Abrió la puerta de su casa y se dispuso a dar un par de zapatetas de júbilo. Roy Thomas Asher tenía buenos motivos para sentirse alegre. Había hecho un buen negocio y las perspectivas de un ascenso, que conduciría inevitablemente a un alto cargo en calidad de directivo de la firma para la cual trabajaba, eran sencillamente inmejorables.
Claro que la hija del supremo patrón tenía buena parte en su éxito. Asher sabía que no le resultaba indiferente a la hermosa Millicent Crawford, todavía soltera y sumamente codiciada por toda clase de hombres. Asher abrigaba la esperanza de ser el triunfador en aquella especie de torneo entablado por conseguir la mano —y todo lo demás, que era sumamente atractivo—, de la deslumbrante Millicent. Y ello sin contar con la fortuna de papaíto, extremo éste en modo alguno desdeñable.
Dicen que un hombre no puede morir dos veces. Dicen que todo ser humano nace, vive y muere una sola vez. Al menos por el momento, nadie ha probado que exista la reencarnación sin lugar a dudas. Nadie ha demostrado que ha vuelto del Más Allá, del Valle de las Sombras. Por tanto, solo se vive una vez. Se muere una vez. Y, sin embargo...
Peter Holbrock pulsó el llamador de la puerta. La hoja de madera se abrió a los pocos segundos. Franqueada por un individuo de unos cincuenta años de edad. —Buenas noches, Holbrock. Pase, por favor. Celebro que haya sido puntual. El estupor reflejado en el rostro de Peter Holbrock fue muy fugaz. Casi inapreciable. Reaccionó esbozando una sonrisa comercial de las muchas que proliferaban en el edificio. Reducido. Antesala, despacho y servicios. Se adentraron en el despacho.
Un misterioso asesino que parece tener el cuerpo cubierto de acero está matando a los agentes secretos británicos más destacados. El jefe del Servicio Secreto decide que Darrin Wolfe, un ex agente caído en desgracia y que actualmente cumple condena, es el más indicado para hacer frente a esta situación por causas muy particulares… Unas ligeras gotitas de terror y alguna más de ciencia ficción junto con una trama interesante y un tanto original conforman esta excelente novela policiaca de Garland. Aunque una de las «sorpresas» finales se ve venir de lejos, hay otra que si que pilla desprevenido al lector… o por lo menos a un servidor. La portada, como siempre, no refleja nada que aparezca en la novela pero han tenido el detalle de poner ese «Cráneo de acero» aunque no se corresponde con la descripción que de él hace el autor.
El teléfono rompió a sonar haciendo añicos la quietud del dormitorio. La rubia murmuró algo en sueños. El hombre que dormía a su lado ni se enteró. El teléfono siguió y siguió, hasta que la muchacha abrió los ojos, se incorporó sobre un codo y le miró a él. —¿Paul? —balbuceó, soñolienta. Paul McGee yacía igual que muerto, respirando acompasadamente en un sueño total y profundo. Ella hizo una mueca y le sacudió.
El muchacho que apareció por mi oficina aquella mañana no tendría más allá de los veintidós años. Era moreno, de piel bien curtida y cabellos negros recortados por un peluquero que debía conocer el oficio. Sus ojos oscuros, protegidos por unas espesas cejas, poseían brillo y fuerza. Vestía ropas deportivas, elegantes, de precio. En conjunto, puede decirse que era un chico con distinción. —Me llamo Joe Benson —se presentó al alargarme la mano—, y deseo contratarle. Me pareció muy bien, pues últimamente estaba necesitado de trabajo. Le llevé hasta mi despacho, ofreciéndole asiento y tabaco. Luego me dirigí al amplio ventanal que daba al Lincoln Park y lo cerré. Me senté frente a él, separados por la monumental mesa escritorio, me quité el cigarrillo de los labios y le pregunté qué quería exactamente de mí.
El hombre que entró en el Banco, ofrecía un aspecto bastante vulgar. Vestía cazadora de color claro, camisa de rayitas, pantalones tejanos y zapatillas deportivas. El pelo era abundante y rizado, de color castaño; en cambio, no se podía ver el color de los ojos, debido a las gafas de color que usaba, tipo piloto aviador. Un gran mostacho negro adornaba su labio superior y llegaba casi a los bordes del mentón. En la mano izquierda llevaba una bolsa de lona azul. El cajero se puso en guardia instantáneamente. Presintió que iban a ser víctimas de un atraco. En aquellos momentos, salvo dos clientes, no había en el Banco otras personas que los empleados.
