Entré al teatro por la puerta del callejón, la que daba al escenario. Había un portero metido en una garita. Estaba leyendo el periódico y cuando hice mi pregunta gruñó algo entre dientes. No le entendí una palabra.—Oiga —insistí—, quiero ver a Ellen Evans. ¿O no habla usted mi idioma?Apartó la atención del periódico y me miró con evidente disgusto. —Todo el mundo quiere ver a…Su voz se quebró.
Cuando un hombre, joven, fuerte, robusto, con una salud a prueba de bombas, y nada mal parecido, dicho sea sin falsa modestia, se encuentra en la situación en que yo me encontraba en aquellos momentos, entonces, el nombre propio suena a burla. Es, como suele decirse, una ironía del destino. Porque yo me encontraba arruinado y sin trabajo. El apellido es Kabb y el nombre Prosper. Los amigos hispanos me llamaban Próspero. Mi situación personal no concordaba en absoluto con el nombre. No había nada de prosperidad en mí aquel día, cuando la patrona me había arrojado a la calle, quedándose con mi maleta, ya que llevaba tres semanas sin pagarle el hospedaje.
Norman Weston entornó los ojos. Fijos en el individuo que permanecía frente a él. Un hombre joven. Atlético. De rostro bronceado y correctas facciones. Abundante pelo le caía rebelde sobre la frente. Sus ojos eran grises, de un sempiterno brillo marcadamente burlón. Vestía chaqueta sport, camisa de bámbula rayada en azul a juego con pantalón de sarga. ¿Un jugador de basketbol? ¿Un play-boy?
El hombre caminaba por la acera, en aquella zona residencial, poblada de lujosas villas, con grandes jardines alrededor, todas ellas con su piscina y, algunas, incluso, con piscina cubierta y climatizada. Apenas se veían coches en la acera; la mayoría de los propietarios los encerraban en sus garajes. A trechos, se veía un farol que parecía envuelto en una especie de aura amarillenta, debido a la niebla que se deshilaba a ras del suelo. En la mano, el hombre llevaba un paquete que parecía una caja de cigarros. De pronto, un individuo surgió de detrás del grueso tronco de un tilo, situado equidistantemente entre dos faroles. Esta circunstancia, más la niebla, hacía que la oscuridad resultase casi absoluta en aquel lugar.
Una noche un hombre, con paso lento, firme, seguro, avanzaba por la callejuela empedrada, vieja y tortuosa, perdiéndose entre casas de vecindad y algún que otro local nocturno de escasa vida. Porque el hombre llevaba la muerte consigo, bajo la amplia y deslucida gabardina oscura. En un momento en que la luz de una farola iluminó sus manos enguatadas, una de las cuales se perdía bajo la gabardina, algo centelleó también debajo de ésta. Algo metálico, rígido y afilado, de un azul frío y reluciente. Un hacha. Una afiladísima y temida hacha, que aquella mano parecía manejar bien. No era grande, pero sí sólida y de hoja capaz de abrir en canal cualquier cuerpo, vivo o muerto, sin dificultades. El hacha de un carnicero.
—Parece mentira que con tanta puñalada, este hombre haya podido caminar…
—Sólo fueron unos metros. Además, era un hombre corpulento, fuerte…
—Se presenta la agente Heidi Hein —dijo una tercera voz, esta femenina.
Los dos hombres que comentaban entre sí, giraron sus rostros. Era alta, rubia y bella. Su cuerpo quedaba un tanto desfigurado por la abundante ropa de abrigo.
—Oh, usted… —exclamó, no muy animado el más joven de los dos hombres, de unos treinta años de edad, espigado y de facciones enérgicas.
Un maldito timbre rompió en mil pedazos la imagen de la fenomenal rubia que me dedicaba generosamente un striptease.
Bostecé, parpadeé varías veces y di un par de vueltas en la cama.
El maldito timbre volvió a sonar, ahora con mayor insistencia.
Abrí por fin los ojos y entonces caí en la cuenta de que se trataba del timbre de la puerta.
—¡Ya va! —grité.
