El teniente Drake Bannon entró en su oficina, arrojó el sombrero hacia la percha, falló y tuvo que recogerlo del suelo, con un gruñido, colgándolo después con cuidado. Echó un vistazo a los papeles que esperaban sobre su escritorio, los apartó de un manotazo y, desdoblando el periódico, lo extendió encima de la mesa. Sus ojos agudos y brillantes se clavaron en los rotundos titulares. Hizo una mueca, como si hubiera mordido algo particularmente amargo.
La porra de goma cayó sobre la nuca del hombre con increíble fuerza. Fue un golpe capaz de derribar a un toro, pero con gran sorpresa de los atacantes, no surtió efecto. El coronel Michael Carter se tambaleó, sin caer, mientras retrocedía, sintiéndose dominado por una extraña turbación, y de cara a sus enemigos, dos sujetos de aspecto patibulario que surgieron de forma imprevista a su espalda, a la altura del Golden Gate, comprendió que necesitaba ganar unos minutos para que su cerebro se despejara de las tinieblas que le envolvían.
Aunque no hubiese visto su magnífico descapotable rojo y oro, de modelo deportivo, habría imaginado que encontraría a Belle Seldon en el club «Estudio 13». Era un grato lugar para la juventud con inquietudes artísticas, en donde servían bien y era fácil encontrar una agradable compañía. Ella debía estar allí tomando su aperitivo antes de irse a cenar. Lo hacía cotidianamente a aquella bella hora crepuscular. Me acerqué al descapotable después de haber dejado mi reluciente bólido color plata. Y quité del descapotable rojo la tapa del «delco». Fue algo rápido y no tuve testigo alguno que le pudiese ir a ella con el cuento.
La luna estaba en todo su apogeo aquella noche. Una claridad brillante se filtraba por entre el follaje y creaba sombras misteriosas en el gran jardín, deformando los arriates y macizos recortados, convirtiendo en bellos fantasmas los arbustos mecidos por el aire suave del mar. Eran sombras lánguidas que se movían con pereza, ora a un lado, ora al otro, para volver a recobrar su inmóvil vertical cuando el aire cesaba de soplar. No obstante, en un momento dado, una de aquellas sombras no volvió a su anterior posición. Se despegó del grueso tronco de un árbol, titubeó un instante como si no supiera a qué lado inclinarse, y al fin anduvo despacio, materializándose la figura delgada, de estatura mediana y vestida de oscuro que no tenía ninguna semejanza con las demás.
ARNOLD WARREN parpadeó deslumbrado cuando Ginny André le abrió la puerta de la «Compañía de Desarrollo Comercial», cuyo director gerente era Cole Erickson. —Buenos días, señorita… —Ginny André… ¿En qué puedo servirle? Ginny se sintió conmovida por la mirada de admiración que le había dirigido el hombre. Le gustó porque había sido una mirada limpia, en la que había también sana alegría.
Creo necesario este prólogo explicativo, al efecto de disipar las pequeñas dudas que puedan surgir ante la lectura del título de esta obra, un tanto desconcertante si se quiere. Es Cosmógono, el versado en Cosmogonía. Es Cosmogonía (del griego kosmogonía, de kosmogonos; de gosmos, mundo, y de gignomai, ser o producirse), la ciencia que traía de la génesis del Universo. Por tanto, problema que interesa por un igual a científicos, filósofos y teólogos. La ciencia, partiendo de la observación, de la investigación directa y de la experiencia, estudia especialmente lo referente a las causas segundas; la filosofía, remontándose más arriba, se ocupa de la causa primera creadora de la materia, de la energía, de la vida, del hombre y de todas las cosas naturales, valiéndose para ello de las luces de la razón; la teología, avanzando más que la ciencia y la filosofía, estudia los datos de la Biblia sobre la creación del mundo por Dios, y da de ellos una interpretación correcta. He aquí una síntesis de la Cosmogonía y de su importancia.