—Una fiesta muy animada —dijo el hombre. —Sí, bastante —contestó Larry, a la vez que rechazaba con un gesto el ofrecimiento de un camarero de color, ataviado con chaquetilla corta, blanca, y pantalones rojos. —A algunos les encanta celebrar los cumpleaños. A mí, no —manifestó el sujeto con voz que parecía proceder de lo más profundo de una sepultura. Lane le miró un instante. Aquel individuo estaba tan fuera de lugar en la fiesta, como un pingüino en la arena de una plaza de toros. Era alto, delgado, de rostro muy pálido y sus mejillas eran chupadas, dando la sensación de que era un hambriento crónico.
Ralph Crichton escupió la brizna de tabaco pegada a su labio inferior.
—¿Estás seguro, Matt?
—Sí, jefe. Es Dam Shepard. Uno de los ayudantes del fiscal Lewis Tamblyn. Su protegido. Incluso se rumorea que pronto celebrará matrimonio con la hija de Tamblyn.
Ralph Crichton empujó hacia atrás el sillón giratorio para incorporarse y acudir frente a un gran espejo que adornaba la pared del despacho.
Al pulsar un resorte, el espejo se transformó en diáfano cristal.
Desde allí se podía contemplar una panorámica de la sala de juego.
—¿Dónde está?
Había cierta impaciencia en el set de rodaje porque la figura estelar no aparecía. Lyndon Truman, el dueño de la productora y el que al mismo tiempo hacía de guionista, director y otras muchas cosas, consultaba su reloj de pulsera una y otra vez, maldiciendo en voz baja. Los demás mataban el tiempo fumando un cigarrillo, aburridamente.
Yo no me lo pensé mucho y me acerqué por segunda vez en aquel día al jefe.
—Señor Truman…
La noche estaba clara y el tiempo era agradable. Marvin Keagle decidió volver a pie a su casa, a fin de desentumecer un poco los músculos de sus piernas. Se había quedado más tiempo de lo necesario a fin de dejar resuelto un asunto de cierta importancia, cosa que, al fin, había conseguido, no sin meditar a fondo todas las implicaciones del mismo. En recompensa, se quedaría al día siguiente un rato más en la cama, y acudiría a su trabajo sin prisas. Se había comunicado con su jefe, quien después de conocer la buena noticia, había dado su aprobación a la decisión del joven. Keagle era joven, ya que aún estaba por cumplir los veintiocho años. Tenía una salud a prueba de bombas, una inteligencia más que mediana y era moderadamente ambicioso. Vivía solo en un apartamento cómodo, decorado por él mismo, según sus propios gustos, del que cuidaba una mujer que acudía cinco días a la semana; tenía ya unos miles de dólares ahorrados en el Banco y, por el momento, no sentía inclinaciones de encadenarse a ninguna mujer en lo que los pedantes suelen llamar «dulce yugo del matrimonio».
LEE FLOYD entró en el bar, de discreta apariencia, y a un paso del umbral, paseó la mirada con aire natural por el interior del local, en el que había media docena de personas, aparte de las dos camareras que atendían a la clientela. Vio a la persona a quien buscaba y se acercó a ella tranquilamente, sin prisas. Era una mujer joven, y muy hermosa, aunque llevaba los ojos cubiertos por unas grandes gafas oscuras. El vestido era sencillo, color crema, adornado con una rosa roja en el hombro izquierdo. La rosa era la contraseña de reconocimiento de la dama, a la cual Floyd no había visto nunca.
Sonreí de oreja a oreja. Eso de que le lleven a uno el desayuno a la cama resulta agradable. Máxime si es servido por una belleza como Francesca. —¿Qué te parece, Mark? Zumo de naranja, pizca de anisette, dos dedos de ginebra y chorro de whisky Con hielo y en coctelera. Como tú me has enseñado. —Eres un encanto. —Voy a por lo mío. Francesca abandonó la habitación. La seguí con la mirada. Próximo a babear.
