Lo comentó con su secretaria, Molly Flynn, teniendo el periódico en las manos.
—¿Qué te parece, Molly? Veinticinco años escasos contra setenta.
—Y cuatro millones, no lo olvide usted, jefe —dijo la agraciada secretaria.
Sheldon Prye, abogado e investigador privado, se metió el dedo meñique en la oreja y torció la boca.
—Sí, tiene usted razón, Molly. Hay que ver qué poder de nivelación temporal tienen cuatro millones de «pavos».
Apreciaba mucho a Molly y por eso se abstuvo de hacer en su presencia el siguiente comentario, que brotó de sus labios apagadamente apenas se quedó solo:
—Lo que hacen las mujeres por el dinero. Si yo lo fuese, no me casaría con ese vejestorio ni por diez veces su fortuna.
Afirmé los pies en el suelo, levanté el brazo derecho despacio, sin separar el codo del cuerpo. Apenas si notaba el peso del «38» en la mano. A unos veinticinco metros de distancia, las dos oscuras siluetas se movían lentamente desplazándose a un lado. Junto a mí, el teniente Silk se inclinó hacia adelante, medio agazapado, y abrió fuego con su «45» de reglamento. Las detonaciones en aquella especie de galería alargada resonaron como cañonazos. Tiré del disparador al mismo tiempo que contenía el aliento. El concierto de los dos revólveres martirizó mis tímpanos al tiempo que los disparos se sucedían uno detrás de otro. Vi las dos figuras acusar los repetidos impactos mientras todos los nervios tensos de mi cuerpo semejaban haberse paralizado, concentrados en mantener la mano firme.
Los dos hombres y la mujer se detuvieron en la ancha acera, tambaleantes. La noche era cálida. En el cielo parpadeaban las estrellas, como si se burlaran de unos seres que buscaban la alegría en el alcohol. —No cantamos mal del todo, ¿verdad, Emily? —inquirió un joven de unos veinticinco años que, apoyado en el brazo de sus camaradas, hacía inauditos esfuerzos por mantenerse en pie. —¡Eres un artista! ¡Tiemblo pensando en una posible competencia! El que había hablado primero se detuvo, y con la seriedad característica de los beodos, dijo: —No será posible, aunque me agradaría. Cualquier cosa es mejor que reparar automóviles en un mísero garaje. ¡Eres insustituible, Emily! No puede imitarte nadie. La mujer sonrió complacida mostrando una blanca dentadura tras los labios rojos y sensuales.
Un rabioso círculo de fuego se prendió en unos segundos. Disparaban de todas las alturas en derredor. No cesaba el petardeo de las ametralladoras, y balas trazadoras, lanzaderas, enloquecidas, cruzaban la urdimbre de la gruesa lluvia. La fusilería pellizcaba la noche, asomando por las grietas de las rocas y de vez en cuando se producía la llamarada de algún proyectil de mortero.
La noche, vencedora del crepúsculo, se extendía sobre la ciudad de Chicago. Irving Carroll, de unos treinta años, alto, de rostro ancho y pronunciada mandíbula, cerciorándose de que no le amenazaba ningún peligro, dijo al que guiaba el automóvil y a otro individuo: —Tened el motor en marcha y las armas preparadas. Con paso elástico, apeándose del vehículo, penetró en uno de los muchos restaurantes italianos de la ciudad. Por lo prematuro de la hora, se hallaban vacías casi todas las mesas. En el mostrador, un grupo de hombres jugaban a los dados volteando un cubilete de cuero. Al ver al que llegaba, uno de ellos llevó su diestra a la funda sobaquera. La sonrisa de Irving cortó su actitud defensiva. —No vengo en son de guerra, Franc Price.
Encendí otro cigarrillo para cargar un poco más la ya enrarecida atmósfera de la habitación. Mi humor se agriaba a medida que transcurría el tiempo dejando atrás la hora de la cita. No había duda que mi estancia en Daytoria Beach iba a carecer de todos los atractivos que pregonaban las guías turísticas de Florida. Incluso el tiempo y los elementos se habían confabulado contra mí.
El hombre era casi tan alto como yo, y mido uno noventa. Pero él era delgado en extremo, y sus brazos se movían como aspas de molino al gesticular cuando hablaba. Tenía el cabello completamente gris, y se desprendía de su figura ese aplomo y distinción propios de los que pueden considerarse aristócratas desde la cuna. Grant Holborn, con dinero o sin él, sería siempre un tipo señorial.
Era una muchacha alta, de piernas morenas y bien torneadas. Andaba como un maniquí en la pasarela y lucía un traje chaqueta azul tan bien amoldado a su cuerpo que debía haber sido diseñado por un maestro de la tijera. Tenía un rostro del que cualquier mujer se sentiría más que satisfecha, con grandes y expresivos ojos y una boca capaz de todas las diabluras que uno pudiera imaginar. Mientras se acercaba al bar, las distintas partes de su anatomía se movían con el ritmo de un bien aprendido ballet; y, desde luego, tenía materia de sobra para el movimiento. Se encaramó al taburete que quedaba a mi lado porque era el único que estaba libre en el extremo de la barra. Pidió algo al mozo, pero debido al rugido de un avión que despegaba no oí lo que dijo. Otro avión estaba dando vueltas sobre el aeropuerto espesando pista para aterrizar. Otros, en las pistas, aguardaban el permiso de salida atronando el aire con el rugido de sus motores. Parecía como si todos los aviones del país se hubieran dado cita en el Aeropuerto Internacional de Miami.
Al descender del avión, la bella mujer se dirigió con los demás pasajeros a la aduana. Para muchos, en todos los aviones que llegaban al aeródromo, el instante de someter el equipaje a los ojos escrutadores y manos experimentadas de los aduaneros, tenía algo así como la angustiosa emoción de cuando el aparato acusaba la entrada en un «bache».
