Me revientan los mitos. Me revientan las situaciones clásicas, estatuidas, los clichés estereotipados, la burocracia, los encasillamientos, los ideales en conserva… En resumen, me revienta casi todo lo que ha venido conformando la sociedad occidental del Occidente. Por eso soy un gerifalte errante, un vagabundo; eso que los imbéciles llaman un tipo peligroso. Ya se sabe. Para los tenderos suele ser peligroso un tipo que cuando tiene hambre se limita a comerse lo que halla a la mano, pagándolo o robándolo, pues robar suele significar, de acuerdo con su código, llevarse sin pagar aquello que ellos adquieren por dos, para revendérselo a otros por veinte. En este caso es comercio lícito. Para los funcionarios es peligrosísimo un tipo que se cisca en los papeles, las pólizas, los sellos más o menos oficiales, que no hace ningún caso de ordenanzas, reglamentos y ventanillas con perro pachón dentro, que salta las fronteras como los funámbulos de circo las cuerdas de la pista, se encuentran tan bien…, o tan mal, en Rusia como en Estados Unidos, en el Congo como en Suiza, que jamás admite la pretendida superioridad jerárquica de nadie y hace siempre lo que le da la gana. Para los borregos, es peligroso el lobo, porque cuando tiene hambre va y se los come. Como el mundo está configurado por tenderos, funcionarios y corderos…
Historia sobre un negro inquieto que para defender a su amada se entrega a la policía como responsable de un asesinato que no ha cometido, y que aparentemente ella sí, aunque no se acuerda. Ha aparecido muerto un madero de antivicio. El negro pertenece a un remedo de los Panteras Negras, y ella también.
Eran las tres y media de una soleada tarde de invierno. El gran patio rectangular, bordeado por la alta cerca de cemento, estaba lleno de hombres. Los reclusos formaban grupos o paseaban perezosamente de un lado a otro. En cada uno de los cuatro ángulos de la cerca había una torreta, y en ellas tres guardias uniformados, con las pistolas ametralladoras en las manos. Por entre los grupos circulaban también vigilantes, balanceando las porras. Cinco reflectores y dos ametralladoras completaban el conjunto.
Jungla. Solamente jungla. Espesor. Frondosidad. Humedad pegajosa que venía de los pantanos, del río Mekong, de aquel clima asiático, pegajoso y de bochorno. Sobre todo en la jungla. En aquella jungla silenciosa, que a la luz incierta podía ocultar trampas de muerte en su engañosa calma. Parecía como si no hubiera nadie vivo en derredor. Ni dentro de la espesura verde y lujuriosa. Pero todo eso era pura ilusión, engaño ominoso, sutil, muy propio del Oriente. Perezosamente, entre la fronda verde, se movían las aguas lentas, turbias, del río asiático. Más allá, había arrozales, pantanos. Humedad. Mucha humedad y calor por todas partes, incluso a aquella hora matinal, que hacía chillar de vez en cuando, lejanamente, a los pájaros exóticos que se ocultaban en la espesura.
La primera bala abrió un lindo agujero en el parabrisas. Un agujero perfecto, rodeado de estrías. Solté un juramento y de modo instintivo hundí el pedal del gas hasta el fondo. Otro orificio surgió a menos de dos pulgadas del primero y esta vez capté el seco estampido del arma, allá atrás. Mi «De Soto» pegó un salto hacia adelante y la aguja del cuentamillas pareció volverse loca, encabritándose.
Juan Dorado Bolívar tenía apellidos sonoros. Incluso allí, en Sudamérica, esos apellidos tenían viejas reminiscencias legendarias y heroicas. Eran una mezcla de mito y epopeya. Juan Dorado Bolívar llevaba nombres familiares que evocaban la vieja leyenda de El Dorado, el filón de oro sin límite, al fin del arco iris, como dijeron los españoles de antiguos tiempos, y el del libertador Simón Bolívar, el héroe de su patria.
La presenta novela ofrece una estructura peculiar, pues va entrando poco a poco en la historia, ofreciendo una perspectiva poliédrica del entorno donde se ubica, las oficinas del FBI en la ciudad de Chicago, en 1961. Ahí, la llegada de un novato propicia que los veteranos decidan hacerle una broma, pasándole el expediente de un caso que quedó sin resolver, y que aconteció veinte años atrás. El muchacho lo acepta entusiasta y procede a su lectura, y así la acción retorna a 1941, poniéndonos al corriente del caso, en un truco narrativo un tanto similar al que Garland ofrecería, precisamente, en la muy inmediata El manuscrito del “Destripador”. En ese contexto, se nos ofrece una reunión de mafiosos, el jefe de los cuales aporta llevando una máscara que representa una calavera, en un tono que remite a los fumetti italianos, o también a una película alemana del ciclo krimi que adaptaba las novelas de Edgar Wallace, La marca del escorpión (Im Banne des Unheimlichen, 1968), de Alfred Vohrer.
Hay cosas que la juventud debe saber. Por ejemplo, lo referente a la heroína. La heroína es un derivado de la morfina, pero cinco veces más fuerte que esta y por eso la prefieren los toxicómanos. Se la encuentra bajo la forma de un polvo blanco puro, gris o castaño. Tras difíciles y diversas transformaciones, de un kilo de morfina se obtiene uno de heroína. Hong-Kong y Macao son los dos centros especializados en este trabajo, la Costa Azul, la Riviera italiana y la metrópoli parisiense los centros de distribución. Su mayor centro de consumo, los Estados Unidos.
