Se levantó un rumor de marea en la sala cuando abandoné el estrado de los testigos. Como ya había experimentado otras veces, las miradas que se clavaban en mi eran dardos cargados de desprecio.
Atravesé la valla y eché a andar por el estrecho pasillo. Las cabezas se volvían para verme, y, a pesar de que yo mantenía la vista al frente para no tropezar con aquellos ojos, me daba perfecta cuenta de que, quién más quién menos, estaba comparándome con una mofeta.
Llegué a la puerta de salida en el momento en que se declaraba cerrada la vista. Salí, y mientras se cerraban las puertas a mis espaldas el rumor creció hasta cesar bruscamente cuando se cerraron del todo.
Un hombre estaba apoyado en la pared, fumando. Levantó la cabeza y sonrió.
Herr Paggan fumaba una larga pipa de porcelana, artísticamente construida, y lo hacía con profunda concentración, sumiéndose de lleno en la fascinante tarea de saborear el humo del tabaco, alternándolo con algunos tragos a la cerveza contenida en un enorme jarro, que parecía hacer juego, por los dibujos y relieves, con la pipa. Le miré sorprendido. Paggan había pronunciado la frase sin asomo de ironía, Era un hombre cincuentón, vigoroso, de pelo muy rubio y los ojos intensamente azules, con la tez requemada por el sol de las montañas austríacas.
—Lo siento, Doug, pero queda despedido. Y como si el decir esto hubiese sido algo superior a sus fuerzas, mi jefe se recostó con indolencia en su asiento. Era muy natural. Había faltado a mi obligación, largándome sin pedir permiso a nadie. Allí no solía consentirse que los redactores se tomasen las vacaciones por propio impulso. Había perdido mi empleo en el «Journal». Tomé la cosa con filosofía, y dando media vuelta salí del despacho de mi director.
Ray Cole terminaba de vestirse. Se sentía optimista. Iba a asistir a una fiesta en la que conocería a una persona que era «alguien» en el mundo del periodismo y la política. Y esa persona estaba interesada por su labor periodística en torno a las pandillas de delincuentes juveniles y de otras similares que no tenían nada de juveniles. Aspiraba Ray al premio «Pulitzer» de periodismo. Era ya mucha gente la que consideraba que lo merecía, y bastaría una pequeña ayuda para que lo consiguiese.
El local era demasiado grande, con demasiada luz y demasiados espejos alrededor que aumentaban ficticiamente la perspectiva. Apenas si había una docena de clientes entre las mesas y el bar, pese a que la una de la madrugada había quedado atrás en todos los relojes. Una pequeña orquesta de negros hacía esfuerzos desesperados para infundir animación al ambiente sin conseguirlo. Las pocas parejas que seguían el ritmo en la pista lo hacían con desgana, igual que si estuvieran cumpliendo una obligación.-
Un indio, vestido de blanco, con zapatillas del mismo color, cubierto con el clásico sarape o capote de monte mejicano, que masticaba sin cesar hojas de «coca» para, privando a la planta de sus nervios, hacer una bola y, mezclándola con cal, precipitar la cocaína, noche tras noche llamaba la atención a Peter Cochano, habitual contertulio a «El As de Trébol», una taberna con pretensiones de «nigth-club». Siempre le encontraba al entrar. ¿Cómo conseguía los fondos para que no le faltara el toxicó? El indio no reparaba en lo que sucedía en torno suyo. Sentado en la acera, con la espalda apoyada en la pared, sacaba del bolsillo hojas frescas que añadía a las masticadas. Sus movimientos eran los de un autómata.
Una ligera neblina difuminaba los contornos de los objetos y abrillantaba el asfalto con su humedad. De cuando en cuando, un soplo de viento aclaraba el ambiente, pero a poco, la neblina, con insidiosa lentitud acababa por enseñorearse de la noche y las casas y las pocas personas que circulaban en aquellos momentos por la calle volvían a adquirir de nuevo su aspecto irreal y fantasmagórico. El rumor de un coche que se acercaba al extremo de la calle rompió de pronto el opaco silencio. Se oyó claramente el siseo de las gomas al rodar por encima del reluciente asfalto y sus faros apuñalaron la neblina, semejando las pupilas de un animal monstruoso que salía de su cubil por las noches para buscar sus piezas de caza. El automóvil se detuvo al fin frente a un edificio aislado, rodeado por un pequeño jardín enmarcado por una valla baja de madera pintada de blanco. Junto a la puerta se hallaba el poste que sostenía el buzón para el correo del dueño de la mansión, en uno de cuyos lados se veía el nombre y el número de la calle.