Robert Mitchel experimentó viva alegría al divisar de nuevo los rascacielos de la isla de Manhattan, a la sombra de los cuales había discurrido la mayor parte de su vida. Pensó que aquélla era la vez que había estado lejos de ellos durante más tiempo, un tiempo que llevaba bien contado: catorce meses y tres días. Aquellos catorce meses y tres días los había pasado en la prisión del Estado.
En su despacho, el teniente Digger tomó una ficha y leyó en voz alta: —Frank Mac Kenna, treinta años, hijo de padres irlandeses. Hasta los veintinueve años profesional del boxeo, pesos máximos. Apartado del deporte al entrar al servicio de Stephen Bierce como guardaespaldas. Sin antecedentes penales. Se le considera peligroso. Señas particulares: Ojos grises cabello negro… De repente, calló y tiró la ficha sobre la mesa con ademán cansado. El sargento Carr se rascó el cogote. Con su voz de bajo gruñó: —¿Espera sacar algo de ese tipo, teniente? —Tal vez. —Nunca delatará a Bierce estando a su servicio. ¿Qué le hace pensar que se ponga de nuestra parte?
Cuando el destino se siente juguetón pueden suceder cosas en extremo sorprendentes. Sucesos al parecer triviales pueden sufrir una metamorfosis completa y convertirse en auténticos dramas, o en algo semejante a una bomba de tiempo con la explosión cuidadosamente medida y calculada. En cierto modo, en eso se convirtió con el tiempo mi decisión de adquirir el bungalow en Viewsite Terrace.
Arrojó la corta espada junto a uno de los cadáveres y abandonó la estancia, llegando al cuarto de trabajo, del que tomó una cartera con documentos para pasar a sus habitaciones particulares. Estaba solo en la casa. Dos horas antes tuvo la precaución de alejar a los criados. Se despojó de la vestidura de las grandes ceremonias, poniéndose un traje de corte americano. Con la nueva ropa pareció adquirir más corpulencia. Sin la menor muestra de nerviosismo, hábilmente, comenzó a maquillarse.
Afortunadamente, entraron dos parroquianos y el gordo calló, para atenderlos. Bebí otro sorbo para celebrar el silencio. Al otro lado de la barra otro tipo me imitó, hizo una mueca, estremeciéndose, y me devolvió la mirada. Era un fulano de rostro tostado, con barba de tres o cuatro días y cabello revuelto. Tenía unos ojos grises empequeñecidos por el alcohol y me miraba tan fijo que daba la sensación de estar preguntándose quién demonios era yo.
Cuando Doug Wrigth llamó a la puerta de la oficina de Stanley Wilding, se preparó, dispuesto a entrar como fuese. El joven sabía bien que Budy Roscoe, el gorila que tenía Wilding como guardaespaldas, no le dejaría entrar y que le echaría la puerta a las narices. Y se preparó para evitar que pudiese suceder tal cosa. Tardaron bastante en abrirle y cuando lo hicieron fue tomando precauciones. Apenas Roscoe entrevió al visitante, cargó contra la puerta para cerrarla, pero llegó tarde. El pie de Doug quedó clavado en la abertura como una cuña.
Los dos hombres miráronse con seriedad en el amplio y lujoso despacho, mientras, acomodados en los sillones del tresillo, guardaban silencio. Uno de ellos tendría setenta años y, su rostro, de líneas duras, evidenciaba un carácter enérgico. Sus cabellos eran blancos y escasos, principalmente en la nuca. Vestía un batín azul y llevaba anudado al cuello un pañuelo de seda.
Acababa de leer el periódico de la tarde cuando sonó el teléfono. Había pasado más de una hora desde que el gran edificio dedicado por entero a oficinas había quedado silencioso, con los despachos cerrados y desiertas. Solo el aburrimiento y el diario habían hecho que yo siguiera allí todavía.
El teniente se levantó del sillón y alargó su mano. Se la estreché y él dijo: —Celebro que estés de vuelta, George. Quizá esas vacaciones te hayan servido para sentar la cabeza en su lugar. —Seguro. Deberías hacer un viajecito como ese alguna vez, Erny... —Tal vez siga tu consejo. Esos países sudamericanos me encantan, aunque solo los conozca por referencias. —En mi vida había gozado tanto —dije, recordando fugazmente los días pasados—. No será la última vez que vaya...
El edificio era una delirante pesadilla de alucinado. Sin la menor duda, habían conseguido con él dejar boquiabiertos a todos los transeúntes que tuvieran la desgracia de mirarlo, pero, al mismo tiempo, lograron con su erección que cualquiera fuera capaz de recordar dónde estaban ubicadas las oficinas de la World Film Corporation. Nadie podía olvidar semejante monstruosidad una vez vista. Detuve mi convertible en un lugar asombrosamente libre, frente a la entrada. Unos discos indicadores advertían que el espació estaba reservado a los directivos de la compañía. Yo no era ningún directivo, pero me había llamado el máximo mandamás de Hollywood, así que no había necesidad de andarse por las ramas. Caminé a través de la media milla de acera hasta la entrada monumental, la crucé, me detuve en el gigantesco vestíbulo de mármol negro y encendí un cigarrillo, mirando a mi alrededor con asombro.
Arthur Murray se colocó un cigarrillo entre los labios despreocupadamente. Lo encendió y tras lanzar una bocanada de humo cogió el vaso, dispuesto a probar el whisky. Entonces su mirada tropezó con la del hombre. Éste le había llamado la atención poco antes, aunque sin hacerle el menor caso. No se hubiera acordado de él, de no tenerle a su lado y sorprender sus ojos fijos en él.