más audaz y sobrecogedora de cuantas entretejen la historia del lejano Oeste.
Incluye aventura gráfica Hombres de acero.
Abilene era una ciudad tan celosa de su responsabilidad, que para evitar los riesgos de un linchamiento, muy fáciles a causa del exaltado temperamento de sus habitantes poco dados a esperar pacientemente la ejecución de las sentencias, que allí no se encarcelaba a nadie después de dictada una sentencia por el honorable John Franklin Smith. Inmediatamente se procedía a colgar a quien hubiese sido condenado a tal fin, con lo que ahorraban dinero al Estado, horas penosas al reo y posibles revisiones a la Justicia.
La fiebre del oro y las promesas de unos desalmados que trataban de apoderarse del fruto del trabajo ajeno, provocaron un temible caos en Edgmont, pequeño pueblo lindante con el territorio indio.
Prescindiendo del trotado que "Nube Rojo" había firmado con las fuerzas militares norteamericanas, se preparaba la invasión de los dominios indios. Para evitar la terrible VENGANZA INDIA, tres esforzados defensores de la Ley, tuvieron que exponer en múltiples ocasiones su vida ante la tenacidad de los que, ciegos al peligro, se dejaban conducir por la ambición.
Familias enteras iban a perecer en el loco intento, atraídas por el espejuelo de una fácil fortuna que, de existir, no les pertenecía, puesto que el Gobierno había reconocido como legítimos propietarios de los terrenos donde se rumoreaba existía oro, a los indios establecidos en aquel lugar desde mucho tiempo atrás. Pero, ¿podían comprende tales razones quienes habían puesto la confianza de un futuro feliz en aquella ilícita invasión?
VENGANZA INDIA. Un apasionante relato en el que se mezclan por igual las situaciones tensas y una emoción sin límites, es el número que hoy présenla la trepidante COLECCION BISONTE-EXTRA, ofreciendo con ello, al lector una de las mejores obras del gran M. L. Estefanía.
Aquella era una tierra alta y fría, abierta, solitaria y salvaje, donde el viento soplaba sin cesar. Una tierra de elevadas y abruptas montañas, bosques de abetos y manchas de álamos blancos en el fondo de los valles. A pesar de todo, un hermoso terreno. Jeff Bragg había conocido muchos lugares, primero como soldado en la guerra civil, más tarde como agente de la Ley. Prácticamente, las tres cuartas partes de territorio de los Estados. Pero era la primera vez que venía a Nevada. Ahora, mientras freía unas lonchas de carne de puerco salada y esperaba a que hirviera el café, contempló la aparición del rojo sol sobre la dentellada cresta de la sierra que el día anterior atravesara en la penúltima etapa de su viaje. Un viaje de mil quinientas millas que no había sido ni rápido ni agradable…
Fordscity dormía en la serenidad de la noche, bajo un techado de estrellas. Se asomaba en la vertiente de la montaña como acodada a un balcón, para contemplar la llanura. Era una ciudad pintoresca a la que se llegaba por un camino vecinal, empalmado con la carretera general que, desde la frontera mejicana de la Baja California, discurría hasta San Francisco y en la que imperaba la paz, cuando los vecinos dormían y no había tiros por las calles. La fundó —no se sabe quién— al parecer un puñado de aventureros dispuestos a ser dueños de algo. Construyeron viviendas, reunieron ganado, instalaron una cantina, con víveres y bebidas y, poco a poco, vino lo demás. Un Concejo municipal con el primer alcalde; un juez de paz, y algún tiempo después, un sheriff y un cementerio, porque en alguna parte había que enterrar, a los muertos, si había una reyerta y salían a dialogar las pistolas.