Los dos hombres habían trabajado de firme durante largo rato, bajo un sol de justicia. Por fin, la punta del pico que utilizaba uno de ellos tropezó con algo duro, cuando el hoyo que habían excavado alcanzaba ya casi dos metros de profundidad.
—Me parece que ya hemos llegado, Hank.
—Ya era hora, Seth. Nos ha costado casi tanto como sacarle al viejo el lugar donde tenía escondido su botín.
Seth cambió el pico por la pala y lanzó fuera un par de paladas de tierra. Una losa, de contorno cuadrado, de unos cincuenta centímetros de lado por cinco de grueso, quedó a la vista.
Sonó el timbre del teléfono.
Fue como si súbitamente se desgarrase el silencio apacible con un trallazo de violencia inesperada. Y, sin embargo, sólo era eso: el timbrazo del teléfono, al fondo del gabinete.
Lester McCoy alzó la cabeza del plato, sobresaltado. Miró a su mujer con fijeza. Ella también le miraba.
—¿Esperas alguna llamada este fin de semana? —quiso saber él.
—No, ninguna —negó ella vivamente—. Absolutamente ninguna. ¿Y tú?
—Tampoco. Este teléfono no lo tiene nadie. No puede ser para mí.
Estaba hecho.
El hombre yacía frente a él. Sangraba su cabeza. Los ojos, vidriados e inmóviles, la boca contraída. También corría sangre por la comisura de sus labios. El cuerpo se había quedado encogido, crispado en un ángulo del viejo y sombrío embarcadero.
Lee Warren permanecía quieto, como aturdido. Igual que si hubiese recibido un mazazo en pleno cráneo. Sus dedos aún aferraban el gollete de la botella rota. Los fragmentos de vidrio color caramelo, yacían dispersos en derredor del cuerpo sangrante. Algunos trozos se veían entre los cabellos canosos de la víctima, manchados con el rojo de la sangre. El estallido de la botella habíase producido solamente unos momentos antes. Ahora, todo había terminado.
ESTABA solo en el despacho. Era la única persona despierta en aquellos momentos. Reginald Purvis Holmonton se había quedado en su lujoso gabinete de trabajo después de cenar, a fin de resolver algunos asuntos que requerían inapelablemente su atención. El silencio era absoluto, roto únicamente en ocasiones por el distante murmullo de las olas que rompían sin demasiada fuerza contra las rocas de la costa. Toda la servidumbre se había retirado a descansar hacía rato.
Se acercó al tocador y se miró en el espejo. Era rubia, llenita, de ojos claros y facciones que en otro tiempo debieron ser bellas, pero que ahora, con el paso de los años, dejaban algo que desear. Se aproximaba peligrosamente al medio siglo de existencia y eso la horrorizaba. Se pasó el cepillo por el cabello, se limpió el rostro, empolvándoselo después, y se aplicó unas gotitas de colonia. Tomó el batín de seda de la percha y se lo puso.
Los dos hombres que viajaban en el automóvil parecían un tanto enojados, aunque su discusión no tuviese en ningún momento caracteres de violencia. El coche se había detenido en el borde de una carretera poco transitada. Uno de ellos dijo que tenía que apearse irnos momentos.
—Volveré enseguida —aseguró al conductor.
El conductor quedó en el mismo sitio, contemplando distraídamente el profundo barranco, al cual se llegaba por el terraplén, bastante inclinado y de unos cien metros de largo. En el fondo, abundaban los árboles y las malezas.
Un pesado camión de carga asomó por la curva, trompeteando sonoramente. El conductor lanzó una mirada distraída al hombre que permanecía tras el volante del coche. Luego, preocupado por lo sinuoso del trazado, apartó la vista y la fijó en la ruta que debía seguir.
Robert Rafill desvió la mirada hacia uno de los rincones de su amplio despacho. Allí, confortablemente acomodado en un sillón, sonreía, divertido, un individuo. Un hombre joven. De unos veintiocho o treinta años de edad. Rostro de correctas facciones. Sus ojos, de un gris muy suave, destacaban extrañamente, por su carencia de brillo. Su mirada era fría, cínica e indiferente.
