La muchacha estaba aterrada, aunque procuraba contener sus nervios. Dominarse, mantener la serenidad, era imperativo en aquellos críticos momentos. Llovía con fuerza. En las alturas, el viento silbaba lúgubremente. De cuando en cuando, un relámpago disipaba las tinieblas con su resplandor, durante un brevísimo período de tiempo. Entonces, Ilse Kranz podía ver el brillo de las turbulentas aguas del Schünersee a casi doscientos metros por debajo del lugar en que ella se encontraba. El viento arremolinaba los rubios cabellos de la muchacha. Centímetro a centímetro, Ilse se deslizaba por aquella angosta comisa, situada cerca de la base del castillo de Homnitz.
Sam Adeanu era dueño de una droguería y fuente de soda en el trozo final de la calle, muy cerca ya del río Harlem. Una noche de enero, cuando iba a cerrar el establecimiento, observó que alguien abría la puerta de éste y entraba. —Voy a cerrar —advirtió Sam—. No despacho más. El otro no respondió. Sam levantó los ojos hacia él. —¿No me ha oído? —preguntó—. Y además, ¿qué hace usted en esta calle?
Dane Faith maldijo entre dientes al darse cuenta de que se había metido en la trampa que en todo momento había querido evitar. Ahora estaba acorralado y, aparentemente, sin la menor posibilidad de escapar. Los hombres de Bert Mowski estaban abajo, rodeando la casa: dos frente a la puerta principal, otro frente a la posterior y el cuarto al pie de la escalera de incendios. Puesto que él se hallaba en un tercer piso, a diez metros del suelo, escapar por cualquier otro sitio no solo parecía absurdo, sino que resultaría desacertado.
CLIFF DUGAN entornó los ojos. Siguió con la mirada el ondulante movimiento de caderas de la azafata. Una escultural morena de rostro sensual y prominentes curvas. La mujer se introdujo en la sala de mandos para reaparecer a los pocos minutos. Vista de frente era aún más excitante. Senos erectos, cintura de odalisca, torneadas caderas y piernas de bronceados muslos. Recorrió el pasillo del avión rozando el brazo derecho de Dugan. Una voz femenina ordenó por el altavoz utilizar los cinturones de seguridad. Dentro de breves minutos tomarían tierra en el Aeropuerto Nacional de Washington.
La muchacha parecía sentirse perseguida por alguien. Caminaba con pasos muy rápidos y, de cuando en cuando, volvía la cabeza como si quisiera confirmar la certidumbre de sus sospechas. Era de buena estatura y pelo claro. Vestía con sencillez, pero con gusto; los colores de su vestido, bastante vivos, resultaban muy adecuados no sólo al tono de su cabello, sino a su propia silueta, de gran esbeltez. Un observador superficial habría dicho que era un «palillo», pero las formas que se adivinaban bajo la tela eran netamente femeninas y de una solidez total.
RICH TRANT detuvo su coche convertible delante de la oficina del sheriff de Ocean City, apeándose sin prisas. Sabíase observado al menos por media docena de personas. Ocean City era una de esas pequeñas poblaciones costeras del Pacífico, que gozan de mucha animación durante los meses veraniegos, y el resto del año vegetan en una pacífica semisomnolencia. Demasiado pequeña para tener verdaderos problemas, sus habitantes no debían añorar, al respecto, los ruidosos días veraniegos.
Era agradable encontrarse viajando ya, por encima del Canal de la Mancha. Atrás se quedaba Londres. Y con Londres la popularidad, el revuelo, las molestias de ser repentinamente demasiado conocido de la gente. Algo que no encaja en mi profesión. Lo menos que debe ser un detective privado… es popular. Ya no me era posible investigar un caso cualquiera, sin que la gente a quien yo debía vigilar o espiar, se volvieran, señalándome y diciendo con sorpresa: —¡Mira, si es Robin Madison, el detective!
—Como ve, no es una tarea difícil para un hombre de su talla, y veinticinco mil dólares es una buena suma. —En marcos alemanes. Tengo más confianza en esa moneda. Duke Dart sabía que su advertencia iba a molestar a su interlocutor, por eso la hizo. En efecto, Flint Felton III apretó las facciones, más aún su boca delgada y su mirada fría. El era bien conocido como uno de los máximos «halcones» de su país, uno de los que brindaron con champaña de importación del más caro cuando conocieron la noticia del asesinato del presidente Kennedy, un paladín de la sangrienta intervención en el Vietnam, fervoroso partidario de Wallace, antisemita, antinegro, antiliberal, anti casi todo, especialmente todo lo que atentara al poderío de Wall Street y los grandes trusts, en alguno de los cuales era importante accionista y dirigente. Le gustaba autodefinirse como un «hombre de la antigua frontera» y ciertamente Se parecía a ellos en muchos detalles. Por ejemplo, en éste de venir a Londres a contratar a un mercenario para que le hiciera una faena sucia, con la absoluta certeza de que le bastaría hacer su oferta, eso sí, bien pagada, para que el elegido aceptase, satisfecho.
Todo comenzó así. En aquél, vuelo, exactamente el número 407 de los vuelos internacionales de la compañía americana de vuelos Charter, llamada Starlight. En principio, era un vuelo como tantos otros. De aspecto rutinario, y sin nada especial en sus características ni pasajeros. Sólo en principio. Luego, llegó lo imprevisible.
El «Mercedes» rodaba a buena velocidad por la autopista Berlín-Tempelhof. De cuando en cuando, su conductor, alto, magro, de pómulos un tanto hundidos, lanzaba una mirada al reloj del tablero de instrumentos.
