La prisión de Foxs Hill, en el estado de Texas, era una de las menos confortables de los EE. UU. Enclavada en la tórrida colina que le daba nombre. Totalmente aislada. Lejos de la civilización. Los funcionarios del penal podían considerarse también como prisioneros. El peor castigo era ser destinado a Foxs Hill. La mayoría de los carceleros habían llegado allí tras un expediente disciplinario. Y descargaban su mal humor sobre los reclusos. Lo normal.
La rutina del día se vio rota por la aparición de aquel hombre joven y atlético, bien parecido, que se identificó como policía. —Mike Madox, detective de primera —mostró a la vez su placa, en un estuchito de piel. Lorena Clayton, secretaria de la Foster Company Ltd. parpadeó sorprendida. ¿Qué podía querer de ella un policía? Sus compañeros y compañeras de trabajo en aquella amplia sala cesaron en sus tareas, tanto de revisar papeles como de mecanografiar.
Dominique Bouquet esbozó una sonrisa, divertida por el grupo de turistas que se apretujaban en la tercera plataforma de la torre Eiffel. Moviendo de un lado a otro la cabeza para seguir las indicaciones del guía. Tratando de descubrir la Plaza de la Estrella, con su Arco del Triunfo, hasta la Plaza de la Concordia con su no menos famoso Obelisco. Unidos por los paradisíacos Campos Elíseos.
El guía centró su plática en la torre Eiffel.
Primero hizo un poco de historia remontándose al día de la inauguración de la torre por Eduardo VII, rey de Inglaterra. Luego cometió el grave error de hablar de cifras.
La chica era alta, esbelta, con la figura de una maniquí y el cabello reluciente como las hebras de oro puro. Dirk Spotter se quedó cautivado instantáneamente al observar la gracia con que se movía y la sencillez del menor de sus ademanes.
Era una mujer encantadora. A su paso, dejaba una estela de tenue perfume, muy personal, y los hombres volvían la cabeza sin poderlo remediar, aunque estuviesen en compañía de otra mujer y aunque ésta fuera la propia esposa. Spotter no iba a ser la excepción, y se quedó contemplándola embobado, olvidando por completo la tarea que estaba realizando.
En el bar de Simpson, el personal no hacía otra cosa que realizar comentarios sobre la nueva figura tenística del país: John McEnroe. El muchacho había ganado el Masters celebrado en el Madison Square Garden, tras haber dejado en la cuneta al flamante Jimmy Connors y derrotado en la final al morenito Arthur Ashe. Ya teníamos otro ídolo. La masa necesita de ídolos para seguir arrastrando el gusano por este perro mundo. A mí me importaba todo aquello un rábano. El suceso de aquel día, para mí, era otro muy distinto. «Crazy Old» había entrado quinto en la sexta del Aqueduct, y me había dejado con lo puesto. Posiblemente han leído muchos principios como éste, pero lo cierto es que los tipos como yo, cuando no hay trabajo y sólo queda la calderilla en el bolsillo de la chaqueta, va y tenemos la ocurrencia de echar el resto a la suerte.
Willie Sanders, alias «El Bondadoso», se sentía de un magnífico humor. Willie había hecho el negocio del siglo, el que le iba a permitir vivir sin trabajar el resto de sus días. Y todavía era joven, porque no había cumplido los treinta y cinco años. Sí, tenía mucha vida por delante. Sería una existencia regalada, sin preocupaciones, una casa con jardín y piscina, servidumbre, viajes de vacaciones al Caribe… La perspectiva no se podía presentar mejor. Le había costado un poco de trabajo, pero eso, ¿qué importaba? Al final, la gente decente siempre recogía la recompensa por sus buenas obras.
Ned Altman empequeñeció los ojos. Tal vez para centrar mejor su mirada en el individuo. Un individuo joven. De unos treinta años de edad. Abundante y descuidado pelo negro. Ojos oscuros. Nariz perfilada. Mentón cuadrado… Sus facciones, aunque correctas e incluso atractivas, acusaban una sempiterna indiferencia. Una expresión de hastío que resultaba irritante. Vestía chaquetilla de pana que pedía a gritos un pase por la lavandería. La camisa con los dos botones superiores sin ajustar. El nudo de la corbata desplazado. El pantalón había perdido la raya. Los zapatos también requerían un buen lustre.
