Entre la espesa vegetación que cubría la ladera del monte, ya en la entrada del bosque, Gene Forenan con el rifle al hombro, su chaqueta de cuero bien ajustada y el gorro de castor encasquetado en su cabeza, oteaba la senda que discurría por debajo, formando curvas violentas y rectas escabrosas, que se ceñían a los accidentes del terreno como si este pretendiese cerrarse sobre ella y cortar toda comunicación con el interior.
Eran las tres de la tarde de un día bochornoso de pleno verano. El sol, como un inmenso volcán en ebullición, arrojaba su lumbrarada sobre las polvorientas calles del pequeño poblado de Cerro Colorado, al Sur de Arizona, casi en la divisoria de México.
El poblado pequeño, de casa bajas de adobe muy blancas, sobre cuyas fachadas el sol reverberaba fieramente aumentando la sensación de bochorno, se extendía sobre la planicie a no mucha distancia del Baboquivari Peak, un monte cónico, adusto, que se erguía en la gran llanura como un gigante solitario que sestease perezosamente a la abrasadora caricia del astro rey.
Polvo, calor y viento… Cactos, yucas, mezquites… Buitres, lagartos, culebras… Cincuenta millas de pelado y maldito desierto… Y al otro lado, proscrito. Eso era lo que me aguardaba. Detuve a mi caballo al escueto amparo de la sombra de un saguaro gigante y me eché más el sombrero sobre los ojos quemados por la reverberación. Me mondé la garganta y extraje de allí un puñado de polvo rojizo mezclado con algo de saliva, escupiéndolo encima de una pequeña araña de color de barro que trataba de merendarse a una mosca azul. La araña quedó medio inundada y me sentí contento…
Olía fieramente a carne chamuscada. Los hierros de marcar parecían flores de sangre humeantes dentro de las brasas de las hogueras. Un atronador concierto de desesperados mugidos poblaba el ambiente y dominaba el rumor de las conversaciones de los vaqueros. Se estaba procediendo al marcaje de los becerros reunidos en los pastos del rancho Taylor, en Pass, próximo al Río Nueces, en la parte Sur de Texas.
Todas las tardes en el «Hotel Helena» de Wallace, en el Estado de Idaho, y en el salón reservado del bar que el dueño había instalado en los bajos del hotel para que sirviese de punto de reunión y tertulia a los más destacados elementos del poblado, solían reunirse, el ranchero de ovejas, Truett Burke, y algunos otros elementos pudientes del contorno, como eran, un par de granjeros, un terrateniente que se dedicaba a prestar dinero con usura, el dueño de la farmacia, el dueño de un aserradero bastante importante instalado en las afueras del pueblo y algún otro vecino de destacada personalidad.
Judah Smiley detuvo su polvoriento y cansado caballo junto a la linfa de un arroyo que se deslizaba plácidamente a través de la pradera, y se apeó. Tenía una sed de infierno, una sed que no se saciaba nunca, quizá porque lo que su torturado pecho ansiaba era algo más que agua, por pura y fresca que ésta estuviese.
También el caballo se sentía sediento e irrespetuosamente, se adelantó junto con su dueño y ambos hundieron sus fauces en el cristalino líquido, bebiendo con fruición, incansablemente, como si necesitasen hacer provisión para muchos días de penuria.
Dean Bloom llego con expresión satisfecha hasta el escondido campamento donde le aguardaban sus compañeros de armas. “Testarudo”, su magnífico caballo negro, llegaba cubierto de sudor, pero parecía tan satisfecho como su propio amo de verse entre los otros equinos, junto a los que había hecho la última parte de la campaña, terminada ya. Relinchó el caballo y le correspondieron sus compañeros. Por su parte, Dean, sin decir palabra, arrojó un fardo de ropa en dirección a Ross McDonald, el cual vestía uniforme del ejército del Sur, y lucía las insignias de teniente.
