—¿Y por qué crees que esa dama puede estar en el Depósito? —Ésa es una de tantas posibilidades —dije, aburrido—. Hace una semana que ando de un lado a otro dando tumbos en este maldito asunto, pero hasta ahora no he conseguido la menor pista. O se ha esfumado, o está enterrada, o se encuentra en Miami de vacaciones con cualquier potentado. Sólo me falta dar un vistazo a los fiambres que guardáis en conserva. Si no está allí, voy a escribir a mi cliente diciéndole que no está en California y… —Para el carro —gruñó Sam—. Una mujer no desaparece así, sin dejar rastro, como un conejo en el sombrero de un prestidigitador. ¿Por qué la buscan, puedes decírmelo? Suspiré cansadamente.
La chica estaba en una situación difícil, apreció Irving Mott casi a la primera ojeada. Había oído un grito sofocado al pasar por delante de aquel oscuro callejón, seguido de una obscena serie de palabrotas, proferidas a media voz, y ello había llamado inevitablemente su atención, obligándole a detenerse a poca distancia del lugar de los hechos. El hombre la mantenía sujeta contra la pared, pero no con una mano, sino con la punta de una navaja, que había apoyado en su esbelta garganta. Con la otra mano, se recreaba en ir rompiendo poco a poco la parte superior de su vestido. Mott no podía captar muchos detalles, salvo que la chica parecía alta y bien formada, de pelo rubio y suelto, y el asaltante era algo más bajo y vestía desastradamente. La indumentaria del sujeto podía deberse tanto a negligencia personal como a falta de numerario.
Un paraíso en tecnicolor, chillón y brutalmente alegre, con la amarga alegría del borracho. Millones de luces de todos los colores. Millares de anuncios parpadeantes de tan vivas tonalidades que dejan pálidos los colores del arco iris. Gentes vociferantes apretujándose en las aceras. Riadas de coches avanzando a paso lento por las calles, los más lujosos autos del mundo dándose cita en un desfile enloquecedor, empujándose unos a otros. Eso es Las Vegas.
La muchacha dormía apaciblemente en la cama. Un rayo de luna penetraba a través de la ventana abierta e iba a dar en su rostro, iluminándolo con suaves resplandores. Los rubios cabellos, esparcidos a modo de abanico de oro sobre la almohada, despedían singulares destellos. Uno de sus brazos aparecía fuera del cobertor y se veía redondo y mórbido, de piel blanca y satinada. De pronto, se agitó inquieta. Sus labios se movían irregularmente, emitiendo murmullos ininteligibles.
Fue una de esas cosas estúpidas que suceden a veces cuando uno menos puede pensar en ellas. Empiezan sencillamente y parece que vayan a terminar de la misma manera, y, por regla general, así es. Acaban y uno no vuelve a recordarlas en todos los días de su vida. Aquella pareció que iba a ser de esa clase. Empezó justamente cuando regresaba a casa después de haber pasado parte de la noche en un espectáculo frívolo. Llevaba unos días en la más completa inactividad y de alguna manera había que matar el aburrimiento.
El león abrió sus fauces y emitió un profundo rugido, que se extendió con penetrantes sonidos a través de la extensa llanura. Los animales se escondieron en sus guaridas al escuchar la voz del rey; temían su cólera y temían servirle de alimento. El león divisó a lo lejos varios ojos luminosos que se movían irregularmente por la planicie. El olor de la gasolina alcanzó inmediatamente su pituitaria. Giró sobre las plantas de sus garras y volvió grupas, aparentemente con olímpico desprecio hacia aquellos horribles monstruos mecánicos, pero, en realidad, sintiendo miedo y desagrado ante ellos.
Permanecí sobre el andén de la estación. Dejé la maleta en el suelo y miré a mi alrededor. El edificio de la estación no era ningún palacio, pero tampoco una barraca como yo había creído durante el viaje. Dos mozos hacían cuanto podían para demostrar que estaban ganándose el sueldo, aunque bien es verdad que no ponían mucho entusiasmo en la representación. Ambos desaparecieron por una puerta antes que alguien pudiera cargarles con el equipaje, con lo que quedé solo en todo el andén de madera.
Un hombre se disponía a penetrar en aquel momento en un portal. Giró sobre sus talones al escuchar su nombre. Su rostro era una máscara de odio y temor. Frenéticamente, forcejeó por sacar la pistola que tenía bajo la axila. El otro fue más rápido. Acuclillándose ligeramente, tiró por dos veces a pocos pasos de distancia, la anchura de la acera, más o menos. Su revólver calibre 38, “Smith & Wesson”, vomitó dos anaranjados fogonazos en la decreciente luz del lluvioso crepúsculo.
El hotel Fontainebleau es uno de los más modernos y lujosos hoteles del mundo. También su situación es privilegiada, debido a que ocupa una extensa área casi al final de la Avenida Collins, en Miami Beach. Está construido en forma de gigantesca C y posee junto a él todo cuanto el ser humano pueda desear, desde varias piscinas con agua fría y caliente, cabarets, soláriums, galerías de lujosas tiendas, agencias de viajes, Bancos, etc. Y, por descontado lo que en Miami no puede faltar: mujeres. Cuando me inscribí en el registro de semejante palacio no pude menos que experimentar cierto sentimiento de lástima por los sufridos contribuyentes, va que de sus bolsillos saldrían mis gastos en proporción astronómica.