—Desde que estamos aquí, has mirado el reloj un centenar de veces, muchacho. ¿Tienes alguna cita? El vozarrón de Leo Brown sobresaltó al barman, que nos miró con cierto reproche. Yo solo dije: —No se trata precisamente de una cita, pero quiero estar en casa a las diez en punto. Brown hizo una mueca de disgusto y bebió los restos de su whisky. Sobre el fondo del vaso tintinearon los trozos de hielo que todavía quedaban. Abandonó el vaso y refunfuñó: —Tú llegarás lejos, OʼNeil. Tienes la rigidez de los horarios de servicio metida en la sangre. Apuesto a que aspiras llegar por lo menos a fiscal de distrito.
La víctima se hallaba sentada en un sillón, de espaldas a la puerta. Era una muchacha rubia, muy bonita y de formas agraciadas, y observaba una actitud apacible, como si estuviese esperando a alguien, sin demasiadas prisas o escuchando con deleite algún concierto por la radio. El sillón estaba situado casi en el centro de la estancia, aunque lo suficientemente cerca de un ventanal, para que la muchacha pudiera ser vista desde los pisos del edificio de enfrente, separados por una distancia de unos veinticinco o treinta metros. Acababa de anochecer y la luz estaba encendida, por lo que podía verse con toda facilidad lo que sucedía en la estancia.La puerta se abrió sigilosamente. Un hombre entró. Tenía los hombros encorvados, cojeaba de una manera pronunciada y se apoyaba en un bastón para caminar. Pese a todo, el detalle más significativo de su aspecto era el mostacho y la perilla estilo mosquetero, de pronunciado color negro, que adornaban su rostro.
DE haber estado durmiendo —aunque tenía el sueño muy ligero— es posible que Luis de Soto no hubiera oído el leve ruido al otro lado de la puerta de su habitación. Pero como no estaba dormido —a pesar de ser más de las dos de la madrugada— sí que lo oyó. Levantando la vista de la novela con que buscaba llamar al sueño, miró hacia la puerta. Alguien estaba hurgando en la cerradura con sumo cuidado. Ahora bien; cuando a tales horas de la madrugada alguien intenta abrir la puerta de un departamento de hotel en París o en Shanghai, no suele ser con el exclusivo objeto de llevar un ramo de flores a su ocupante. Luis de Soto lo pensó así y obró en consecuencia.
Los dos sepultureros comenzaron a tirar paletadas de tierra dentro de la fosa. La tierra resonó como un repiqueteo sobre el ataúd. Nadie se movió y cuantos estábamos asistiendo a la ceremonia teníamos los ojos clavados en el agujero dentro del cual iba a pudrirse el que había sido brillante periodista. El pastor, tras su panegírico sobre la muerte y el difunto, inició una plegaria. Algunos la siguieron, otros continuaron mudos, inmóviles. El sol caía cual fuego líquido, sobre nuestras cabezas. La brillante luz se le antojaba a uno falta de respeto hacia el muerto. Saqué mi pañuelo y lo pasé disimuladamente por el cuello. El calor era de castigo. La tierra seguía cayendo sordamente dentro de la fosa. El pastor dio por terminada la plegaria y los asistentes al entierro iniciaron el desfile. Yo seguí todavía unos minutos más allí, pensando en Jerry Haldane, en su condenada pluma y en la borrascosa amistad que nos había unido.
Casi dos meses. Habían transcurrido casi dos meses y todavía no me había acostumbrado a la extraña sensación de la libertad. Sin ningún esfuerzo, podía recordar cada hora, cada minuto, cada segundo de aquel día; las despedidas, los comentarios, las miradas de los hombres que habían compartido mi encierro durante años, cargadas de nostálgica envidia, algunas con el brillo húmedo de las lágrimas apenas contenidas. Luego, las recomendaciones del alcaide, las sonrisas de los guardianes al estrecharme la mano, como un homenaje a mi buen comportamiento… Y el sol. El sol que cayó sobre mí tan pronto crucé la puerta del penal.
