Phillip Jackson.
Ése es mi nombre.
Un tipo con mala estrella.
Me encuentro en una comarcal. A más de cincuenta millas de Chicago. Con un sol de fuego sobre mi cabeza. Acabo de perder el autocar Buttonsville-Chicago por cuestión de segundos. El próximo servicio pasará dentro de seis horas.
Dos años soñando con tomar ese autobús.
Y lo pierdo.
Así soy yo.
Tilly acabó de dar instrucciones al criado y salió a la terraza. Una ligera brisa llegaba de las montañas, y esa brisa era ya fresca, casi fría.
—El otoño, ya —murmuró.
El lago estaba en calma. Sólo una lancha se veía en él. Al fondo, las montañas imitaban a una tarjeta postal.
Volvió a entrar. Sus padres le habían escrito una carta comunicándole que aún tardarían cinco días en volver. No le importaba. Estaba a gusto sola, aunque echaba de menos el verano. El invierno resultaba muy largo.
Lo primevo que hizo fue apagar las luces del departamento. Luego, con un extraño objeto en las manos se acercó a la ventana. El objeto era un tubo de metal negro, mate, muy ligero, de unos cinco o seis centímetros de diámetro, acodado en los extremos. Su longitud era de unos tres metros. Se lo había construido un amigo de la Marina de Guerra. El, por supuesto, había proporcionado los materiales, baratos y fáciles de obtener: los trozos de tubo y las lentes. En resumidas cuentas, era un periscopio.
Era mala cosa quedarse sin trabajo. Y era peor aún, que eso hubiera sucedido precisamente allí. En aquel lugar. Pero había sucedido. No valía pensar en otra cosa, porque hubiera sido inútil. Él era a veces un soñador. Pero no con el bolsillo vacío, y el estómago más vacío aún. Entonces, se convertía en un hombre terriblemente práctico, aunque eso no sirviera de mucho.
Quizá no tuvimos demasiada imaginación al hacerlo. Pero le bautizamos así. Creo que, desde un principio, coincidimos todos en darle ese nombre, quizá porque él mismo nos dio la pauta con sus propios métodos. Con aquella especie de… de «firma» que subrayaba sus horribles crímenes. Lo cierto es que todos, prensa, opinión pública y policía, coincidimos en el nombre aplicado al misterioso asesino. Le llamamos «X». Simplemente «X».
Las bandas de música atronaban el ambiente. Había banderas y colgaduras y gallardetes y pancartas con inscripciones, y un par de cuadrillas de majorettes habían animado el desfile previo con sus evoluciones, Se soltaron varios globos gigantescos, de los que pendían cartelones con rótulos alusivos al acto. Incluso había un pelotón de fusileros de la Infantería de Marina al mando de un sargento, a fin de recordar que el homenajeado había pertenecido a tan heroico cuerpo.
El hombre apuró el resto del licor que había en su copa y luego se inclinó hacia adelante con todo descaro. La rubia le rechazó jovialmente.
—No te aproveches, Max —dijo.
—La culpa es tuya, por no ir vestida como la decencia y la modestia mandan —dijo Max Evans sarcásticamente—. Claro que tú desconoces el significado de esas palabras…
A Kitty Michaelson le gustaban los grandes escotes y los vestidos muy ceñidos. Y le gustaban los hombres que admiraban su opulenta silueta, pero, más todavía, los que le demostraban su admiración con buenos billetes de Banco.
—En esta época, todos desconocemos el significado de esas palabras, Max —contestó ella filosóficamente—. Sobre todo, tú.
Estaba sentado en un coche, eso era seguro porque a una pulgada de mi nariz había un volante y más allá el salpicadero anticuado, y el parabrisas, y aún más allá una oscuridad absoluta. Aquello era un coche, pero estaba ladeado de un modo muy curioso. Mi cuerpo descansaba contra el respaldo y era igual que si el morro del coche apuntara a las estrellas. Sacudí la cabeza. O intenté hacerlo, porque el primer movimiento brusco empezó a dolerme como el infierno. Resultó una llamarada que se extendió por el resto del cuerpo y ya no hubo una pulgada de mi piel que no doliera con creciente intensidad.
ANTES de llamar a la puerta, Dally Crown sujetó con las rodillas el enorme ramo de flores de que era portador y luego sacó del bolsillo un extraño adminículo, que solía usar en ocasiones muy especiales, porque conocía el irresistible poder de atracción que tal adminículo causaba en algunas mujeres. El rostro moreno y enjuto de Crown, unido a una frondosa cabellera, aunque no melenuda, y unas enormes patillas, junto con el parche sobre el ojo izquierdo, le conferían el aspecto de un pirata vestido con ropajes actuales.
Oh, amigo, cuánto me alegra haberle encontrado. Me llamo Robert Malcolm. —Bob para los amiguetes— y cuento treinta años de edad. La imagen que el espejo da de mí es la de un tipo de un metro ochenta de estatura, setenta y cinco kilos de peso, una complexión que no está nada mal, y facciones de rasgos enérgicos. Las mujeres dicen que estoy pasable, y los hombres que soy soportable. Mi profesión es la de detective privado.
Stephen Holdridge depositó el gin-tonic sobre la mesa.
En su diestra quedó el vaso de whisky.
Una buena dosis de líquido.
Sin hielo ni soda.
Se acomodó en el largo sofá accionando el control a distancia del televisor.
Surgió la sintonía previa al noticiero.
