Los nombrados Rizzo y Cecchi obedecieron y el primero, que también parecía el más joven de los dos, rompió su mutismo. —Dígame, señor inspector, ¿se trata otra vez de droga? —En parte —respondió prontamente— la primera alarma es evasión no sólo de divisas sino de algo que resulta más peligroso, objetos de valor, piezas que aunque pertenecen a colecciones privadas, no dejan de ser un tesoro del patrimonio de la nación, en fin, ahora mismo con todo detalle les pondré sobre aviso con las referencias que desde Francia nos han enviado. Por lo visto —añadió después de una leve pausa—, ha sido vista una pieza que pertenece a una familia de gran abolengo residentes en Milano, no hemos dado señales de haber sabido tal cosa, conviene que se confíen y sobre todo, evitar que los entrometidos periodistas metan la pata con su afán de informar, no sé cómo no se dan cuenta de que, la mayoría de las veces, con su divulgación entorpecen nuestro trabajo, es por ello que hemos decidido enviarles a ustedes a Milano, y lo harán con toda discreción, sin que nadie, salvo la policía local, se percate de vuestra presencia. Es un asunto serio, delicado, piensen que si es tal como suponemos, se las habrán con gente de mucho poder, con personas de gran responsabilidad e importancia que, como es lógico, lucharán con todas las armas que posean para evitar que se las descubra.
Ha sido alguien que no existe. Alguien que no existe hizo esto. No tiene sentido en apariencia, pero yo sé que es así. No hay otra explicación posible. Hay que partir de ese punto para intentar recomponer las piezas de este puzzle siniestro y estremecedor ante el que nos encontramos en este momento. Alguien que no existe… ¿Es posible que un ser así, perdido en el limbo de lo que no es, en la nada absoluta de lo que ya no tiene forma ni vida, haya podido llegar tan lejos en su extraña y horrible venganza?
Frío, sí. Hacía mucho frío. Eran las 9.40 de la mañana. La gente ya hacía varios minutos que acababa de abandonar el coche cama y lo mismo había hecho el personal de servicio. Aquel vagón, ahora, estaba tremendamente solitario, como perdido, en la vía uno de la terminal helvética. Pero igual que si dentro de él se hallase un oculto y valiosísimo tesoro, la pareja de tipos que andaban por los andenes lo mismo que si se hubieran perdido por la estación seguían fijos, pendientes, casi absortos, en el coche cama y sus aledaños. ¿Qué esperaban?
Un sagaz reportero, Keith Kevan, planea largarse treinta días al Caribe, en compañía de la rubia más explosiva que había conocido en todos los días de su vida. Pero sus planes se malogran totalmente cuando los altavoces del aeropuerto le reclaman para atender una llamada de teléfono. Un corresponsal muerto, salvajemente golpeado y otro desaparecido, son la causa de una ardua investigación que le llevará hasta Garden Bay City, una ciudad eminentemente turística y en donde el dinero corre a torrentes durante la temporada alta. Todos los resortes del poder está en mano de una camarilla sin escrúpulos. El vicio, el juego, las drogas, la policía local…
Lex Redmond supo que era el fin. La muerte. El telón de su agitada vida.
Era el mejor agente especial de su época, muchos lo habían dicho aunque él nunca se lo creyó del todo. Trató, simplemente de ser el mejor. Pero jamás estuvo seguro de haberlo conseguido, aunque sus jefes y sus enemigos —sobre todo sus enemigos—, dijeran que realmente lo era.
Pero aunque así fuese, nada ni nadie iba a librarle ahora de su final. Acababan de clavarle dos proyectiles en el pecho y uno en el abdomen. Sabía lo suficiente de armas y de balas como para comprender que no había médico capaz de salvarle la vida.
La chica estaba en una situación difícil, apreció Irving Mott casi ala primera ojeada. Había oído un grito sofocado al pasar por delante de aqueloscuro callejón, seguido de una obscena serie de palabrotas, proferidas a mediavoz, y ello había llamado inevitablemente su atención, obligándole a detenersea poca distancia del lugar de los hechos. El hombre la mantenía sujeta contra la pared, pero no con una mano,sino con la punta de una navaja, que había apoyado en su esbelta garganta. Conla otra mano, se recreaba en ir rompiendo poco a poco la parte superior de suvestido. Mott no podía captar muchos detalles, salvo que la chica parecía altay bien formada, de pelo rubio y suelto, y el asaltante era algo más bajo yvestía desastradamente. La indumentaria del sujeto podía deberse tanto anegligencia personal como a falta de numerario.