Aunque estaba atado a una silla y la fuga era imposible, el chico no parecía asustado ni mucho menos. Antes al contrario, se burlaba despiadadamente de los cuatro hombres que estaban frente a él, contemplándole con hostilidad no disimulada. —Mi padre os encontrará pronto, especie de bastardos, y hará que os corten los huevos —dijo el chico. Escupió despectivamente—. Montones de basura con patas, eso es lo que sois vosotros, incapaces de conocer lo que es un verdadero hombre como mi padre…
Las horas pasaron lentamente. Lewton había trabajado mucho aquel día y sentía la pesadez del sueño, que cerraba sus párpados, pese a los desesperados esfuerzos que hacía por mantenerse despierto. Pero al fin, el sueño terminó por derrotarlo y su cabeza se dobló sobre el pecho. De repente, despertó, terriblemente sobresaltado. Fue a echar mano de su revólver, pero no lo encontró. —No lo busques —dijo la mujer que estaba situada frente a la mesa. Lewton sintió pavor. —Dahlia… Ella vestía enteramente de negro y tenía en la mano un revólver de metal pavonado.
Josef Holzmayer creía saberlo. Estaba seguro de saberlo. Le había costado tiempo percatarse de ello, pero ahora casi podía jurarlo. Y la significación tremenda de esa certeza, le había provocado una excitación poco frecuente en él. Josef Holzmayer había sido siempre un hombre frío, cerebral, sereno y equilibrado hasta la exageración. Había quien decía de él que no tenía sensibilidad ni acusaba emoción alguna, ya fuese de complacencia o de contrariedad. Y muy posiblemente, quienes eso afirmaban tenían toda la razón del mundo. Esa mañana, Holzmayer se sentía particularmente inquieto y nervioso, cosa todavía más insólita en un hombre de su carácter. Pero existían razones poderosas para ello, razones que desgraciadamente no hubiera podido exponer a nadie en estos momentos. Y a su secretario o a su amiguita, menos aún que a ninguna otra persona.
EL atraco les ha salido perfecto a los forajidos. Doscientos mil pavos de botín y ni un fallo. La operación ha resultado óptima. Aunque, sí, han tenido un pequeño fallo. Pero no tiene demasiada importancia. A fin de cuentas, el muerto no pertenece a la banda que asaltó el Banco. Se trata de un infeliz que pasaba en aquel momento, un transeúnte de los muchos que circulaban por las inmediaciones del lugar donde se ha producido el suceso. Bah, para ellos, menos que nadie.Los atracadores salían ya con su botín, sin que se hubiese producido la menor alteración, ni una voz más alta que otra, ni un solo disparo. Entonces fue cuando pasaba aquel pobre hombre. Debió ver algún conocido, porque levantó la mano, para llamar su atención. Los atracadores han creído que se trataba de un policía que hacía señas a algún compañero apostado en las inmediaciones. Entonces, uno de ellos le ha metido cuatro balas en el cuerpo, así como suena. El pobre hombre ha caído sin decir ni pío, sin saber siquiera lo que ocurría.
Mi nombre es Hawk, John Hawk, y soy uno de los ayudantes del sheriff del condado. Esta es una tierra árida, bastante inhóspita, cercana al desierto, en el sudoeste del país. Fenell County no es más que un condado pequeño, minúsculo diría yo, dentro del gran Estado al que pertenece, apacible, tranquilo, sin grandes problemas, del cual apenas se acuerda nadie. La capital se llama Fenell City y es una ¿ciudad? de unos veinte mil habitantes. Los otros lugares del condado, pocos y muy diseminados, son vulgares pueblos o aldeas que no sobrepasan las mil almas; incluso en algunos no llegan al centenar. Borracheras, peleas a puño limpio, algún que otro caso de drogadicción, robos, una esp
SALÍ a cubierta y me tumbé en la toldilla de popa con la cabeza zumbándome. Demasiado whisky y demasiadas chicas, pensé. Allá abajo oí las risas, la música y el vozarrón del peludo Arthur contándole sus experiencias a alguna de las voraces muchachas que en esa temporada se daban como los hongos. Era una noche oscura como la entrada del infierno. No había luna, pero millares de estrellas jugaban a guiñarse el ojo unas a otras, mientras una brisa cálida susurraba sobre las quietas olas.