Soy un cold turkey encerrado en la «lata de conservas» de la penitenciaría de Trenton. ¿Mi condena? Diez años. Continúan instruyendo sumarios contra mí. A juzgar por la primera sentencia tendré que cumplir unos trescientos cuarenta y ocho años de presidio, aproximadamente. —¡No me lo harán! Sería el Matusalén carcelario. Un personaje famoso. Hasta quizá pudiera escribir mis memorias. Las memorias de un delincuente fino, que después de vulnerar todas las leyes, va a vivir a perpetuidad por cuenta del Estado sin asomarse a ese cuartito pequeño donde hay una silla con abrazaderas metálicas. Estafas, violencias, tráfico de drogas… Toda una serie de actos piadosos. Sin sangre. Al menos, sangre que echarme a la cara. Eso dice mi expediente.
La aldea era pequeña, pero limpia, de casas con tejados inclinados, oscuros, y la viguería de madera al exterior destacando sobre la relativa blancura de las paredes. Al fondo de la calle principal de Gellygagh, en línea recta con ella, pero a unos mil doscientos metros de distancia, se divisaba la colina. Denis Framley detuvo su coche ante la puerta de la posada. Un cartel balanceante, suspendido de una retorcida barra de hierro, proclamaba el nombre del establecimiento: The Sthayrʼs Arms. Un gran perro negro, con colmillos de plata y ojos escarlata, constituía la divisa de la posada.
Un viaje en tren, la guardia en un policlínico y la encrucijada mágica de un sueño con alquimia, son los escenarios donde se posiciona esta novela que emula con una noche infinita. Su protagonista, sin nombre pero con cientos de voces que lo rondan, nos devela el surrealismo inobjetable de una isla, conformada por la suma de todas las pasiones y utopías. La elipse que describe desde su página primera hasta la última, es el recorrido mítico de una generación profetizada como la del hombre nuevo, en un siglo XXI de crisis y conflictos, donde el compromiso con la posteridad le exige de manera ineludible a sus escritores, escribir con la mayor objetividad posible
El letrero luminoso anunciaba Porky’s, en grandes letras de color naranja que se encendían y se apagaban alternativamente. El hombre miró distraídamente al interior a través de los cristales y luego, penetró en el local. Una oleada da aire caliente y humo de cigarrillos lo envolvió. No había mucha gente en el mostrador. Un par de muchachas que le miraron con atención profesional y dos bebedores solitarios con la mirada fija en sus vasos. Eran las doce y media. El recién llegado se sentó en un taburete junto a una de las chicas y pidió bourbon. Lo tomó de un trago y pidió otro. —Se ve que tiene sed —dijo la chica.
El night-club más en boga de la famosa Via Broadway, eje de la vida nocturna de la considerada ciudad más cosmopolita del mundo, es, sin duda, el Music Tropical. Concurre allí la gente que maneja los «grandes» sin muchos reparos. Pero el Music corresponde a los dispendios de su clientela haciendo desfilar por el escenario las atracciones más famosas, cotizadas y admiradas. En ello radica principalmente su éxito. Aquella noche el programa superaba en mucho, que ya es decir, al presentado en días anteriores. Una pareja de coreógrafos mundialmente cotizada; un cantante melódico, primero en la última edición del San Remo, y una bailarina hindú, fidelísima exponente del difícil y complicado arte genuinamente oriental.
James Easton era un agente de banca y bolsa de cierto renombre en la ciudad de Nueva York. James Easton, era en realidad, un marrullero. Siempre jugaba a la baza fácil y bien remunerada. Para Easton los negocios eran los negocios. No sentía el menor escrúpulo de conciencia al meter la mano en algo que no fuese demasiado limpio. ¡Había que vivir! Vivir costaba «pasta». Y había que agenciarse el dinero de la forma que fuese. Cuanto más cómoda y con menos esfuerzo, por supuesto, que mejor.
—¿Qué motivos le impulsaron a solicitar su ingreso en el FBI, señor Drake?
Y en vista del silencio del otro, insistió:
—¿Qué motivos?
Después, sin formular más preguntas, esperó a que el muchacho decidiera cuál era la mejor respuesta para dar.
Milton Drake reflexionó, sin ponerse nervioso, por espacio de un par de largos minutos. Luego, vino su respuesta. Que sonó conspicua, comedida:
—Lo cierto es, señor, que nunca me he detenido a hacerme esa pregunta. Pero quizá si no me lo he preguntado es porque, precisamente, deseaba y deseo ser agente del FBI por encima de todo.
Los mastodónticos autocares maniobraban uno tras otro en el amplio espacio de la gran terminal a medida que rendían viaje, algunos procedentes de miles de millas de distancia, en el Oeste.
Un público, cansado y malhumorado se desparramaba por los andenes en busca de las salidas y los taxis. Los ligeros equipajes eran manejados con profesional descuido por los mozos, ante las miradas abúlicas de quienes sentían sus huesos encajados por las largas horas de permanencia en los asientos.
El coche que conducía Clark Willows atravesó el sólido puente de entramado de madera que cruzaba el cauce del Bremerton, cuyas sucias aguas se agitaban a menos de un metro del suelo del puente. La anchura no era excesiva, unos ocho metros, pero el cauce era bastante profundo en aquellos momentos. El lecho del río era prácticamente un profundo canal, por el que corrían las aguas a gran velocidad. Sus paredes eran casi verticales y una persona que tuviera la desgracia de caer en la corriente, pasaría indudablemente un mal rato, a menos que supiese nadar muy bien.
