A Bruce Barsom le fastidiaba sobremanera la tarea que estaba desempeñando, pero no tenía otro remedio que hacerla. Al fin y al cabo, en las «páginas amarillas» se anunciaba para toda clase de servicios. Por tanto, alguien le había contratado para pasear un horrible chucho, que parecía el compendio y summum de toda fealdad, y que, además, tenía un genio espantoso. Barsom, sin embargo, había sabido domesticarlo. El primer día tuvo que aguantar como pudo las trastadas del infecto bicho, que se empeñaba en destrozarle los bajos de los pantalones y los calcetines, sin parar cuenta en que tales prendas cubrían sus tobillos. Al segundo día, salió de casa provisto de un bastón, con el que dio un par de ligeros toques al animal. El perro, en medio de todo, era inteligente y aprendió muy pronto la lección.
El sol batía la carretera con ramalazos de fuego que no conseguían evitar la buena marcha del automóvil. En mangas de camisa, Roy Graham conducía con relativa negligencia, la mano derecha en el volante, mientras la izquierda acompañaba el compás de la canción que entonaba entre dientes. Los ojos de Graham estaban protegidos por unas gafas de color. Delante de él, a derecha e izquierda y detrás, se extendía la inmensa llanura del desierto. «Un ambiente perfecto para la persecución de la diligencia por los apaches», pensó. La carretera hizo de pronto una ligera pendiente. Cuando rebasaba la máxima cota, divisó una figurita a un lado, pocos metros más adelante.
San Francisco es una ciudad con infinidad de teatros. Incluidos algunos teatros chinos, donde se representan, alternando con obras de estilo europeo, tragedias del viejo Kabuki, de éstos, la mayoría están en su populoso Chinatown.
El Ambassadorʼs Theater era uno de los tantos teatros de San Francisco.
Su propietario-empresario, Nicholas Caldwell, era uno de esos hombres que en el negocio teatral se hacen indefectiblemente millonarios o las pasan moradas para mantenerse.
Era un día soleado y hermoso, como casi todos los de aquella primavera que tocaba a su fin. Desde la concurrida terraza del Golden Bar se podía observar el tranquilo y azul mar, salpicado de numerosos veleros blancos, mientras se saboreaba un combinado. Miramar Beach hacía buenos los slogans publicitarios: paz, belleza, sol, mar… el lugar ideal para su descanso, para recobrar sus ganas de vivir.
Todo comenzó con un vulgar secuestro. Vulgar, porque la moderna historia del mundo está llena, día tras día, de sucesos análogos en cualquier parte del planeta. Vulgar, porque los diarios, los boletines informativos de la radio y los telediarios de cualquier nación, acostumbran a llevar noticias así a todos los hogares día tras día. Un acto de violencia en alguna parte, un avión o un buque secuestrado por un grupo de hombres armados, la agresión a una Embajada, sea del país que sea, el secuestro de una personalidad del mundo de los negocios o de la política. Todo forma parte de los tiempos actuales. Todo ello son piezas de un complejo rompecabezas hecho de atentados a todo lo que, hasta hace poco tiempo, era sagrado o inviolable en el mundo civilizado.
Los exultantes labios de Judith Howard succionaron el emboquillado. En un delicioso mohín que, sin proponérselo, resultó lascivo. Judith era así. Todo sensualidad. Rebosaba lujuria por los cuatro costados. El solo abanicar de sus largas pestañas ya despertaba pensamientos pecaminosos. Aunque Ralph Frawley y Sylvester Scott únicamente pensaban en dólares.
Rasgó el sobre con una plegadera de plata, con empuñadura ricamente adornada, y una fotografía y una cuartilla cayeron sobre la carpeta de su mesa.
En la fotografía estaba él, retratado hasta los hombros. Había una cruz blanca, hecha con delgados hilos, cuya intersección se producía directamente sobre la sien izquierda.
Alcé la cabeza y entre el denso humo que llenaba el local encontré la sonrisa sempiterna de Doug Latimer. Era un tipo alto, moreno, vigoroso, de treinta años de edad, que se me asemejaba bastante físicamente. Pero yo carecía de su sonrisa. Y no era para menos. Consumiendo una botella de whisky había llegado a la triste conclusión de que uno carecía de libertad, que era totalmente imposible hacer lo que deseaba y que estaba condenado inexorablemente a lo que el entorno quisiera hacer de mí. No sabía por qué, el destino se había encaprichado por arrojarme a un pozo. Y cada vez me hundía más.
De aquel centro psiquiátrico —antes llamado por todos el manicomio de San Patricio—, se habían escapado tres enfermos.
—Son peligrosos —había dicho el director—. Hay que avisar inmediatamente a la policía.
Uno de ellos se llamaba Frank. Alto y fuerte, de unos treinta y cinco años, perdió la razón luego de asesinar a hachazos a su esposa y a su hijo. Se cebó en ellos de una forma tan atroz, tan honorífica, que la verdad es que los cuerpos de ambos acabaron en pedazos en medio de un charco espeluznante de sangre. Al parecer la esposa le era infiel y el hijo era de su amante.
El otro, llamado Robert, bajo y recio, de mediana estatura, había asesinado, asimismo con un hacha, a su hijastra, una niña de unos doce años por la que se sentía atraído sexualmente. La había asediado en incontables ocasiones, de noche y de día, y al ser una vez más rechazado por ella, le quitó la vida sin contemplaciones.
