El día era caluroso cuando detuve mi viejo descapotable «Lincoln 55» en la Calle Mayor de Blakeville, frente a un rótulo que prometía felicidad para los sedientos. Cerré el gas, me eché las llaves al bolsillo y con el sombrero casi en la nuca y la chaqueta colgando del hombro izquierdo, crucé la acera y entré en el bar.
De verdad que no quería verme metido en más líos.
Conservaba aún mi licencia de detective privado, pero me había dedicado a vender extintores de incendios.
¿Han probado alguna vez a vender tal cosa? ¿No? Pues créanme, no prueben. Son difíciles de vender.
Cuando no hay incendio, no hay miedo de convencer a nadie de que su industria, su comercio, su estudio, se puede incendiar. Y naturalmente, no le compran.
Cuando hay incendió tienen preferencia los bomberos, que llegan antes y resultan más baratos. Y tampoco hay quien le compre a uno.
Si usted es capaz de vender extintores de incendios, podrá vender cualquier cosa. Pruebe y se convencerá.
Acabo de despertarme. Como todos los días, por supuesto. Pero esto, que parece una perogrullada, tiene más importancia de la que pueda parecer. Durante unos momentos permanezco inmóvil, con los ojos cerrados, en la agradable duermevela que precede a la vigilia. Dentro de unos momentos estaré en pie, listo para ducharme, desayunar y acudir a mi trabajo. Como todos los días, claro. De repente advierto una cosa. He terminado de dormir sin el auxilio del despertador. Trato de analizar el hecho. Suelo ser metódico en mis cosas, aunque no un robot humano, claro está, pero estoy casi seguro de haber dado cuerda al despertador por la noche, al tiempo de acostarme. Mi hora de despertar son las siete de la mañana; media hora de aseo y desayuno y media hora más para trasladarme al lugar de mi trabajo. Levanto la muñeca izquierda. Abro el ojo del mismo lado y miro mi reloj de pulsera. Marca las 9,01. ¡Diablos, mi patrón me va a poner perdido en cuanto me eche la vista encima! Oh, qué tonto; si hoy es mi primer día de vacaciones… ¡Eh! ¿Qué es esto?
CUANDO BASIL Dexter pulsó la palanca que marcaría en una cartulina alargada su hora de entrada, no podía pensar que le quedaba muy poco tiempo de permanencia en la fábrica como empleado de la misma. Lo empezó a sospechar minutos después. En el mismo instante en que Newman, el capataz, avanzó hacia él, enseñando sus dientes negros de nicotina. Sus sospechas no carecían de base. Basil Dexter se había despedido aquella mañana de Cicely a escasas yardas de la fábrica, como siempre hacía. —Hasta la tarde, Cis. —Adiós, Basil.
EL timbre del teléfono sonó mientras el doctor Quagley daba los últimos toques a la labor del día. La enfermera Finney, una mujer de edad indefinida y facciones angulosas, atendió la llamada. —Clínica del doctor Quagley… Oh, es usted, mistress Quagley. Un momento, por favor. Le pongo con su esposo. ¿Doctor?
Bing Harlan pensó que la rubia resultaba imponente. A la vista, no cabía duda que era así. La rubia estaba ya en el autobús cuando subió él, si bien no debía hacer mucho tiempo. Se hallaba próxima a la entrada y se aferraba a uno de los tirantes sujetos al techo.
Dennis había cumplido los veintinueve años; alto y de potente complexión, aunque la esbeltez de su cintura lo disimulase. Vestía con sencilla elegancia. Jack Neil parecía el extremo opuesto: tenía treinta y dos años, más bien bajo de estatura y delgado. Sus facciones eran irregulares, aunque de ellas se desprendía una expresión inteligente y simpática. Vestía de forma desastrosa; un traje nuevo en su cuerpo le daba una apariencia algo más presentable que la de un espantapájaros.
Cuando uno está sin trabajo, pueden ocurrirle dos cosas: que lo encuentre o que no lo encuentre. Si no lo encuentra, lo más que puede sucederle es ser acusado de vagancia, encerrado unos cuantos días en la cárcel por cuenta del municipio y luego expulsado da la ciudad. Si encuentra el trabajo, puede suceder que ese trabajo sea honesto, en cuyo caso no pasa nada; que no lo sea, y entonces, la policía empieza a molestarle a uno con preguntas tontas. Pero también puede ocurrir una posibilidad: que ese trabajo no sea honrado, pero que tampoco no lo sea. La verdad es que no sé cómo explicarme, salvo para decir que cuando uno halla un empleo de la clase última, se expone a verse metido de hoz y coz en una serie de complicaciones tal como para encanecer en veinticuatro horas cuando solo se cuenta un número ligeramente mayor de años.
El capitán Gaskell se pasó la mano por la barbilla, frotándosela con fuerza. Su mirada se posó en los rostros de sus dos interlocutores. Su expresión era francamente pesimista. —Lo confieso, estoy desmoralizado. —Animo, capitán —dijo el teniente Singer, sonriendo—. Lograremos salvar esta situación. Esos asesinos no lograrán continuar sometiendo a los habitantes de la ciudad por el terror. El teniente Singer contaba veintiocho años, siendo inteligente y animoso. El capitán Gaskell ya había pasado de los cincuenta años y sus escasos cabellos empezaban a encanecer. El sargento Bull tendría una edad aproximada, pero su cabellera era abundante y rebelde. Alcanzaba el metro noventa y su corpulencia le daba un aspecto obtuso. Nada más lejos de la realidad. Su astucia y experiencia le hicieron alcanzar cierta fama de temible entre los habituales delincuentes de la ciudad.
