—¡Pues claro que el tiempo progresa!... El gigante y el pobre diablo, quedan relativamente igualados con esto... Y se dio una palmada a la pistolera del lado derecho. Era un individuo delgado, bien trajeado. Los que tenía a su alrededor vestían de vaquero. —En otro tiempo —prosiguió el que hablaba del progreso, en son de burla—, un hombre con mi poca fuerza temblaría ante un tipo como ése... Y señaló a un hombre fornido que acababa de salir de una tienda, llevando un saco en cada mano.
El parador era poco más de una choza en medio del páramo calcinado por el sol. Detrás del parador estaba el establo. Podía decirse que el alojamiento de los caballos era más lujoso y confortable que el de los hombres.A corta distancia crecían los matorrales de espino, la hierba reseca que se extendía durante millas, hasta que empezaba a verdear en las proximidades de la escuálida corriente de agua conocida como Arroyo Cruces.
Cuando decidió detener el caballo, Herb Cowley tenía la convicción de que era espiado. No le importó, porque se había metido en aquel bosque sabiendo que en cualquier momento alguien le saldría al paso para preguntarle adonde se dirigía. Lo que Herb no tenía previsto era que el recibimiento se efectuase por medio de una cuerda. Un lazo lo enfiló, cogiéndole del pecho. Y le arrancó de la silla. Pudo caer de pie, pero le interesaba seguir la dirección de la cuerda, para dejarla escurrir por el cuerpo, mientras giraba, ya en el suelo. Rodando desenfundó.
Estaba dormido profundamente, por eso Prince Farrow no se dio cuenta de que alguien intentaba dejarle sin caballo, hasta que el animal, poco acostumbrado al intruso, relinchó fuertemente en son de protesta. El relincho resultó demasiado estrepitoso y esto fue lo que alarmó a Farrow. Sin abandonar su lánguida postura, tendido sobre la fresca hierba, levantó ligeramente el sombrero con una mano y oteó el panorama. Había un tipo tirando de las riendas de su montura. Vestía desastradamente —no mucho peor que Farrow, sin embargo—, y su aspecto distaba mucho de indicar prosperidad. Pero estaba armado. Farrow también lo estaba. En aquellas tierras semi-salvajes —algunos decían que eran salvajes por completo—, ir sin armas era una locura que podía pagarse muy cara.
—A la bala que oigas silbar, sácale la lengua, como decíamos en guerra… —¿Por qué? —Por si acaso es el último pitorreo que te puedes permitir. La que no se oye es la peligrosa. Llegó una bala cuyo silbido no lo oyeron, pero sí el chasquido que produjo al clavarse en el árbol al pie del cual se hallaban tendidos Alcott y Brent. Los dos quedaron mirándose. Brent, el que dijo lo de sacar la lengua, permaneció callado. —¿Nos pitorreamos de ésta, Brent? —preguntó Alcott. Alex Eiken, el que mandaba el grupo, se acercó, arrastrándose, sin que le oyeran. —¿No sería mejor guardar silencio? —preguntó. —¡Es que nos aburrimos, Alex! ¿Qué hacen los otros?
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
—¡Muy bien, vaquero! ¡Así, como jugando, has dejado la manada en orden...!
Quien decía esto era un hombre de cabellos grises. Llevaba la placa de sheriff.
Al entrar el ganado en la cañada, había habido un amago de estampida.
En una de las vertientes de la cañada, sentados a la sombra de los árboles estaban el sheriff Ruark y otros dos hombres, poco más o menos de su misma edad.
El viejo tendría unos sesenta años. El joven, apenas quince. Los caballos caminaban al paso, con las cabezas agachadas, moviendo las patas trabajosamente. —Un poco más, chico —dijo el viejo—. Sólo un poco más. Sus ojos, enrojecidos por el reflejo del sol en la arena, miraban ante sí, guiñando continuamente. —Seguro que antes de que anochezca habremos llegado. Ya lo verás. —Claro que sí, abuelo. —Espera... ¿qué es aquello? Había algo oscuro tendido sobre la arena. Podía ser un cacto seco, derribado por el viento, pero... no lo era. El viejo tocó el caballo con la espuela, pero el animal apenas respondió al acicate. No le quedaban fuerzas para ello. —Es un hombre —dijo el chiquillo—. Es un hombre, abuelo. Quizá esté muerto.