Dos muchachas sentadas en el bar del «Salón Azteca» interrumpieron su conversación cuando entró, y le siguieron con la vista a medida que fue avanzando lentamente por detrás de los escabeles hasta la puerta de la sala. Llevaba las manos en los bolsillos. Al llegar a la puerta se detuvo y paseó por la sala una mirada circular. En el estrado, la orquesta desarrollaba, sobre el batir pegajoso del bongo, una melodía lenta y sensual. No había mucha gente: turistas norteamericanos en su mayoría y los habituales. Una docena de parejas se balanceaban en la pista. La luz se concentraba encima de los músicos, dejando el resto en una semiobscuridad que hacía destacar, por contraste, los rotulillos rojos de las salidas de emergencia y el verde de la entrada a los lavabos. A ambos lados de la sala estaban los palcos, recogidas simétricamente en todos las cortinillas de su ventana rectangular. Sobre el antepecho de uno se apoyaba un brazo desnudo de mujer, cuya propietaria quedaba en la sombra. En otro se avivaba a intervalos la brasa de un cigarrillo. Los turistas charlaban en las mesas, altos y rubios, desgarbados como peleles junto a la gracia lánguida de los camareros mejicanos.
El teniente Lew T. Dart había terminado ya su turno de servicio y regresaba a su casa. El día, afortunadamente para la sección de SWAT de que era jefe, había discurrido con normalidad. No había habido ningún jaleo y Dart se sentía tranquilo y satisfecho.
Dart conducía su coche particular y vestía ropas civiles: un «polo» de color, oscuro, cazadora clara, de tejido liviano y pantalones azules. Cualquiera que le mirase vería en él a un hombre común y corriente, que regresaba de su club, tras un recorrido de dieciocho hoyos, con los palos de golf. Lo que restaba de día para Dart sería la cena, que se prepararía él mismo en su departamento de soltero y luego un libro hasta la hora de acostarse.
Era una pequeña estación después de Cayeux-sur Mer, antes de llegar a Boulogne-sur-Mer. El tren de París-Amiens-Calais, que tenía su origen en la Gare du Nord parisina, y enlazaba con el ferry que cruzaba el canal hasta Folkestone, en las Islas Británicas, se detenía escasos minutos en aquella estación. Escasos, pero suficientes para que los viajeros, si los había, bajaran a tierra. Habitualmente no eran muchos, e incluso a veces no había ningún viajero, pero el furgón de cola del convoy ferroviario aprovechaba el momento para depositar en la estación el correo y la prensa del día. Al solitario viajero de aquella tarde, le bastó con un solo minuto para bajar sus dos maletas y descender él mismo al andén.
La voz del rifle levantó ecos en todo el bosque, haciendo que millares de pájaros emprendieran el vuelo, chillando y batiendo alas con estruendo. La bala arrancó un buen pedazo de corteza de un grueso tronco y aulló, perdiéndose más allá de John Cannon, agazapado junto al árbol, herido. «Esta vez sí —pensó—. Esta vez van a conseguirlo».
La noche parecía diferente allí, al otro lado del río. Era como si la niebla se enroscase en esos parajes en torno a seres y árboles, a edificios y objetos, como algo vivo y pegajoso, que quisiera dar más hálito de misterio a lo que ya de por sí resultaba allí oscuro e inquietante. En sitio así, todo parecía posible. Incluso lo imposible. Muchas personas aprensivas dejaban de transitar por aquella zona, especialmente de noche. Hubiera sido un error pensar que lo hacían simplemente por evitar un mal encuentro con algún delincuente habitual. Era algo diferente lo que la gente temía allí, al otro lado del río. Algo que no tenía forma ni nombre, pero que ellos intuían que estaba allí, aunque lo cierto es que quizá jamás había existido.
El rostro de James Bennett se tornó pálido. Cadavérico. Lentamente depositó el auricular en su base quedando unos instantes inmóvil. Con la mirada ausente. La boca entreabierta. Reflejando en sus facciones una mueca de estupor. Se abrió la puerta del despacho. Aquello no hizo reaccionar a James Bennett. Su mueca ya adquiría tonalidades de estupidez.
Bueno, amigos, pónganse cómodos y déjenme que les cuente algo sobre Afrodita. Ustedes saben quién fue Afrodita, naturalmente. Aquella diosa, símbolo del amor sensual, que tuvo sus más y sus menos con una lista de dioses mayores y menores más larga que su brazo. Vulcano, Mercurio y Marte anduvieron de cabeza para hacer con ella lo que ella andaba pidiendo. Ésos como pequeño ejemplo. Aunque quizá fuera más propio preguntarles si saben quién es Afrodita. O, afinando mucho, aún resultaría más apropiado preguntarles si les gustaría acostarse con Afrodita.
Mientras se preguntaba qué había hecho para merecer la invitación a pasar el fin de semana en la mansión del poderoso Jermyn Rainer van Clyschen, Ben Potter dio la vuelta al camino que se detenía frente a la casa y paró el coche. Casi en el acto, un estirado mayordomo salió a su encuentro. —Soy el señor Potter —dijo el recién llegado. —Mi nombre es Jenkins, señor —manifestó el mayordomo—. Si me permite su equipaje… —Por supuesto. Potter entregó un pequeño maletín a Jenkins. Para dos días, no necesitaba demasiado equipaje. Van Clyschen le había advertido que no era amigo de ceremonias y no tendría que vestirse de etiqueta para las cenas.
Abrió los ojos. Miró en derredor. No entendió nada. No le resultaba conocida aquella moqueta. Ni los muebles. Ni tan siquiera las lámparas encendidas. Lo único familiar era la melodía, que llenaba de suaves notas la habitación. Una vieja melodía que le era familiar. Logró identificarla, pese a que su mente era un mar de confusiones, un torbellino de nieblas y de oscuridades. September in the rain. Notas de piano. Música melancólica, como un día de setiembre bajo la lluvia. Después de todo, eso era la canción.