El hombre era de mediana edad y aspecto innocuo Vestía correctamente, aunque sin lujosas exageraciones en la indumentaria y tenía todo el aspecto de catedrático del Instituto provinciano, que esperase a la novia madura y sentimental. Ocultaba sus ojos tras unas gafas de color ambarino y en la mano derecha llevaba un ramo de flores que olisqueaba con frecuencia, haciendo gestos de placer cada vez que aspiraba su aroma.
Un alarido de muerte resonó en el silencio de la noche. La alarma quedó sembrada en la quinta de Robert Wade. Varias personas salieron de sus habitaciones apresuradamente, habiendo cuidado tan solo de cubrirse, sin preocuparse de su aspecto. Incluso las mujeres aparecieron tal como se encontraban al ser sorprendidas por el terrible grito. Algunas de ellas con los rostros cubiertos de maquillaje. El temor y la curiosidad habíase impuesto a la coquetería.
En una misma mañana, con una diferencia de minutos, iba a ver dos alardes de la Naturaleza, en tipos de mujer totalmente distintos. Esto no hubiera tenido nada de particular en Saigón, donde confluían los prototipos de todas las razas, pero sí en aquel puesto avanzado que con sus alambradas canalizaba el hormiguero que surgía de la selva.
El hombre estaba sentado en el borde de un pequeño acantilado, que caía sobre el mar desde una altura de cuatro o cinco metros. Las olas rompían mansamente contra las rocas, despidiendo espumas que olían a sal y a yodo. A lo lejos, el sol era una inmensa bola roja que corría rápidamente hacia su ocultación. Abstraído en sus pensamientos, el hombre, más bien un muchacho, ya que pasaba muy poco de los veinte años, arrojaba piedrecitas contra el mar, mientras una indefinible sonrisa, en la que se mezclaban diversos sentimientos —satisfacción, alegría, placer de haber realizado un duro trabajo—, flotaba en sus labios. Un objeto negro, triangular, surcó velozmente las aguas a Una docena de metros de la costa. En aquel lugar, el océano estaba relativamente tranquilo y había ocasiones en que su superficie parecía un espejo, que devolvía duplicada la imagen del astro rey en su ocaso. El muchacho cogió una piedra y la arrojó hacia el escualo, no acertándole por pocos centímetros. Indiferente, el tiburón, continuó evolucionando por aquellos parajes en busca de una presa fresca para su insaciable apetito.
La noche era espléndida. Y Mark Hudson se sintió optimista a pesar de que no había tenido un buen día en lo que a su trabajo se refería. Había pateado mucho, pero las ventas fueron exiguas. La cartera quedó en su pequeño apartamento y con ella el aparato de hacer demostraciones. Se trataba de un nuevo tipo de aspirador, más reducido, de menos consumo y que daba gran rendimiento.
Caminaba despacio, con la cabeza hundida entre los hombros, la mirada huidiza y un gesto extraño en el rostro. De vez en vez, se detenía para observar en todas direcciones, como si esperase a alguien. Solo entonces sus ademanes denotaban inquietud y sus facciones se crispaban en un gesto angustioso, desesperado.
Sentí deseos de correr, como si una fuerza superior a mí me empujase de manera incontenible. La angustia de aquellos instantes era más fuerte que mi voluntad. Algo tenía que ocurrir, seguro. Sentía el sudor inundarme el cuerpo, tanto por el calor como por el miedo. Era una noche calurosa, pero no tanto como para transpirar como lo estaba haciendo. Había sido un loco. Si por lo menos me hubiera llevado dinero cuando me escapé...
La niebla se enroscaba insidiosamente en torno a la ciudad, como un pulpo de mil tentáculos. Lentamente, ascendía del río no demasiado lejano, arrastrada por una débil brisa apenas perceptible y luego, poco a poco, acolchaba los edificios bajo su manto de impalpable opacidad, que incluso parecía amortiguar los sonidos.
Eran pasadas las seis de la tarde cuando Daniel Haley dejó a su último pasajero en Baker Street. Estaba anocheciendo y hacía frío. Después de consultar el reloj del cuadro de su automóvil, Dan calculó que todavía podría llegar a tiempo de esperar a su hermano y encontrarse en el andén de la estación Terminal cuando éste se apeara del tren. Pedro haría una mueca y se sorprendería mucho al verle con el uniforme y la gorra de taxista, pero Dan se mostraría inflexible con él y le exigiría el importe de la carrera que señalara el taxímetro cuando llegaran a casa. Llevando la bandera alzada para que no corriera el taxímetro, Dan Haley subió por Baker Street hasta Fell Street y dobló a la izquierda bajando por esta última vía de nuevo en dirección a la bahía. La jornada había sido muy dura, como correspondía a una ciudad como San Francisco en vísperas de la Navidad. Todo el mundo parecía tener que comprar algo por aquellas fechas.
La lluvia caía a torrentes, como si hubieran abierto las esclusas de una gigantesca presa. En alguna parte, el cataclismo líquido debía haber causado una avería en las líneas de luz, porque los faroles se habían apagado hacía ya quince minutos y todo semejaba una masa negra, sin formas ni contornos. Sólo al final de la callejuela, al otro lado de las vallas metálicas que circundaban el campo de aviación, refulgían, mortecinas a causa de la espesa lluvia, las luces de situación. Había algunos coches apareados a lo largo de la calleja. Sobre las carrocerías, la lluvia crepitaba arrancando una extraña sinfonía que se mezclaba con el fragor del agua y el chapoteo sordo de las cloacas.
El aparato parecía haber recibido una mordedura en el vientre y daba la sensación de que se encogía. Habían descendido mucho desde que notaron la primera embestida. Algo iba mal en los motores. Rateaban, los dos lo mismo y de pronto callaron. —¡Vamos a planear!… ¡Pero usted láncese, Carver! ¡Que quede uno para contarlo!