Muriel Hyer miró el reloj. Eran ya las siete y media. Aprovechando que estaba sola, se desperezó. No es que estuviese cansada, ya que había tenido poco trabajo, pero sentía un voluptuoso placer en estirar todos los músculos del cuerpo tras de haber pasado casi cinco horas sentada ante su mesa. Sólo dos pacientes habían pasado aquella tarde por su consulta.
Les he dado mi palabra, y aquí estoy… porque he venido.
Como también vino Curtis Teller.
Recuerdo que era una mañana en la que yo no tenía absolutamente nada que hacer y en la cual, luego de leer varios prospectos propagandísticos de Florida, llamé a Lulú (que ya he dicho que tiene las piernas mejor formadas que su compañera), para que tomase unas cartas en taquigrafía dirigidas a varias agencias de viajes.
Un agente especial de los servicios secretos norteamericanos tiene la misión encomendada de aniquilar al mas peligroso y a la vez escurridizo espiá soviético. La pista que toma para seguirle el rastro es una escultural chica que trabaja en locales de no buen renombre y que al dar con su domicilio los secuaces del espía le preparan una emboscada donde cae muerta la chica…
El «Z-2» era uno de los muchos bares y snacks que existían entre las Calles 42 y 50 Oeste de Nueva York. Bueno, en aquella zona, además de bares y snacks, se ubicaban un total de 45 cines y teatros, de los cuales, entre una y dos de la madrugada, surgía una auténtica e ingente masa de público que iba a desembocar cual una riada humana enfrente de la enorme y luminosa X que, en Manhattan, al cruzarse, formaban la Séptima Avenida y la Vía Broadway.
La mayoría de los pasajeros habían desembarcado ya. La pasarela estaba desierta y el oficial descendió por ella, encaminándose a las oficinas de la Aduana. Scott Jordan, acodado en la borda, le siguió distraídamente con la mirada. Un cigarrillo humeaba entre sus labios. No parecía muy seguro de lo que debía hacer. Las sombras del anochecer se extendían sobre el puerto. Más allá de él, en todo lo que alcanzaba la vista, los millares de luces de San Francisco parpadeaban, como impacientes por la oscuridad total que tardaba en llegar. En lo alto, el brillo de Telegraph Hill semejaba presidir aquel torrente de luz. Un hombre se aproximó a Jordan procedente de una escotilla. —¿Qué le pasa, quiere sentar plaza de marinero, Jordan?
EL coche se detuvo con agudo rechinar de frenos delante de la valla que enmarcaba un jardín poco cuidado. Un hombre se apeó del vehículo y contempló durante unos instantes la casa situada al fondo, a irnos veinticinco metros de distancia. Era todavía joven, a pesar de que tenía las sienes plateadas, detalle que le confería una edad mayor que la que realmente poseía. Una mueca amarga curvaba sus labios hacia abajo en un gesto escéptico.
El tintineo se repitió. Storch se puso en pie, maldiciendo al inoportuno. Se desperezó, estirando los brazos, a la vez que contenía un bostezo maquinal. Era un hombre joven, fuerte, de veintinueve años de edad. Storch dedicaba algunas horas semanales a hacer gimnasia. Su trabajo era relativamente sedentario y no quería que sus músculos se enmoheciesen antes de tiempo.
El hombre aquel subió las escaleras tarareando una canción de moda, se detuvo en el rellano del tercer piso y abrió una de las puertas que daban al mismo con la llave que sacó de uno de sus bolsillos. Luego alargó la mano hacia el conmutador y dio la luz.
Su siguiente movimiento consistió en cerrar despacio la puerta a su espalda y quedarse mirando al trío de personas que ya estaban dentro de la habitación, dos de ellas empuñando sendas pistolas apuntadas a su cuerpo.
De modo que aquélla era la casa de tío Bart, pensó Reg Caynd, mientras avanzaba a lo largo de un sendero cubierto casi por completo por hierbajos y matas que habían crecido libremente a lo largo de años de incuria y abandono.
Una bonita herencia, se dijo Reg. Cuando la pusiera en venta, no iba a sacar más de mil dólares por el edificio y el solar, incluida aquella pequeña selva virgen en que se había convertido el jardín circundante.
La habitación era un sótano, deficientemente ventila, de tal vez, pero con una brillante iluminación que provenía de un par de potentes lámparas que pendían del techo, más algunas otras situadas en lugares estratégicos. Había dos hombres. Uno de ellos todavía joven, iba en mangas de chaleco y llevaba una visera de celuloide verde sobre la frente. El otro era de buena planta y vestía con sobria elegancia. Sin embargo, cubría sus ojos con unas grandes gafas oscuras. —¿Y dice usted qué…? —habló el Gafas. —En efecto, señor…
El dueño de la tienda efectuó las últimas anotaciones en el libro de ingresos y gastos y computó el resultado obtenido con el dinero que había en la caja. Satisfecho, extrajo la mayoría de los billetes, dejando solamente algunos de pequeño valor así como moneda fraccionaria, para los primeros cambios del día, siguiente y, tras guardar el dinero en uno de sus bolsillos, apagó las luces de la tienda. Al terminar, se dirigió hacia la salida. Era de noche y un farol, en las inmediaciones del establecimiento, alumbraba de sobras el interior, a través de la luna del escaparate y de la puerta vidriera.