La lancha, que por sus dimensiones y lujo interior, podía considerarse como un yate de recreo, le dejó en el pequeño muelle. A Rudy MacRae, el muelle le pareció la boca de un lobo, con sus dos enormes mandíbulas a punto de cerrarse sobre la embarcación, para triturarla con unos gigantescos dientes de cemento.
Pero no había dientes, sino más bien una especie de encajonamiento artificial al pie de los cantiles. Un poco más allá del muelle se divisaban tres o cuatro blancas casitas, de tejados rojos, muy apiñadas. Una incongruencia en aquellas latitudes tropicales, pensó MacRae.
Lo que había a veinte metros del mar era asombroso.
—Evidentemente, es nuestro mejor hombre. —Lo es. Pero ¿valdrá la pena sacarle de su actual misión en el Medio Oriente, para encomendarle algo tan complejo y falto de perspectivas, señor? —Evidentemente, la misión en Oriente Medio es delicada. Aquello es ahora un volcán a punto de erupción. Pero hay hombres capacitados para cubrir la vacante del actual.
Jeff Brandon se consideraba el más feliz de los mortales. Tenía motivos para ello. Recientemente, había conseguido el premio Battle de periodismo por unos reportajes sobre la vida y costumbres de distintas capitales europeas. El galardón era casi tan cotizado como el Pulitzer. Jeff Brandon, con sólo treinta años de edad, gozaba de gran renombre como escritor. Autor de varios libros y colaborador en las más importantes publicaciones de Estados Unidos.
Abrió la ventana y contemplo el jardín, descuidado y sucio. Después de tantos años, era la primera vez que volvía a ver lo que en su infancia fuera todo su mundo. Ahora le pertenecía por completo. Pero había cambiado. Todo había cambiado radicalmente en esos años, incluso él mismo. Y los vecinos.
SONÓ el llamador de la puerta dos veces. Dos veces zumbó el suave llamador, recién instalado. Yo me limite a indicar con voz grave: —Adelante, por favor. Está abierto. Así de sencillo fue todo. Debí haber pensado que también la Muerte, según el viejo proverbio chino, acostumbra llamar dos veces. Pero la idea ni siquiera me pasó por la mente. Quizá porque nunca fui aficionado a los proverbios chinos. Ni tuve miedo jamás a la muerte, en parte porque a los treinta años no se acostumbra tener miedo a nada. O a muy pocas cosas.
El hombre caminaba con cierta dificultad por uno de los senderos del parque, oscuro y solitario en aquellos momentos. Se apoyaba en un bastón, debido a que renqueaba ligeramente de la pierna derecha, y en la mano llevaba un maletín de ejecutivo. Parecía bastante viejo, a juzgar por la dificultad de sus movimientos y los cabellos blancos que se veían bajo el sombrero. De cuando en cuando, dejaba escapar una tos carraspeante. Entonces necesitaba detenerse para tomar aliento. Había algunas farolas encendidas en distintos puntos del parque, pero la oscuridad, en general, era la nota dominante. El anciano rebasó una de las farolas y, cien pasos más adelante, se detuvo al pie de un frondoso tilo.
El coche rodaba velozmente por la recta carretera que atravesaba la zona desértica, en dirección a la barrera de colinas rojizas que cerraba el horizonte. Una vez, Kim Pevney se cruzó con un camión pesado de transporte, que subía renqueando una pequeña pero fuerte pendiente. En los costados del camión, fugazmente, pudo leer el nombre de una empresa, y el de la ciudad en que estaba ubicada: Marston Calder.
A la salida del pequeño bosquecillo de enebros, el automóvil se adentró en un espacio despejado, como una gran explanada, cubierta de verde césped, en cuyo centro se hallaba el edificio al que se dirigía el único ocupante del vehículo. La distancia del bosque a la tapia que rodeaba la casa, era de unos doscientos cincuenta metros. En un radio similar, no se veía un árbol; sólo el suelo, en ligera pendiente hasta llegar a la cumbre, pero, salvo por la hierba, tan liso como la palma de la mano.
Los señores Costa y Díaz abandonaron a las diez y media de la mañana la oficina de Negocios Generales Limitada con la misma naturalidad que habían llegado y nadie paró mientes en ellos, ni siquiera cuando tomaron un potente y magnífico helicóptero en el helipuerto de Vaduz. A diario llegaban y marchaban hombres de negocios por tal y otros medios. Para entonces, el señor Bryan estaba ya metido de lleno en otra de sus sorprendentes tareas. —Marcia, ¿ya lograste descifrar eso? —Creo que sí. —Entonces, tráelo.
Con infinito cuidado, recorrió los trozos de pared contiguos a la caja fuerte, explorándolos con las sensibles yemas de sus dedos. Halló una leve protuberancia longitudinal y sonrió satisfecho. Los blancos dientes de Kim Dickers aparecieron en un rostro artificialmente oscurecido. Sobre la cabeza llevaba una especie de casco de minero, mucho más liviano, construido especialmente, y provisto de una lámpara que podía ser orientada a voluntad, según los casos. Dickers extrajo del bolsillo algo parecido a una navaja, pero terminado en forma recta, como un destornillador de gran tamaño. Parte de los lados y el final recto estaban sumamente afilados.