Vista desde el aire, Raramaui parecía un enorme violoncelo verde, al que se hubiese desprovisto del mástil con las cuerdas y las clavijas y luego se hubiera arrojado al mar, de un azul deslumbrante, manchado de blanco en la línea de la costa, frecuentemente bordeada de arrecifes, contra los cuales rompían las olas que venían de muy lejos. Escorzando un poco la cabeza, Flash Del Río pudo captar la larga faja amarillenta que era la pista de aterrizaje, situada en la base del violoncelo, allá donde, por el sur, terminaba la Central Range, la ridícula cordillera que era el nervio y la espina dorsal de la isla y cuya cota máxima, el Blue Peak, (Pico Azul), no rebasaba los 450 metros.
HABÍA que dar un motivo concreto a aquella acción, y uno de los altos jefes reunió a la fuerza que tenía que tomar parte y con un puntero señaló la costa noruega. Apuntó a Trondheim. —Aquí, en el fiordo de Aas, tenemos el «Tirpitz». Era el mayor acorazado de la flota alemana. Allí permanecía acorralado y al mismo tiempo esperando el momento de convertirse en atacante. —Ese acorazado constituirá una amenaza mientras tenga cerca un dique donde poder reparar sus fuerzas, en el caso de que se atreva a salir y lo toquemos.
Patsy Stewens despertó sobresaltada, sintiendo que se le erizaba el cabello y que un escalofrío sacudía su cuerpo. Había oído entre sueños un grito horroroso, espeluznante. Y el grito se volvió a repetir apenas se hubo despertado. Patsy reconoció la voz angustiada de la señora Smith, que ocupaba un pequeño apartamento en el piso superior.
Asomado a la ventanilla, miré de nuevo el reloj. ¡Qué despacio marchaba el segundero! Tenía conciencia de un grave peligro. Necesitaba alejarme rápidamente de Potsdam. Hasta que no me encontrara en la zona occidental de Alemania no podía considerarme a salvo. No ignoraba que en cuantos lugares parásemos, patrullas soviéticas subirían al tren para pedimos, una y otra vez, la documentación.
El viejo tenía un pecho esquelético. Se veía el andamiaje de las costillas, y los ojos pequeños, de un azul turbio, se perdían en la enmarañada barba y pobladas cejas. Pero la pelambrera era postiza, porque de dos manotazos se la quitó, mostrando una cara rasurada, y una cabeza monda. Quedó su enjuto cuerpo, y su vejez.
Las olas fueron empujándola a tierra. Una tuvo más fuerza que las otras y levantó el cuerpo pasándolo por encima de pequeñas rocas que emergían de la arena.Suavemente lo depositó en el sitio más blando, donde había más arena, y se retiró. A partir de ese momento las olas fueron perdiendo fuerza, en plan de retirada.
Un rato más tarde, cerca de la playa se detenía un coche. Se apeó una pareja, los dos en traje de baño. Eran muy jóvenes.Fue la mujer la primera que se acercó al agua, corriendo. De pronto se detuvo y miró a un lado. Enseguida soltó un grito.—¡Dick! ¡Una mujer muerta…!
Ya nadie bailaba. Las parejas, algunas todavía enlazadas estrechamente, se habían detenido en medio de la pista y contemplaban con ojos atónitos a los componentes de la orquesta. En la barra, hasta el barman había quedado igual que petrificado, con la coctelera en alto, inmóvil y rígido. Los clientes que abarrotaban el largo mostrador estaban pendientes también de la extraña melodía que brotaba de los instrumentos cual un rito pagano y sensual...
La diferencia de edades estaba marcada por las distintas clases de tabaco que usaban los dos hombres. El inspector Carrigan, cincuentón, obeso, con aspecto de bon vivant, fumaba una vieja cachimba de espuma de mar. El agente especial Sharey, de la F. B. I., alto, atlético, cabello rubio y corto, fumaba cigarrillos. Carrigan estaba sentado en una silla, junto a una reja de alambre, con aspecto plácido. Sharey se paseaba nerviosamente por la estancia. —¿Cree que accederá, inspector? —Se detuvo y preguntó por enésima vez. Carrigan se encogió de hombros.