Mi colaboradora y compañera de rodaje, la joven actriz y presentadora a quién yo eligiera para interpretar el primer papel en el guion, parecía realmente abatida, y era lógico que así ocurriera. Todos lo estábamos en el Estudio de la WBC. Miré distraídamente a un monitor arrinconado, donde el boletín informativo seguía su rutina habitual, hablando de los problemas energéticos del momento, las elecciones en un país europeo, conatos de revueltas islámicas en Asia y cosas por el estilo.
Cuando aparecí por la oficina, la morena y escultural Daisy, quitándose el lapicero de la boca, me dijo: —El jefe quiere verte. —Gracias, monina. Me dirigí hacia la puerta rotulada con la palabra «DIRECCION», golpeé con los nudillos y una bronca voz me invitó a pasar al momento. James Widmark era el director-propietario de la compañía de seguros Todo Está Cubierto para la cual yo trabajaba como detective. Se encontraba sentado tras su monumental mesa escritorio de nogal, jugueteando con un sobre y el semblante preocupado.
Recostado lánguidamente en la plataforma del catamarán, Rupert Black dejaba acariciar su cuerpo desnudo por el sol y la brisa marina, mientras la embarcación se balanceaba suavemente sobre un mar que casi parecía un espejo. Ni una sola nube empañaba el azul del cielo. Al pie del mástil, Black tenía un cajón con provisiones y una nevera portátil, que contenían hielo y bebidas. Para cualquier observador neutral, Black era un hombre que había salido a alta mar, a disfrutar de unas jornadas de descanso, pescando de cuando en cuando… Si los peces se dignaban a acercarse al anzuelo que pendía de una caña sujeta a uno de los costados de la embarcación de doble casco.
Peter Hampton vació el vaso de whisky.
Quedó con la mirada fija en el fondo del recipiente.
—¿Qué te ocurre, Peter? ¿No funcionan bien las cosas?
Hampton contempló ahora al individuo situado tras el mostrador.
El bueno de Gary.
Siempre preocupado por los problemas del prójimo.
El Banco estaba relativamente cerca de su casa y por dicha razón Terry Miller solía realizar allí sus operaciones financieras, no demasiado elevadas, todo debe decirse. Además, en cierta ocasión, Miller había tenido un pequeño encontronazo con los altos cargos del Banco y sólo por pereza y por evitar nuevas discusiones no había querido trasladar su cuenta corriente a otro, en donde considera le tratarían mejor. Pero, como de todas formas, no tenía que acudir allí a diario, había pospuesto tal cambio para mejor ocasión. Ya lo haría en algún momento en que se sintiese de humor para ello. Aquel día, Miller acudió para ingresar un cheque en su cuenta corriente. Estaba aguardando a que le atendieran, cuando, de pronto, vio entrar a una muchacha que se dirigió rectamente a la ventanilla de caja.
Aquel viernes no fue mi día. Yo trabajaba como agente de seguridad para la Meteor, empresa especializada en productos químicos. Para nadie era un secreto que estaba respaldada por el Gobierno y que lo que se cocía en su interior, en los laboratorios, los primeros en saberlo eran los gerifaltes de Washington. A eso de las once, aquella mañana, cuando mi compañero Evans, el veterano, se había ido al servicio a hacer sus necesidades, apareció un detonante coche deportivo conducido por una joven de veinte años a lo sumo, muy elegante y atractiva, que miraba por encima del hombro, con suficiencia. Le di el alto y le pedí la identificación, pues en mi registro no tenía anunciada su llegada. Es decir, no hice otra cosa que cumplir con mi deber.
—¡Absuelto! Es imposible… El jurado no ha podido cometer un error semejante… —Pues lo ha cometido. Parecían asustados. Y su veredicto no admitía réplica. Fue por unanimidad: inocente. —¡Inocente! ¡Un hombre culpable de más de diez asesinatos… inocente! ¡Y libre! —Libre, sí. El juez parecía anonadado. No podía hacer nada, sin embargo. Se limitó a mirar a los miembros del jurado, que parecían incapaces de resistir su mirada, les dijo que su conciencia era responsable de todo aquello, y se limitó a declarar absuelto al acusado. —¿Crees que hubo soborno?