La mujer que estaba a cargo de la oficina de empleo dio un respingo y miró de nuevo al solicitante. A través de los gruesos cristales de sus gafas, con montura negra, vio a un hombre joven, fornido, anchísimo de hombros, de casi un metro noventa y de rostro feo, pero enormemente atractivo. Mabel Trutloe esbozó una tímida sonrisa. Philo Dennison sonrió también. —En todos los asuntos de crímenes, cine o novela, el mayordomo es siempre el asesino —añadió jovialmente. —Ah, busca un empleo de mayordomo.
La puerta no produjo el más leve ruido al abrirse. Los ojos astutos y fríos asomaron al corredor. Recorrieron de un extremo a otro su desierta extensión tenuemente alumbrada en la madrugada. Las manos enguantadas sujetaban la hoja de madera, tras haber hecho girar el pomo y la llave sin siquiera un chirrido. Previamente, ambas cosas habían sido cuidadosamente engrasadas para evitar ruidos. Al fin, la figura humana pisó la moqueta esponjosa del corredor con total silencio. Aquel calzado de goma negra no odia producir roces en el pavimento, sobre todo teniendo en cuenta el sigilo con que se movía su propietario.
Como casi todos los días, Corey Randall Tucson se detuvo ante el puesto de periódicos, sacó una moneda, la lanzó al aire y sonrió mientras el vendedor la atrapaba con la mano. Luego se inclinó para coger uno de los diarios de la tarde.
—¿Todo bien, señor Tucson? —preguntó el vendedor.
—No puedo quejarme, Randy —contestó el cliente.
—Lo celebro.
—Gracias.
Cuando Amos Carpenter me comunicó que debía personarme en el despacho de Gregg Forster, el todopoderoso, no pude evitar un cierto sentimiento de temor. No era nada habitual ese tipo de llamadas. Sólo habíamos hablado largamente en una ocasión, a mi llegada a la empresa; luego únicamente nos limitábamos a saludarnos al vernos. —¿De qué se trata? —Ya lo sabrás. Ve allí.
Cuando llegaba al término de su viaje, William «Sonny» Sharmax se encontró con el primer semáforo. Estaba en rojo y se detuvo, mientras tabaleaba con los dedos sobre el aro del volante y paseaba la vista a su alrededor. Se preguntó si habría acertado al aceptar el cargo que le había sido ofrecido. Podía fracasar y ello representaría su ruina profesional. Pero si tenía éxito, su reputación aumentaría enormemente y ello le permitiría en lo sucesivo ser más exigente con quienes le ofreciesen un trabajo similar.
Las mujeres, que eran todas jóvenes y ninguna fea, aunque había distintos grados de belleza entre ellas, lógicamente, parecían muy contentas y parloteaban sin cesar, mientras contemplaban los regalos de boda que había recibido la que se iba a casar muy pronto. Reinaba una gran animación en el grupo. Una doncella iba y venía sirviendo el té de la tarde. La novia era una joven de poco más de veinticuatro años, alta, bien formada y con una preciosa cabellera dorada, que caía en largas ondas sobre sus hombros. La gente solía decir que había pocos ojos azules tan bonitos como los de Carolyn Hutton. También se hablaba mucho de su fortuna.
Cuando volví a ver a Martha Caldwell, después de varios meses de total separación, me alarmé enormemente. Nos habíamos conocido un año y pico atrás. Por esas fechas, James Simpson, que trabajaba como gerente de una conocida empresa de productos detergentes y que a la vez era amigo mío, requirió mi ayuda para la patrocinación de un concurso para cantantes noveles. Por supuesto, con fines publicitarios. Mi colaboración, como dueño del «Play Club», un local con buena faena en Brooklyn, donde habían trabajado importantes artistas, consistía en proporcionarle un contrato por una semana al vencedor o a la vencedora, así como formar parte del jurado.
Estaba en el mejor de los mundos, tumbado beatíficamente sobre uno de los bancos de la lancha, con la cabeza recostada en un cojín de espuma, el sombrero encima de los ojos y las manos sobre el vientre. A su lado tenía una nevera portátil, con cerveza y bebidas frescas. También disponía de una pequeña bolsa con bocadillos. La caña estaba sujeta a la borda. En aquellos momentos, Rod Trisher era el hombre más feliz del mundo. La lancha se balanceaba suavemente en un mar que parecía un espejo. La costa estaba a unos mil doscientos metros de distancia. A la derecha tenía un pequeño transmisor de radio, que emitía una suave música de fondo.
Estaba de pie en el umbral de la oficina y parecía asustado. Tendría alrededor de cincuenta años y era un hombre alto y atlético. Sus cabellos negros estaban salpicados por algunas canas. Sus ojos eran azules y fríos.
Antes de trasponer la puerta, el hombre miró dos veces hacia atrás como si tuviese miedo de que alguien le estuviese espiando.
Finalmente se decidió a entrar y cerró la puerta tras de sí.
—¿Al Harter? —preguntó.
—Sí —respondí—. Pase.
Telly Crawford, para servirles. De profesión, mis investigaciones privadas. Con domicilio social abierto al público que quiera venir a encargarme algo para ganar unos dólares en Sullivan Street, una de las calles que componen el abigarrado crucigrama urbano en South Brooklyn, a las orillas del East River y frente por frente a la Governors Island. Con secretaria y todo. Pero de Peggy les hablo luego.
Caminaba detrás del sujeto y por eso no se dio cuenta de la interrupción que representaba la mujer que le cerraba el paso, hasta que chocó con ella, con tanta fuerza que casi estuvo a punto de derribarla.
—Perdone —dijo, sin mirarla siquiera. Toda su atención estaba centrada en el hombre al que seguía, quien acababa de meterse en el portal de una casa no demasiado lejana.
—Una limosna, por el amor de Dios —solicitó la mujer.