Un hombre es invitado a una mansión situada en medio de un lago en la región germana de Baviera. La comunicación la acompaña una llave bañada en oro valorada en mas de 300 libras. Forma parte del caprichoso deseo de un noble, fallecido hace poco tiempo, del reparto de su herencia. Acude a la cita junto a 6 invitados mas, que no se conocen entre ellos, y tendrán que abrir un cofre de 7 cerraduras donde, cuentan, se encuentra un fabuloso tesoro. Pero desde la llegada a la finca no paran de suceder desgraciados «accidentes»…
El hombre penetró en el hotel Los Angeles y se dirigió al mostrador. Llevaba una maleta de piel de cerdo en la mano y el empleado lo calibró a la primera ojeada. Traje bueno y bien cortado, cabello rubio oscuro, que había estado bajo el cuidado de un buen peluquero, y ademanes desenvueltos. Por tanto, se inclinó ante él con la reverencia que guardaba para los turistas que prometían buenas propinas. —Tres habitaciones, con baño —dijo el hombre. El recepcionista sonrió mientras abría el libro registro.
Mirna dejó de besarme.
Separó de mi boca sus labios carnosos, restallantes de sensualidad. Me miró, maliciosa, con sus claros ojos chispeando ironía.
El semáforo del puente había cambiado. Podíamos continuar hacia el túnel sin dificultades. Mirna arrancó, pisando con fuerza paulatina el acelerador. Le gustaba correr. Y ahora estaba corriendo de veras.
La miré.
El panzudo carguero avanzaba lentamente en la noche neblinosa. Salvo las luces de situación y del puente, pocas más había encendidas. El mar estaba tranquilo. Abajo, las máquinas ronroneaban satisfactoriamente. La proa hendía las aguas, levantando dos chorros de espuma a los lados. De vez en cuando, sonaba la sirena, a fin de alertar a otros barcos que pudieran hallarse en las inmediaciones. Había un hombre en la cubierta, hacia la banda de estribor, tratando de taladrar la niebla con la vista. El ambiente estaba lleno de humedad. Olía a sales y a lodo.
El primer meteoro cayó sobre la Tierra en 1908. Su lugar de impacto, fue una colina remota, en las proximidades del curso del Podkamenaia Tugunska. A menos de cien yardas de Kansk. Al noroeste del lago Baikal. En Rusia. En la Rusia zarista, exactamente. Aquél fue el primero. Un meteoro casi olvidado en la noche del tiempo pasado. Un incidente de insignificante apariencia, en la historia del mundo. El segundo cayó casi setenta años más tarde. En otro lugar muy distante. Muy diferente, geográfica y políticamente.
La mujer era aún joven, y sin duda andaba haciendo ejercicio de piernas por el parque, en su bicicleta. Como todas las mujeres, era sobremanera curiosa. Vio perfectamente que dentro del estupendo descapotable rojo iban dos personas, pero no pudo discernir bien sino el rostro, mejor dicho, el aspecto físico, del que conducía, un hombre aún joven, moreno, con melenas. El coche rojo pasó raudo y se perdió pronto entre los árboles.
Encontraron a la víctima demasiado tarde. Hacía una semana del asesinato. Una larga semana. Especialmente, fue larga para mí. La más larga de todas las semanas de mi vida. Día a día hojeando los periódicos, sobre todo en sus páginas de sucesos. Día a día abriendo el televisor, a la espera de los boletines de noticias. Y escuchando la radio, pendiente siempre de la información diaria de la ciudad. Resultado siempre: negativo.
La joven avanzó hacia el dueño de la casa, alta, exquisitamente ataviada, irradiando hermosura de la cabeza a los pies. Percy Rath estrechó la mano que ella le tendía y miró fijamente al fondo de aquellas bellas pupilas azules. —Clarissa Curmont, supongo —dijo. —Tienes muy mala memoria, Percy —rió la joven argentinamente, a la vez que le hacía un guiño disimulado—. ¿Ya has olvidado Capri, hace tres años? Percy Rath chasqueó suavemente los dedos.
Estaba sentado en un elegante bar de Chelsea, contemplando las hermosas piernas de una mujer que bebía algo suave en otra mesa. Era un hombre al que las mujeres miraban dos veces para asegurarse de que, realmente, sus ojos no las habían engañado. Alguien dijo una vez que Steve Laflin era un hombre con mayúscula.
La misteriosa, desconocida personalidad de Jack el Destripador, el asesino que ensangrentó Londres en 1888, ha despertado siempre la atención de los escritores de toda época y género. Desde Mary Belloc Lowndes, con su famoso libro The Lodger («El huésped»), llevado al cine por John Brahm, hasta psicoanalistas, médicos y expertos en patología criminal, pasando por auténticos imaginativos como Robert Bloch o Colín Wilson con su Ritual in the Dark, el personaje siniestro de Whitechapel ha provocado en todo momento la creación de obras de ficción, junto a ensayos clínicos, hipótesis, deducciones y estudios minuciosos, basados en los escasos datos que existen sobre la figura fantasmal, incógnita, jamás desvelada, del criminal que eliminaba sangrientamente a las mujeres públicas de aquel Londres de luz de gas, niebla, callejas oscuras, sórdidos pasajes y edificios ruinosos. Jack el Destripador, auténtica incógnita viviente, que apareció y desapareció de la escena londinense tras su terrible cadena de muertes violentas, en la mayor impunidad, sigue siendo un enigma, incluso para historiadores, policías, científicos y escritores. Nadie supo nunca quién era, aunque se dedujo una auténtica serie de teorías, posiblemente todas ellas falsas. O acaso una entre ellas responda a la realidad, pero ¿cuál?