—¿Quién quiere al chatito más que yo? Peter Tilling, esforzándose en dominar un gesto de fastidio, se echó ligeramente hacia atrás para impedir que los dedos de la rubia que le acompañaba se posaran por enésima vez en su raíz, algo deforme desde su época de universitario. —Cambia el disco, preciosa. Te repites mucho. Había un leve matiz de impaciencia y de enojo en su voz que no fue captado por Clara Peck, algo alegre por las repetidas copas de champaña. —¿Ya no te gusto, chatito? —inquirió ella, con un mohín de coquetería, dejándose caer materialmente sobre el hombre.
Era una mañana en la que lucía el sol con toda la alegría primaveral de California. Durante la mayor parte de la noche pasada había llovido y la tierra todavía estaba húmeda y despedía una fragancia suave y agradable. Podría decirse que era una mañana perfecta. Tal vez por eso yo estaba de mal humor, aunque a decir verdad me encuentro así todas las mañanas cuando salgo de la cama. Por regla general, ese estado de ánimo se disipa a medida que pasan las horas y alcanza el punto de máxima euforia cuando se acerca la noche. Bueno, sea como sea, aquélla era una de mis mañanas negras. Entonces alguien golpeó tímidamente sobre el cristal de la puerta exterior del despacho. Gruñí algo y ella entró.
Colgó sin darme oportunidad de añadir nada más. Yo hice lo mismo y me eché atrás en el sillón giratorio. Por unos instantes evoqué la imagen de la linda secretaria del pez gordo que encabezaba la «Compañía Financiadora Loes y Craven». Resultó una evocación capaz de marear a un tipo menos impresionable que yo y decidí comprobar personalmente si todavía era tan hermosa como yo la recordaba.
Estalló una ovación.
Un joven alto, de fuerte complexión, apareció en la pista. Iba ataviado con un llamativo traje azul y sostenía en su diestra un bastón. Se inclinó sonriente; seguidamente se puso a cantar.
Su voz era excelente, y al terminar su actuación los aplausos resonaron en el elegante local. Matt Nixon se inclinó emocionado. Aún no habíase acostumbrado al éxito. Éste empezaba para él, saliendo de aquella apurada situación, cuando ya no confiaba en conseguirla.
Al oír el timbre de la puerta de llamada, Malcolm Mac Bride levantó la vista del periódico que estaba leyendo y dijo: —No te molestes, querida; yo mismo iré a abrir. Parsimoniosamente, se quitó las gafas, que metió en el bolsillo superior del batín de lana que vestía, dobló el periódico y se puso en pie. La lluvia batía contra los cristales. La tarde era desapacible. En la chimenea, ardían alegremente unos cuantos troncos. El ambiente, en el interior de la estancia, resultaba así sumamente confortable.
Eran más de las dos de la madrugada cuando el dueño del bar decidid que ya me había aguantado bastante. —Voy a cerrar, amigo —gruñó—. Termine con ese whisky y lárguese. Yo era el único cliente que quedaba en todo el establecimiento. No encontré ánimo suficiente para discutir con el tipo, así que engullí lo que quedaba en el vaso y me deslicé fuera del taburete. Hubo cierta conmoción bajo mis pies, como si el suelo oscilara arriba y abajo. Necesité apoyarme en la barra para conservar el equilibrio. Eso hizo que el suelo dejara de moverse.
Alfie Dawn se arregló de un modo instintivo el nudo de su corbata al oír el zumbido del timbre de su despacho. La Agencia Dawn de Investigaciones Privadas tenía cierta fama en la ciudad de Reno y otras partes del estado de Nevada. Claro que era la suya una fama objeto de controversias. Buena, por parte de los clientes que habían solicitado alguna vez sus servicios. Y mala, rotundamente, según la opinión de la policía.
Los coches se acercaron con los faros apagados. Tenían que ir con mucha cautela, porque aparte de que no había luna, los árboles hacían más cerrada la oscuridad. Los caminos que conducían a la colina, donde se encontraba la casa, eran muy estrechos. El encontronazo de algún coche contra cualquier árbol o roca, se podía convertir en un tapón para los que iban detrás, cargados de agentes. La colina donde estaba la casa tenía una ladera sin caminos, porque había un lago bordeando la maleza.
Terminé de redactar el largo telegrama, esperé a que el empleado sacara sus cuentas y entretanto encendí un cigarrillo. Era agradable sentirse libre de toda obligación, sin nada determinado que hacer durante las próximas veinticuatro horas, solo deambular por Miañar antes de tomar el avión de regreso a Los Ángeles. El empleado de telégrafos me entregó el resguardo, pagué y salí al sol de Florida con la maravillosa sensación de un turista solitario con todo el tiempo del mundo para él solo. Bueno, mi tiempo eran solamente algo más de veinticuatro horas, pero podía prolongarlas cuanto se me antojase…
El edificio del Pennsylvania Insane Asylum, de enormes proporciones y severa arquitectura, parecía dormido. Sin embargo, en una celda, un enfermo hacía inauditos esfuerzos por librarse de la camisa de fuerza, mientras sus ojos, desorbitados, reflejaban un odio sin límites. En los dormitorios individuales cientos de seres olvidaban sus tragedias con el sueño. Algunos gemían sin despertarse. Tal vez el subconsciente les mostraba escenas de la vida pasada. El enfermo del guardia del Pabellón del Sur paseaba fumando un cigarrillo. Sus manos temblaban.
El fulano que se había sentado junto a Mark, y que había dejado de amenazarle con la pistola, le obligó a colocarse unas gafas negras, cubiertas por ambos lados, que le impedían en absoluto la visión. A pesar de ello, calculando el tiempo que tardaron en cruzar sobre un río, supuso que le llevaban a Bronx tras cruzar sobre el Harlem «river». El automóvil realizó algunas maniobras bruscas, evitando con ello que Mark pudiese tener idea de por dónde le llevaban.