El agente federal, Theodore Barton viajaba en un tren mixto de Pasajeros y carga con destino a Weiser. Había salido por la mañana de Boise y esperaba llegar poco después de media tarde al poblado fronterizo.
Sentado en su asiento, con la negra pipa aprisionada entre sus recios dientes, fumaba casi con furor, lanzando grandes bocanadas de humo que quedaban flotando en el interior del vagón, sin respeto a los pocos viajeros que con él ocupaban el departamento.
En realidad, Barton se había cuidado de comprobar que no viajaba mujer alguna y esto bastaba. A ningún hombre debía molestarle el humo de los demás, como a él no le molestaba tampoco.
Corría el año 1870, año turbulento en Texas y más aún en San Antonio, donde se había concentrado todo el movimiento ganadero de la región. La ruta de los cornilargos que Jesse Chisholm había abierto dos años atrás bravamente, para conducir los miles de reses que nadie sabía qué hacer con ellas a causa del desbarajuste que había provocado el término de la guerra de Secesión, estaba en pleno apogeo.
Red Desmond abandonó el vestíbulo del hotel River, en el poblado de Malind, situado en una planicie del Oeste de Nebraska, equidistante entre la línea férrea del Unión Pacific que se deslizaba siguiendo la impetuosa corriente del North River y el ferrocarril C. B. & Q. que descendía en diagonal por la parte alta desde la divisoria de Dakota del Sur, para llegar a Hasting, uno de los poblados más importantes del Estado. Malind no era un pueblo importante, pues su situación geográfica le apartaba del ferrocarril algunas millas; mas, a pesar de esto, contaba con un censo de población bastante nutrido, ya que se comerciaba mucho con cereales, aparte de que existían un par de ranchos importantes: el de Jack Desmond, padre de Red y otro más pequeño, situado en un lugar áspero, entre riscos, que hacían molesto no sólo su localización, sino el camino para llegar a él.
Dean Reid salió de lo que constituía en sí Fort Sill para pasar a las edificaciones que formaban las factorías en donde los traficantes de pieles y otros artículos, comerciaban con indios y cazadores. Divisó un grupo constituido por una joven india de buena estatura y admirables proporciones, cuyo rostro era bellísimo, un piel roja anciano hasta el punto de que temblaba como un azogado, y un yanqui de aspecto nada agradable que estaba echando un vistazo a uno de los fardos de pieles que le había llevado la india. Dean se dispuso a pasar de largo; se detuvo sin embargo al oír que el traficante preguntaba en tono despectivo: —¿De dónde has robado estas pieles?
Grace Allen estaba sentada en la barra superior del portalón que abría paso en la cerca de estacas que limitaba el terreno del rancho por su acceso principal. La picante belleza de la sugestiva pelirroja lucía espléndida en el marco de la naturaleza. Grace mordisqueaba un tallo de yerba que mantenía entre sus dientes y se mecía suavemente en el portalón, al que había impreso un leve movimiento de vaivén que arrancaba algún chirrido a sus goznes. La joven se había despojado del sombrero y su larga cabellera, que poseía tonalidades de cobre fundido y bien pulido, destellaba al sol al menor movimiento de Grace.
Cuando la osada y poderosa firma Wells Fargo se lanzó a la peligrosa, aunque reproductiva, empresa de poner en comunicación, por medio de pesadas diligencias, los pueblos y las rutas más importantes del Oeste dada la dificultad de medios de transporte existentes hasta entonces, no lo hizo a ciegas ni alegremente. Hombres experimentados, duchos en los negocios y conocedores del ambiente que iba a rodear su empresa, pesaron los pros y los contras de su idea y, a pesar de que descontaban una parte de beneficios, que se esfumarían con los avatares del desarrollo de su idea, estaban seguros de que no harían un mal negocio, aun perdiendo aquella parte de las ganancias. El más serio problema que se les presentaba era el material humano. No todos servían para efectuar aquel peligroso trabajo y, aun algunos que servían, no se mostraron dispuestos a tomar parte en la aventura por los innumerables peligros a correr.