La había visto en muchos sitios, aunque nunca personalmente y menos tan de cerca. Para él, Dagmar Pelham lo tenía todo: juventud, belleza, inteligencia; era rápida, vivaz, sobresaliente en buen número de deportes, excelente pianista… Si hubiera querido dedicarse al canto en plan profesional, sería ya una estrella de ópera. Stuart Smith, con la copa en la mano, viéndola desde un rincón discreto del jardín en donde se celebraba la fiesta a la que asistía, se preguntó qué hada habría derramado todos sus dones sobre aquella hermosa muchacha. No, se dijo, un hada sola no había sido. Imposible, se necesitaban al menos un centenar, o Dagmar Pelham no sería lo que era actualmente.
Era dulce y bonita, largos cabellos dorados. No tendría más allá de los veinte años. —¿Es usted Stuart Douglas, el detective privado? —me preguntó con una voz casi angelical. Le dije que sí y me hice a un lado para franquearle el paso al interior de mi oficina. Una vez nos acomodamos en mi despacho, con la luz del mediodía entrando a chorros por el amplio ventanal que daba al Lincoln Park, ella dijo: —Estoy preocupada por Amos.
El jurado estimó que el acusado era inocente y, en consecuencia, el juez decretó fuese puesto en libertad, exculpado por completo de todos los cargos que se habían formulado contra él. Enormemente satisfecha, Diana Dubbs abrazó a su defendido. El fiscal cruzó la sala para felicitarla. —Un buen trabajo, miss Dubbs —elogió. Diana agradeció los cumplidos. Recogió sus papeles, que guardó en la cartera y, con ella en la mano, se dirigió hacia la salida.
Ben Colby entró aquella mañana en los laboratorios del pabellón de investigación química de la Universidad de Berkeley, California. Fue una visita casual, casi rutinaria, para reunirse con un compañero de profesorado, David MacIntire. Pero de ese simple hecho dependió su futuro y el de muchas otras personas. Si Ben Colby, al terminar demasiado pronto su clase de Lógica y Psicología, no hubiera pensado en reunirse con MacIntire, para ir luego juntos a almorzar, como hacían muchas veces, las cosas hubieran sido muy diferentes para él y para cuantos vieron influido su destino por la persona de Ben Colby.
Los dos hombres terminaron pronto su tarea. Mientras uno la sujetaba por los brazos, situado iras ella, el otro, arrodillado, ceñía a su tobillo izquierdo una ancha argolla de acero, que cerraba mediante un candado unido a su vez a un largo y flexible cable de metal, cuyo extremo opuesto iba a pasar a una anilla firmemente sujeta a uno de los muros de la pared. Luego el que había puesto el grillete en el tobillo femenino se incorporó, e hizo saltar la llave con la palma de la mano un par de veces, y miró sonriente a la cautiva.
LLEGUÉ a las pistas universitarias por la mañana, bien temprano. El sol aparecía débilmente en el firmamento, limpio de nubes. Un grupo de muchachas corrían por él recinto exterior, mientras tres chicos saltaban altura en uno de los extremos. Me fijé bien en la mujer que comandaba el grupo de muchachas. Era Sylvia Thompson. Me había llamado la noche anterior: —Quiero contratarle, señor Ryan. Nos podemos ver mañana, a las nueve y media, en las pistas universitarias.
El cliente se llamaba Kent Parker y se trataba de un joven de veinticinco años, bastante tímido e inseguro de sí mismo, con un flamante título universitario bajo el brazo —abogacía—, que deseaba unos informes precisos acerca de su novia, con la cual tenía el proyecto de casarse en breve. El chico, por lo que dejó entrever, parece ser que quería presentarse en su pueblo natal con el título y una esposa. Un abogado en Harryville —lugarejo perdido de la mano de Dios, con dos mil habitantes escasos— iba a resultar una fiesta y una mujer como Deborah Stevens algo así como el estallido de la dichosa bomba de neutrones. La chica estaba sensacional, yo lo había podido comprobar, sólo con la vista, claro. Desde el principio ya me pareció un tanto extraño que una hembra así pudiera unirse a un joven como Kent Parker. El muchacho también debía tener algún mal presentimiento y por eso me contrató.
El humor de Theodore Harmel, Kip para los amigos, era pésimo en aquellos momentos. Tenía que hacerlo, no le quedaba otro remedio, pero, de haber sido posible, hubiese pagado algo bueno por no entrevistarse con Milt Conover.
Los informes que tenía de Conover no podían ser más deprimentes. Era un sujeto de reacciones impredecibles. Lo mismo podía invitarle a una copa que pegarle un tiro. Quizá adoptase una solución intermedia, romperle una silla en la cabeza, por ejemplo. No obstante, Harmel presentía que las posibilidades del encuentro violento eran de diez a uno.