La vi salir una tarde de un elegante salón de té, no lejos de Piccadilly Circus, e inmediatamente me sentí subyugado por su belleza. Uno no quiere ser presumido y decir que ha conocido a muchas mujeres hermosas en la vida, pero ella era el súmmum y compendio de la Belleza, así, con la inicial en mayúscula. Y también sin ser presumido, creo que ella me vio a mí, me miró y hasta diría que sonrió muy ligeramente. Hinché el pecho y sentí que se me dilataba el corazón con un extraño júbilo. Allí quedé, en el borde de la acera, contemplándola unos maravillosos instantes, hasta que desapareció a bordo de un taxi.
Walter Amory cogió el teléfono a la segunda llamada.
—Hable.
—¿Míster Amory?
—El mismo. ¿Quién habla?
—Quisiera entrevistarme con usted. Se trata de un negocio.
Walter frunció las cejas. Hacía exactamente cuatro meses que nadie le llamaba para «un negocio».
—¿Cuándo?
ERNIE MAC Duff bostezó Bostezó porque estaba aburrido. Y también porque tenía apetito; era la hora del almuerzo, a fin de cuentas. Pero, especialmente, es porque estaba aburrido. Muy aburrido. No podía ser de otro modo en aquel lugar. Se enjugó el sudor, mascullando algo entre dientes. Luego, contempló el termómetro y se estremeció. En aquel infierno, nunca bajaba la temperatura. Ernie Mac Duff quitó perezosamente los pies de encima de la mesa, para contemplar con mayor facilidad el exterior. Cerró los ojos, horrorizado.
Sonó el teléfono. Una mano velluda, adornada con un par de valiosas sortijas, levantó el aparato. —¿Sí? —Hola. Ya está liquidado el asunto. —¿Ha salido bien? —Perfectamente. —¿No ha habido fallos? —Si hubiera habido algún fallo, ya no sería perfecto. Yo diría que ni se enteró.
CUANDO a Sylvan Star le llamaban con urgencia, siempre sabía a qué atenerse. Porque la clientela de Sylvan Star no estaba constituida por gentes vulgares con vulgares problemas. Desde luego, un tipo vulgar no podía vivir en aquella mansión. Hace falta algo más que dinero para residir en un chateau del Val de la Loire, de cuarenta habitaciones y cinco hectáreas de parque, manteniéndolo en perfectas condiciones de habitabilidad. Por lo común, los simples poseedores de dinero en grande carecen de la suficiente sensibilidad para percibir, y gozar, todas las sugerencias que ofrecen al espíritu cultivado lugares así.
NO sé lo que es. Aún no lo sé. ¿Principio? ¿Final? Solo Dios lo sabe. Yo, al menos, no puedo saberlo. Estoy ante el final. Y estoy al principio mismo de todo. Es como si la vida y el destino fuesen un círculo. Algo sin principio ni final, una curva que no empieza en ninguna parte, y que en ninguna termina…
La hermosa villa se alzaba sobre un promontorio rocoso, entre Jean-les-Pins y Antibes. Parecía colgada milagrosamente sobre el mar, con una fuerte y bella balaustrada de mármol blanco extendiéndose en altibajos, siguiendo la configuración de las rocas.
Al pie del roquedal, el mar susurraba, muriendo en blanca espuma las mansas olas, que cabrilleaban en la noche bajo una luna llena que convertía el agua en ondulante lámina de plata.
LESLIE ANDOVER abrió la puerta de su departamento. La llamada del timbre le había sorprendido mientras estaba en la ducha. Con una toalla arrollada a la cintura, parecía una estatua caprichosa. El sol de los quince días pasados en Florida aún no había tenido tiempo de palidecer en su piel. —Hola, Les. El hombre era de alta estatura, pero no de fuerte complexión. Su cara, congestionada como si hubiera bebido mucho. Sus ropas, caras, pero en estado de abandono, como si hubiera dormido con ellas. Se apoyaba en el quicio de la puerta
Abrió los ojos.
Las luces le cegaron. Bajó de nuevo los párpados. Cuando volvió a alzarlos, tuvo que pestañear repetidamente. Por fin, todavía deslumbrado, hizo la pregunta:
—¿Y bien, doctor?
El doctor Bowman se encogió de hombros. Suspiró, apagando las luces de la sala de consulta. Miró a Donald Harris. Luego, sacudió la cabeza.
—¿De veras quiere la verdad? —indagó.
Sorprendente novela, en la cual, lo que parece ser un «simple» magnicidio, se convierte en el descubrimiento por el agente M-31 de una fantástica conspiración, cuyo fin es la invasión oculta de los Estados Unidos por parte de un enemigo desconocido, suplantando furtivamente la personalidad de las personas más influyentes y poderosas de las altas esferas de la nación.
El bimotor atravesó rugiendo la capa de nubes, con su motor izquierdo ardiendo en cárdenas llamaradas y dejando una estela de humo negro. Aún se escuchaban los ecos de los últimos disparos de la D.C.A., unos cuantos kilómetros atrás. Evidentemente, el pájaro mecánico estaba malherido, pero pudo alejarse bastante del valle y la ciudad donde acababan de alcanzarlo.
CUANDO vi aparecer el arma por la ventanilla, supe que no había remedio. Era mi muerte cierta. Irremediable. Traté de defenderme, por supuesto. Pero estaba seguro de su inutilidad. El arma crepitó en silencio. Unos disparos. No sé cuántos. El primero me había alcanzado ya. En el pecho. Cerca del corazón. El segundo tuvo más tino. Me dio justamente en él. En el corazón. Ahí fue mi muerte. Ahí terminó mi existencia.