Estaba debajo de un farol, con un cigarrillo humeante prendido de sus labios intensamente pintados de rojo. La blusa era también roja y encerraba un busto de sólidas y reveladoras curvas. La cintura era muy delgada y las caderas finas, pero se notaba que pertenecían a una mujer. La falda, negra, era muy corta; apenas llegaba a diez centímetros por encima de la rodilla. Dado que también era muy ceñida, tenía una abertura en el lado izquierdo, para permitirle caminar, que alcanzaba a más de la mitad del muslo. Medias y zapatos, de alto tacón éstos, eran asimismo negros. En aquella mujer sólo había tres colores: el rojo de los labios y de la blusa, la blancura de la cara y el negro del resto, incluyendo el cabello.
Maravilloso y negligente descuido. Presidiendo el cruce de aquel par de magníficas y broncíneas piernas que, al término de su cobriza tonalidad mostraba un apetecible sonrosado. Frankie McCasland, que hasta entonces escuchara en silencio el relato de la sugestiva Mildred, miró abiertamente aquel «cruce» que pedía con urgencia una señal de stop. Walter Cihac, el hombre que el Servicio Secreto Norteamericano había afincado en Casablanca bajo la apariencia de un cansado millonario que enterraba sus dólares en la construcción de un sensacional motel a lo Miami, paseaba por la estancia con indiferente curiosidad. Los vivos e inquietos ojos negros de IS-009 se clavaron expresivamente en los de Frankie.
DETUVE el coche ante la verja, cuyo portón estaba abierto de par en par, como si estuvieran esperándome con mucho interés. Más allá del portón se extendía un extenso prado cubierto de césped y árboles centenarios. Era una residencia para millonarios, ocupada por millonarios, y venía siendo así desde tiempos remotos. Sus actuales propietarios, los Baron, estaban tasados en un buen centenar de millones, representados por poderosas empresas de acero, navegación y otras minucias semejantes. Yo buscaba a mistress Baron.
Brian Kennedy se disponía a salir. Se podía decir que no estaba en uno de sus mejores momentos y necesitaba airearse, charlar con alguien. Y había decidido ir a encontrarse con Amy Keller, una rubia despampanante que le servía de modelo frecuentemente. El traje de Brian estaba más bien raído a pesar de lo mucho que lo cuidaba; pero el joven ilustrador era de los convencidos que lo importante era el hombre, no su envoltura. No quería ser indiscreto y se disponía a telefonear a Amy, cuando repiqueteó el avisador telefónico. Detuvo la mano en el aire, pensando en no responder.
Parecía estar colgando sobre el pulido asfalto de la calle. Sostenida encima de la ciudad por unos hilos misteriosos. Era sólo un efecto óptico. La enorme mansión, lóbrega y silenciosa, abrigada por un espeso manto de tinieblas se hallaba en lo alto de una colina. Desde allí, no obstante, el trazado urbano de las populosas arterias parecía poder tocarse con los dedos, inclinándose, simplemente, hacia delante. Se veían los modernos edificios, los rascacielos, las luces, el verde parpadeo de los semáforos, ora rojizo, ora amarillo, el vertiginoso circular de los coches por encima de un cielo negro y alquitranado.
Era una noche brumosa y húmeda. No se distinguían las estrellas, y a poca distancia de la carretera, todo era una masa negra impenetrable. El coche se deslizaba sin excesivas prisas. Sentado ante el volante, Paul Crane pensaba en todo menos en violencia. Cierto que había vivido inmerso en un mundo de luchas hasta hacía muy poco tiempo, pero eso había quedado atrás definitivamente. O, por lo menos, eso había creído. Primero vio los faros en el espejo retrovisor. Observó que el coche que estaba dándole alcance llevaba prisa y se arrimó un poco más a la derecha, de manera rutinaria, para dejarle paso. Entonces, la primera bala agujereó el cristal del parabrisas, dibujando un feo agujero bordeado de estrías.
Alice Vernon frunció ligeramente el ceño cuando al aparecer a la puerta de la oficina del fiscal, vio la nube de periodistas que aguardaban ávidos de sensacionalismo. Rubia, alta, de espléndida figura, elegante y atractiva, vestía con graciosa sencillez un escueto traje de mañana. No había contado con aquello y se detuvo. Hubiese retrocedido; sin embargo, reaccionó pronto y se dispuso a seguir, alzando la cabeza, como si con ello previniese a los de la Prensa. Dispararon varios flashs, a los cuales no intentó hurtarse, aunque endureció el gesto. Un periodista adelantó sonriendo con expresión mortificante.