Primero llegaron los periodistas, una verdadera nube, una invasión de los más famosos columnistas de sociedad, los más sonoros nombres de la chismografía profesional que hacían latir los corazones solitarios de las solteronas, las frustradas, las camareras y las frígidas de todo el país. Invadieron los hoteles de segunda categoría y establecieron sus reales en espera del gran acontecimiento. Los fotógrafos gastaron kilómetros de película fotografiando los grandes palacios hoteleros reservados para la inmensa multitud de invitados que pronto empezarían a llegar.
El hombre, vestido con elegante descuido, disfrutaba de la excelente temperatura y de las magníficas vistas que se podían contemplar desde el hotel en que se encontraba, un lugar privilegiado de la montaña. Hallábase en una terraza —cada suite o habitación disponía de su terraza particular—, muy bien adornada con un pequeño jardín, en el que abundaban las rosas y las begonias.
DONALD MARTIN se consideraba un buen locutor. Un magnífico profesional. Había trabajado para la KBRG de San Francisco, por su dominio del italiano permaneció una temporada en la WTEL de Filadelfia, en la emisora WFAN-FM de Washington y actualmente prestaba sus servidos para un importante canal de televisión neoyorquino. Donald Martin no se dejaba impresionar por los acontecimientos.
Las manos de Kerry Town desplegaron el periódico y lo primero que captaron sus ojos fueron los grandes titulares de una noticia sensacionalista:
«¡Robado el sello de los Grantwell! Una valiosa joya del siglo XVII, desaparecida misteriosamente. »El famoso sello de los Grantwell, construido con una esmeralda, con su empuñadura de oro, adornada de rubíes, es una de las más famosas joyas privadas del mundo.
—Usted es el hombre indicado para este trabajo, Crane. —¿Por qué yo? Acabo de regresar y tengo derecho a un descanso. El hombre sentado al otro lado de la mesa solté un gruñido. —Usted habla español perfectamente. Conoce a las gentes del Sur…, especialmente al elemento femenino del Sur, si mis informes son ciertos. —Déjese de chistes. Conozco mujeres en todas las partes del mundo, pero eso no me obliga a aceptar misiones en todos los países en que…
Lo sabía. Ahora lo sabía todo. O casi todo. Era terrible. Demasiado terrible, incluso, para creerlo. Pero era así. Lo había descubierto en el archivo. No había error sobre ello. El archivador no mentía. No podía mentir. Cada uno de los datos allí reunidos era exacto, fidedigno. Cada ficha archivada, era una total, perfecta recopilación de informes. Informes personales. Ciertos. Indiscutibles. Y él... él había encontrado súbitamente aquella ficha.
Yo, Mickey Kendall, el detective más famoso de Nueva York, sin un centavo en el bolsillo. Para más desgracia acabo de vaciar mi última botella de «Johnnie Walker». Maldita sea…
Cuando uno se marcha al fin del mundo, siempre es por razones poderosas. Era el caso de Terry Nelson. La pequeña ciudad de Blenheim, capital del distrito de Marlborough, en la isla Sur de Nueva Zelanda, estaba, como todo el mundo que ha ido algún tiempo a la escuela debería saber, más o menos en el fin del mundo, visto con la óptica de un londinense. Naturalmente, para un habitante de Blenheim, su ciudad es el ombligo del mundo y Londres algo así como otro planeta. Diferencias de perspectiva. Blenheim era un pequeño paraíso. Apenas diez mil habitantes, un mar intensamente azul, una campiña intensamente verde, apenas automóviles, casi ninguna industria y absolutamente ninguna polución atmosférica. De la otra tampoco demasiada, los neozelandeses suelen ser gente de muy sanos principios.
Lanzó una mirada a la marquesina. Sobre ella, en relampagueantes trazos de neón, se leía: CAPISTRANO con letras tan pronto azules como color de fuego. Pasó junto al portero negro. Éste se llevó la mano a la gorra de plato, en silencioso saludo. Apartó una cortina y se enfrentó a una escalera que descendía hasta el sótano, donde se hallaba el verdadero local del club. La escalera era estrecha y mal iluminada. Más parecía, a aquellas horas, una escalera de servicio que la entrada principal. Y sin embargo conducía a uno de los más lujosos club de la ciudad.
Entre 1968 y 1969 se produjeron en California los crímenes de El Asesino del Zodíaco, y se estableció la correspondencia con los periódicos Vallejo Times Herald, el San Francisco Chronicle y el San Francisco Examiner. Si bien Garland no realiza cita introductoria en esta novela al famoso asesino en serie (cosa que hacía frecuentemente en otras novelas suyas), es prácticamente de cajón que se basó en dicho personaje para esta buena novela policíaca.
El periódico en cuestión es aquí el Weekly Illustrated, y la conexión parece ser un periodista inválido tras perseguir al supuesto asesino Zodíaco en uno de sus primeros crímenes. Partiendo de esas dos premisas (el nombre del asesino y la conexión con un periódico de Los Ángeles), Gallardo construye una historia que acaba por otros derroteros.
Un asesino de supuestos rasgos orientales va ejecutando a víctimas siguiendo un horóscopo de terror. La policía, los periodistas y un contrabandista de los bajos fondos se alían en una contrarreloj para intentar detener al asesino. Un arranque brutal y violentísimo Made in Garland, un nudo lleno de suspense, y un clímax final que quizá adolece de algo de tensión.