Ya falta poco. He preguntado la hora hace unos minutos. El celador se ha resistido a dármela. Pero al fin lo ha hecho, de mala gana. Las cuatro menos veinte minutos. Ya es esa hora. ¡Dios mío, qué rápido pasa el tiempo cuando queda tan poco por delante...! Una noche en vela dicen que siempre es larga. Yo las he pasado así, y recuerdo ahora que los minutos eran interminables. Que cada instante era una eternidad. Y ahora, sin embargo... Ahora, todo se pasa en un vuelo, en un suspiro. No hay noche más larga ni más corta a la vez. Ninguna noche puede ser como... esta última noche.
Físicamente, era un hombrecillo ridículo, enclenque, de tez pálida y arrugada como el pergamino. Tenía la nariz ganchuda, los labios delgados como un corte en medio de la cara y los ojillos hundidos, malignos, en los que se reflejaba tanto la codicia como toda la maldad del infierno. Eso era físicamente. Un hombre ridículo, insignificante.
Frank Corman examinó atentamente la gran ampliación fotográfica en color. Resultaba terrible y estremecedora. Al menos, lo hubiera resultado para alguien, pero no para él. Frank Corman estaba habituado a ver ante sus ojos escenas más tremendas que unas simples tijeras de sastre, sobre una mesa, mostrando el rojo oscuro de sus manchas de sangre. La mostró a su compañera, con cierta indiferencia. —Ahí lo tienes —dijo—. Ésa es el arma. A triple tamaño del natural. —¿La fotografiaste tú mismo? —sonrió Jessica Ward.
Cuando llamaron a la puerta, la muchacha acababa de salir del baño, y puede decirse que todo lo que llevaba puesto era el cabello. Hizo un gesto de fastidio y dejó de frotarse con la toalla, tratando de recordar si tenía alguna cita para esa hora determinada. No pudo recordar nada semejante y arrojó la toalla a un lado.
El sargento Dykers enarcó las cejas, todavía perplejo ante el diálogo breve y absurdo que había acabado de sostener con su superior en el departamento de policía de Los Ángeles. Salió del despacho preguntándose sí, realmente, su jefe estaría en sus cabales o no. Las explicaciones recibidas poco antes, le hacían dudar muy razonablemente de tal cosa, la verdad. Pero últimamente, Mac Gregor no estaba de buen humor. Y se explicaba. Todo se explicaba, en nombrando por medio a «Spectro».
Las puertas de la prisión se abrieron y el que ya era ex recluso se apresuró a llenarse los pulmones del aire de la libertad. Buck Spencer contempló con melancólica satisfacción aquel paisaje, del que sólo había entrevisto diminutos retazos desde la ventana de su celda, durante los tres años que había permanecido encerrado. En la mano llevaba un modesto maletín y veintidós dólares en el bolsillo. Era todo cuanto tenía, aparte de las ropas puestas. En circunstancias ordinarias, Spencer no se habría dejado desanimar. Tenía veintiocho años y su salud era de hierro. Cualquier hombre en sus condiciones, podía labrarse un futuro sin demasiada dificultad.
El dardo mortal partió en medio de la llovizna de aquel día trece de junio en que se jugaba la jornada inicial a las cinco de la tarde, hora local de la World Cup Soccer 74, en Frankfurt. Bajo el cielo nublado, la muerte alcanzó a la persona elegida, con trágica precisión. Luego, sigilosamente, el asesino se perdió en el panorama gris y bullicioso de la ciudad de Frankfurt, aquel jueves festivo del deporte mundial. En otro punto, algo alejado de aquél donde fue presionada la moderna cerbatana de tipo electrónico, un hombre emitió un roncó grito de agonía. Y cayó sin vida, con una fina y mortífera aguja hincada en su garganta, justo sobre una de sus carótidas, llevando a la sangre, vertiginosamente, el veneno demoledor de que estaba impregnada la sutil pieza de punzante acero.
El hombre caminaba ligero, con las manos en los bolsillos y una canción en los labios. Johnny Earle se sentía feliz: tenía algún dinero ahorrado y se iba a casar antes de un mes. Aquella noche se había quedado en la oficina de su patrón, haciéndole algunos trabajos extras. Era una forma de incrementar los ingresos, y Johnny, a pesar de que mandaba una cuadrilla de cargadores, era hombre que entendía también de cuentas
Con las manos de finos dedos, rematadas en unas uñas de color rojo oscuro, se dio los últimos toques al pelo. Luego, encima de las brevísimas prendas de sutiles encajes negros, se puso un peinador hecho de infinidad de velos escarlata. Los tacones eran altísimos, lo que aumentaba todavía más la estatura de la hermosa mujer. Casi en aquel momento, sonó el timbre de la puerta. Ella se dio los últimos toques de perfume detrás de las orejas y, taconeando indolentemente, se dirigió hacia la entrada.
Se llamaba Milton Jarrod. Había sido él la persona elegida, porque quizá nadie como Milton Jarrod podía ocuparse de una tarea semejante. Los que lo escogieron sabían lo que hacían. No actuaban, ciertamente, guiados por ningún instinto o por una corazonada. Ni tampoco al azar o guiados por simpatía alguna.