El hombre frisaba en los treinta y cinco años de edad. Alto. Delgado. De movimientos cansinos que en realidad ocultaban una agilidad felina. Su rostro era alargado, de ojos hundidos, nariz aguileña y pómulos prominentes.
Lucía chaqueta logan con cuello en pico, recto y sin cortes. Camisa a rayas, en algodón, con cuello smoking y pantalón en pana de algodón.
Ocupaba una de las mesas próximas a la vidriera exterior del « snack ». Un cigarrillo humeaba en la comisura de sus finos labios. A sus pies había depositado un maletín negro.
Hizo chasquear los dedos.
Llegué a la tierra del presidente Carter cuando éste era noticia de primera plana junto a Anastasio Somoza. Había tenido tiempo durante el trayecto en tren para leer los periódicos e informarme de cómo estaban las cosas en el mundo —aunque algunas noticias me habían llegado ya durante mi clausura— y sacar mis propias conclusiones. Jimmy Carter, después de su alocución pública al país, había recibido sobre su mesa la dimisión del gobierno en pleno, hecho histórico en Estados Unidos. Por su parte, Tachito había abandonado su poder de sangre y corrupción para instalarse en Sunset Island, Miami Beach, con el beneplácito de nuestros máximos dirigentes, en agradecimiento por haberles librado de uno de esos pesados periodistas que tanto incordian. Los compañeros de Bill Stewart, por supuesto y sin rubor, habían acudido al aeropuerto de Homestead y luego a la rueda de prensa en su residencia para hacerle los honores. Allá, en Nicaragua, a dictador muerto, dictador puesto; todo seguía espantosamente igual[1]. En Irán, por poner otro ejemplo, había sucedido ídem. Y nuestro cacahuetero quejándose públicamente de la crisis moral y espiritual del pueblo, de la falta de fe. ¿Cómo no, hermano, después de guerras inútiles, Watergate, canalladas made in CIA, chanchullos políticos, altos mandatarios que mueren cuando están en lo más gozoso con la secretaria de turno…?
Estaba nevando mucho en aquel momento. Ella y yo casi chocamos al empujar las puertas de las oficinas simultáneamente, no sé si por nuestro común afán de huir del frío exterior, o sólo porque, deseábamos fervorosamente alcanzar la oportunidad de ser recibidos por el grande, inaccesible, y para nosotros, casi mítico personaje llamado Oscar Siegel, representante artístico de la empresa de Lorna Lancaster, la primera empresaria del teatro musical de Broadway. Lo cierto es que tropezamos al empujar las pesadas vidrieras y nos quedamos como dos tontos, mirándonos mutuamente, con expresión atribulada. Ella sonrió, y su sonrisa logró desarmarme.
Una absoluta rareza. Una historia que encaja perfectamente dentro de la colección «Servicio Secreto», pues tiene una intriga de agentes y megalómano de turno, al estilo James Bond y sus némesis. Sin embargo, también existe una sub-trama de ciencia ficción, con animales marinos mutados y convertidos en gigantes. Entre esos animales hay tiburones, y de hecho se menciona la película de Spielberg, si bien, por misteriosos motivos, se evita aludirla directamente. En el lado negativo, sin embargo, cabe apuntar que es una de las novelas peor cuidadas por parte de Curtis Garland, en lo que a redacción se refiere. Los fallos de sintaxis son abundantes, y da la impresión de que esta obra la escribió más deprisa de lo que era norma en la época, pues hay errores a mansalva. No sólo un fallo característico en él como era la profusión de posesivos —algo inherente, por cierto, a muchos autores españoles, demasiado acostumbrados a leer (malas) traducciones del inglés—, sino que la construcción gramatical de muchas frases resulta terrible. Lástima, porque la simpatía y vigor de la historia hubiera incitado una obra de gran valía.
Llegué al Buster Club a las doce en punto, hora en que había sido citado. A la entrada un uniformado empleado, muy educado, me pidió el carnet de socio y yo le dije que había sido invitado por la señora Lois Carson. El hombre estaba al tanto, me pidió excusas y me facilitó la entrada. Tras atravesar un amplio y limpio vestíbulo, alcancé una sala biblioteca. Allí se encontraban buen número de personas, mujeres en su mayoría, leyendo libros o revistas. La señora Carson me había dicho que la encontraría en dicha sala vestida de negro.