Iba a 160 kilómetros por hora, pero rebajó la velocidad a 120. Tenía tiempo de sobra y no valía la pena cometer imprudencias. De pronto, notó un olorcillo raro en el interior del vehículo.
Una nube de gas azulado, muy tenue, se enroscó alrededor de su cabeza. El tiempo era frío y por ello el conductor tenía las ventanillas casi cerradas.
Enclavada en la península de Florida. Sobre la bahía Biscayne. El mayor centro turístico de Estados Unidos. Con una población en su área metropolitana cercana al millón y medio de habitantes. La zona incluye las comunidades de Miami Springs, North Miami, South Miami, Golden Beach, Miami Beach, Surfside, Coral Gables, Hialeah, Miami Shores y Opa-Locka. Destacando Miami Beach. Un paraíso. Sol tropical y refrescante brisa marina. Canales y bahías por donde deslizarse, rompiendo la tranquilidad de las aguas. Inexplorados jardines submarinos de coral…
—Naturalmente, si falla y es capturado, nosotros nos desentenderemos de su suerte… Eso había dicho sir Charles. Era el bien conocido disco, tan popularizado por las películas y la televisión. Roy Raglan le hizo oídos de mercader y le contestó con cierta soma, eso sí, muy respetuosa, porque sir Charles era un importante personaje, que conocía los riesgos de su oficio. Un condenado oficio donde los hubiera. Y tan inclasificable, como muchos jóvenes paseantes por los alrededores de Piccadilly Circus. Pero a Roy le gustaba; no lo habría cambiado por una cómoda oficina en la City, como ejemplo de sólida y respetable manera de ganar dinero.
De repente, Sholto Bould sintió que le dolía la cabeza. —Trabajo demasiado —se dijo. Tenía puestas las gafas que usaba para leer. Se las quitó, púsose en pie y dio unos cuantos paseos por el salón de su casa. —No está bien, no está bien que un hombre joven y soltero permanezca enclaustrado como un monje, sin asomar las narices fuera de su casa —dijo, hablando consigo mismo a media voz.
La mujer ya no estaba en su primera juventud, pero sí poda enorgullecerse de su plenitud… si no hubiera sido por su expresión. Poseía un cuerpo rotundo, pletórico de sugestivas tentaciones. Unas piernas largas, magníficas, que habrían hecho la felicidad del noventa y nueve por ciento de las mujeres. Unas caderas que servían de firme remate a esas piernas. Y un rostro bello, pero marchito.
Desde la altura, a unos trescientos metros sobre el nivel del Neuchatel, podían verse las luces de las poblaciones situadas en sus orillas, aunque a la chica que se paseaba por el jardín no parecía impresionarle demasiado el espectáculo.
Era una mujer joven, fuerte, de cortos cabellos oscuros, vestida con una cazadora de piel que encerraba con dificultad su pecho sano y robusto, shorts de la misma piel negra y botas también de idéntico material. Pendiente del cuello llevaba una ametralladora de paracaidista. En el cinturón tenía seis cargadores de repuesto.
SE detuvo el «Rolls Royce» frente a la fachada de piedra gris, con escalones de acceso a la amplia, suntuosa puerta de recia madera de roble. Eran seis los escalones que subían hasta la entrada del Mayfair Club de la Quinta Avenida neoyorquina. Seis escalones los que subió el hombre que había descendido poco antes del automóvil, tras recibir el saludo ceremonioso del portero de ostentosa librea color granate, al inclinarse ante él: —Buenas tardes, señor Talbot. Bien venido al club, señor.
—Parker, esto es escandaloso. Hay un cadáver en la biblioteca. El alto y delgado mayordomo de cara de palo se inclinó respetuosamente. —Sí, milady… Perdón, ¿cómo ha dicho, milady? La anciana señora, que estaba sentada en un cómodo butacón, no lejos de una chimenea encendida, se llevó los impertinentes a los ojos y miró de pies a cabeza a, su mayordomo.
El auto era un «Oldsmobile» del año 70. Serie «Toronado». Pese a su relativa antigüedad era uno de los modelos más lujosos que circulaban por el mercado. Motor de cuatro cañones y transmisión, automática. Potentes faros delanteros, luces de cola y paneles traseros. Diferentes salidas para el aire acondicionado e infinidad de detalles en el tablero de instrumentos. Un coche de lujo. Digno de un magnate de la industria, de un play-boy de viuda rica o de un aristocrático «hijo de papá».
Atardecía ya cuando el viajero, un tanto indeciso, detuvo su coche junto a un poste indicador de caminos.
> A HIGHWATCH TOWER 2 MILLAS
—Bueno, por fin parece que he dado con la ruta precisa —se dijo el viajero para sí, muy satisfecho de haber hallado la orientación adecuada para llegar a su destino.
Silbando alegremente, el viajero embragó, pisó el acelerador y continuó por el caminejo señalado por el poste y que se adentraba en un espeso bosque. El ambiente era terriblemente sombrío, pero al viajero no le importaba en absoluto.
—Asesinado. Eso es lo que han hecho conmigo; asesinarme. Tan clara y deliberadamente como si me hubiesen acuchillado con un agudo estilete, atravesándome el corazón. O como hincarme una bala en el cráneo. O como hacerme beber un líquido repleto de cianuro. O envenenando mis alimentos con arsénico. Sólo que esto era aún más cruel. Más perverso que una muerte vulgar. Era deliberada, sutil y maligna y lenta. Una forma perversa y malévola de matar a otro semejante. Virtualmente, yo estaba muerto. Muerto…