El «Hombre Grande de Hollywood» levantó la cabeza cuando entré en su despacho. Pareció un tanto sorprendido al verme. —¿Qué demonios quiere usted, Ballinger? —bramó. —¿Yo? Regístreme. Usted me ha mandado llamar, señor Solomon. Arrugó el entrecejo. Empezaba a recordar para qué me había hecho acudir a su presencia cuando el teléfono vibró con un sonido agudo. Lo descolgó, cambió el enorme puro de un lado a otro de su boca grande como un cepo y gruñó: —¿Qué pasa ahora? —Me hizo una seña—. Usted, Ballinger, siéntese… ¿Cómo? —aulló al teléfono—. ¡Maldita sea! No me importa dónde estuvo anoche, ni con quién estuvo ni qué hicieron. Pago a esa fulana una fortuna diaria para rodar unas escenas. ¿Lo has olvidado, Mugsy? ¡Tráela! Eso es…, aunque sea a rastras. El presupuesto no permite demoras. ¡Me importan un pimiento las jaquecas de esa pájara! Si no puede aliviárselas que se corte la cabeza… cuando haya terminado el rodaje. Y, entre paréntesis, ¿para qué infiernos te pago a ti si no puedes solucionar esos inconvenientes?
Cuando oyó pronunciar su nombre por primera vez, Joyce Breffat se volvió en redondo y miró en torno suyo. Estaba en el tocador de señoras de una elegante cafetería de la Quinta Avenida. Era una hora relativamente temprana, las diez y media de la mañana, debido a lo cual, el establecimiento, que ordinariamente tenía una gran clientela, se hallaba en aquellos momentos casi por completo vacío.
Estaba redactando unos informes, para poner punto final a la jornada de trabajo, cuando creyó oír un ligero ruidito en la sala contigua a su despacho. Víctor Ferguson alzó la cabeza. ¿Era ilusión suya aquel ruido o un reflejo de los que le llegaban de la calle? Su oficina era pequeña: un despacho, una sala de espera y los servicios de aseo correspondientes. Por el momento, Ferguson no podía aspirar a más. Era joven, sin embargo. Acababa de cumplir los veintiocho años, tenía una salud a prueba de bombas y un optimismo inmoderado. Para Víctor Ferguson eran condiciones, inteligencia aparte, no escasa por cierto, más que suficientes para triunfar en la vida. Sólo faltaba una oportunidad. Un día la encomiaría y…
El que hablaba era alto, delgado sin exageración, de mirada vivaz y rostro extraño, quizá debido a la nariz ganchuda y prominente, lo que le daba el aspecto de un ave de rapiña. Su aspecto, sin embargo, no repelía, debido a que el resto de las facciones eran correctas y a que la expresión de la cara denotaba inteligencia y sinceridad. A veces los labios se distendían en una mueca agradable, poco común. Era un hombre con personalidad, uno de los que se destacan siempre entre las gentes.
Vernon Taylor —secretario de míster George Alfred Emerson, cónsul de los EE. UU. en Estocolmo—, era un hombre joven quizá demasiado para el cargo que ocupaba, de aspecto agradable, facciones un tanto risueñas, aire de public-relations, desenfadado y al mismo tiempo muy cauto. Lo que nadie podía discutir era su inteligencia y preparación. Con su habitual jovialidad, recibió al detective Russell, invitándole de seguido que tomase asiento al otro lado de la mesa. Dijo, con abierta sonrisa: —Casi es un honor conocerle, Waldrip.
La luz de la lámpara caía directamente sobre la mesa y dejaba el resto de la habitación en sombras. Anderson levantó la cabeza. Había oído pasos en el corredor. Durante el día no resultaba nada raro oír andar por el corredor, pero sí a aquellas horas de la noche. Echó una mirada al reloj. Las diez y media. Los pasos se detuvieron ante la puerta.
Comenzaba a experimentar la alegría del vencedor. Me faltaba poco más de media vuelta al circuito, mi bólido marchaba sin un solo fallo y mi ventaja sobre el inmediato seguidor era bastante notable. Los billetes entrarían en mis bolsillos en cantidad tentadora. Primero, el premio como vencedor de la carrera, luego, lo que me correspondía como apostante. Había colocado mis ahorros a mi favor, naturalmente.