Wolf Drach inspiró hondo, luego obedeció. Desde que recibiera aquella insólita invitación estaba preguntándose para qué le llamaría aquel hombre, también cuál sería su reacción al verse ante él. Y ahora sentíase de lo más intrigado. Aquélla era una hermosa habitación, de una espléndida casa. El hombre que se encontraba sentado al otro lado de la gran mesa de trabajo, no había envejecido mucho desde la última vez que se vieran. Tenía la misma severa y hermosa cabeza de antiguo senador romano, los mismos ojos duros, escrutadores, la misma voz sonora e implacable, que a tantos hombres envió a prisión o a la horca.
Desde lo alto de la loma, el chiquillo Kit dijo a Jeff dando saltos de alegría, como si en un desierto acabase de descubrir un manantial, estando los dos sedientos. —¡Ese es el coche que yo decía! ¡Y va a la posta donde yo trabajo! Jeff estuvo unos momentos mirando, el carruaje. Le pareció un pedrusco empujado por un torrente de polvo. —¿Tan lleno va que no te han dejado subir al decirles que tu potro se había escapado? —¡No va lleno! Fuera lleva muchas maletas... Pero viajeros...
La cantina, la estación, el cobertizo, el establo y las vías.
Eso era todo. Eso, y el sol. Y las chumberas, allá lejos, recortándose como largos vigilantes en el desierto.
No había mucho más. Botijos, herramientas, barriles vacíos para la problemática lluvia, cajas desguazadas, que contuvieron botellas de whisky o de tequila.
Todo eso. Y el tren, claro.
El tren...
Ladraron los perros de las últimas casas de la ciudad. Sonaron gritos de furor y de rabia. Manos nerviosas dispararon algunas armas de fuego. —¡Por allí va! —Síganle, síganle… —¡No dejen que se escape!
La res cayó al primer disparo, pero no había muerto, por lo que el muchacho, rifle en mano, corrió hacia el animal caído y acabó con sus padecimientos de un certero balazo en la testuz. Toby Lee se relamió por anticipado al pensar en los suculentos filetes que iba a sacar de aquel gordo animal caído en la hierba.
El rifle quedó a un lado. Toby sacó el cuchillo y se arrodilló junto a la res. Pero no pudo dar siquiera el primer tajo.
De no haber estado completamente despierto Paul Cutts hubiera jurado que soñaba. O que era víctima de una pesadilla.
Pero no había tal sueño ni pesadilla, sino la más descarnada realidad, una realidad tan descarnada como las tierras que tenía frente a sí y que abarcaban una buena porción del lugar en que se hallaba, casi hasta perderse de vista en el horizonte.
El preso se detuvo súbitamente junto a una de las esquinas del alto bloque de muros grises, que en la oscuridad resultaban negros. Contra su pecho apretaba el medio con el que esperaba alcanzar al fin la ansiada libertad.
Dutch, el dueño de la manada, vio alejarse a su capataz, George Curtis, y paseó muy preocupado.
No se tenía la menor noticia de los jinetes que iban delante.
Esto indicaba que, en muchas millas, aún no habían hallado agua.
Llevaba una verdadera fortuna en reses. La pérdida de este ganado sería su ruina sin apelativo alguno.
Varios jinetes de los acompañantes del sheriff quedaron en silencio y pensativos ante estas palabras. Ninguno de ellos, a no ser el sheriff, sabía que el dinero no estaba en la caja fuerte. Esto, desde luego, era muy sospechoso.
Separáronse las dos mujeres y mistress Teller, que era la dueña del saloon Bella Aurora en la revuelta ciudad de Sacramento, marchó al encuentro del hombre a quien las dos se refirieron.
Era éste un joven de piel tostada y facciones firmes. Los ojos, tan oscuros que parecían muy negros, se movían con rapidez en una y otra dirección. El sombrero, un poco echado hacia atrás, dejaba ver el cabello tan negro como el ébano. En la comisura de sus labios se movía inquieto el resto de un cigarrillo.
Lucy era un buen jinete. Había empezado a montar a caballo cuando aún no sabía andar por su pie.
Desmontó con habilidad.
Ellos también miraban a los curiosos, porque no vestían como cazadores y no esperaban que lo fueran.
A pocas yardas había una nave que recordaba a Lucy otro mundo.
La presencia del barco en el muelle explicaba a los hombres lo de los curiosos. Debían ser pasajeros de la nave.
El factor se hallaba en su almacén, que estaba lleno de clientes.
—¿Quién era el muerto? —Uno de la caravana. —¡Ah… por eso hay tanta gente! —Son los compañeros. —¿Y esa joven que llora…? ¿La hija o la esposa? —La hija. —Es bonita esa muchacha. —¡Ya lo creo!