No siempre han sido los americanos los que, a través de sus libros o sus relatos, han recogido con más conocimiento de causa que los extraños, la vida o hazañas de determinados elementos que en vida fueron tipos famosos por sus hechos, más o menos extraordinarios. También, a veces, observadores no indígenas, curiosos y buceadores, encontraron datos y temas para sacar a la luz historias que parecían condenadas al olvido, aunque se refiriesen a nombres exóticos que enriquecieron el folklore dramático de los más destacados pistoleros del Oeste en su época floreciente, cuando aún la justicia no había conseguido imponer la fuerza del Código en muchos estados americanos.
El viento levantaba remolinos de polvo amarillo en la calle principal de Tascosa aquella mañana marcera. Era un viento helado que venía de las altas tierras del Panhandle con la fuerza suficiente para alzar aquellos malditos remolinos y provocar congestiones pulmonares. Por lo mismo no abundaban las gentes en las aceras. El jinete parecía proceder del Sur y montaba un ruano fuerte, de grande y fea cabeza. El hombre parecía de anchas espaldas y bastante joven, aun cuando una cerrada barba ahora del color del polvo y de por lo menos una semana envejecía sus descarnadas facciones. Llevaba alto el pañuelo del cuello para protegerse algo la boca y el sombrero echado encima de los ojos, cosas ambas que contribuían a no dejar muy a la vista su cara. Sin embargo había algo que impedía toda posible suspicacia. Una estrella de sheriff bien visible sobre el chaleco.
La cuesta se fue suavizando, las paredes en que estaba encerrado el tren, iban descendiendo y finalmente el convoy volvió a verse situado dentro de ilimitados horizontes, en lo alto de una meseta. Billy se encontraba solo en su departamento. La escasez de viajeros lo permitía así. El joven no se sentía con ganas de charlar con nadie, adivinando que detrás del escueto telegrama había toda una historia que no era normal.
El jinete que vestía con elegancia y calzaba brillantes botas de tubo, puso el alazán al paso apenas dejar el camino general y emprender un sendero que conducía a una tupida arboleda. Allí estaban esperándole. Era un individuo que vestía ropa de vaquero, muy sucia. Estaba empapado de sudor y cuando llegó el elegante soltó una exclamación de alegría: —¡Temí llegar tarde, Rand! Por poco reviento el caballo. La montura del que había hablado estaba sujeta a unas matas, con el pelaje cubierto de espuma.
La tierra es la madre de la humanidad porque ella es la que brinda a los racionales e irracionales la base de su sustento, pero es una madre común para todos, aunque sucede que algunos de sus hijos, más egoístas y ambiciosos que los demás, lo quieren todo de ella, aun a costa de la parte sagrada que corresponde a sus hermanos. Así no es de extrañar que la Historia de los Estados, y en este caso de Norteamérica, esté cuajada de episodios heroicos o sangrientos por la posesión de la madre tierra.
La mañana había roto magníficamente. Un sol claro aún, un poco apagada de color y viveza, surgía, por detrás de las crestas del monte Crawfordsville y su dorada luz ponía ramalazos de tonos amarillos en las crestas lejanas, coronadas de nieve estática, mientras los árboles, los picachos cercanos, las laderas de las barrancas y las mesetas, perdían sus tonos sombríos para adquirir matices más alegres a los ojos pese a lo agreste de aquel paisaje lleno de salvajismo…
El tremendo dolor que a Rudolph Davies acaba de causarle el inesperado y cobarde asesinato de su hijo Tom, apenas si se reflejó en su rostro de líneas duras y enérgicas. Rudolph era un hombre de granito para todas las emociones de la vida, que sabía guardarlas muy dentro de sí, sin que por eso se le pudiese acusar de indiferente, falto de sensibilidad.