La mujer, suspiró profundamente. Todas las mujeres suspiraban, ponían los ojos en blanco y ofrecían expresión de hallarse en éxtasis cuando Faisal Saad Mubarak acariciaba «profesional» y profundamente sus pechos, retozaba las coronas con el filo de los dientes, rodeaba con su lengua las aureolas y por último subía con los labios por la garganta femenina causando verdaderos estragos en la columna vertebral que era donde se reflejaban las cosquillas, el zigzagueo electrizante, que producía en la hembra el caudal erotizante desplegado por aquel extraordinario ejemplar masculino. Y acababa robándoles la boca para depositar en ella un beso volcánico, rugiente lo mismo que un huracán de Florida… Todas, todas suspiraban, sí.
El mismo día, tres personas muy distintas tomaban diversos vuelos hacia el Caribe, desde remotos confines del mundo, muy alejados asimismo entre sí.
Desde Moscú partía en un vuelo de Aeroflot el aparente hombre de negocios soviéticos Yuri Dusinov, con su muestrario de productos marítimos rusos enlatados, desde caviar hasta esturión ahumado, en viaje de trabajo al extranjero. En realidad, bajo esa identidad de representante comercial, se ocultaba la personalidad de un importante agente secreto de la KGB, siempre designado para servicios muy especiales por el Kremlin.
El periodista que había hecho la pregunta silbó estruendosamente. Todos rieron. Todos, menos uno, que no era periodista y había acudido a la conferencia de prensa, que tenía lugar en la lujosa residencia de la joven la que se había acusado de connivencia con un notorio hampón. Dudley Clunee se tiraba del labio pensativamente, porque estaba viendo algo que no acababa de encajar en los recuerdos que él tenía de Mildred Van Acklund. Parecía la misma, pero un oscuro presentimiento le decía que la joven que tenía a pocos pasos de distancia, bajo el pórtico de altas columnas de la casa, no era la auténtica Mildred. En tal caso, ¿por qué la superchería? Pero, más preocupante todavía: ¿dónde estaba la auténtica Mildred Van Acklund?
La primera vez que Aaron Strasberg vio llamear las alas de los pájaros de la muerte, no podía saber que él también se acabaría viendo involucrado en aquella espantosa pesadilla de los flamígeros seres alados, auténticos emisarios del Mal, embajadores infernales llegados de nadie sabía dónde. En aquella ocasión, Aaron Strasberg era solamente un testigo algo alejado del escenario de la tragedia. Posteriormente estaría mucho más cerca de los hechos, para desgracia suya. Pero eso, entonces, él no podía saberlo. Se limitó a ver con sus propios ojos, sin poder intervenir, y casi sin dar crédito a lo que veía, la más espantosa escena de horror imaginable.
El automóvil se detuvo junto a la acera. El conductor tardó unos instantes en apearse, muy entretenido, al parecer, en encender de nuevo el cigarro que se le había apagado. Al comprobar que tiraba satisfactoriamente, apagó las luces y abrió la portezuela. Un hombre se acercó entonces. El conductor le miró con ojos de irritación. —No tengo nada que darle —masculló, colérico—. Detesto a los vagos, que piden limosna, sólo para conseguir un trago… —Yo no pido limosna, amigo —respondió el otro, a la vez que sacaba una pistola.
El disparo sonó restallante, reverberando luego en multitud de ecos por las montañas cercanas, antes de extinguirse del todo. Volvió el silencio a la zona, pero fue por poco tiempo. El hombre pescaba tranquilamente en el arroyo, introducido con el agua hasta las rodillas, convenientemente protegido por las botas propias al caso, cuando oyó el disparo y, al mismo tiempo, sintió un agudísimo dolor en la espalda, a la altura del corazón. El salto que dio fue más un acto reflejo que realizado por voluntad propia. Lanzó la caña a lo alto, extendió los brazos y cayó de bruces, provocando un gran chapoteo de espumas con el impacto de su cuerpo. Flotando boca abajo, el pescador, muerto instantáneamente, fue arrastrado un poco por la corriente, hasta quedar detenido por unas ramas situadas a flor de agua, junto a la orilla. Ahora sólo se percibía el leve rumor del arroyo y de las hojas de los árboles, agitadas por una suave brisa, pero no pasó mucho tiempo sin que se alterase de nuevo la situación.
El caballero que entró aquella mañana en la sucursal del First Commercial & Trust Bank era un joven de no más de treinta años, que vestía atildadamente, elegante y discreto; la solapa de su chaqueta ostentaba un fragante clavel blanco. Llevaba en la mano un portafolios de piel de cocodrilo y todo en él respiraba distinción y confianza. Al llegar a la ventanilla de pagos, extrajo un cheque de su billetera y lo depositó delante del relativamente asombrado cajero. —En efectivo, por favor —pidió con gran cortesía. El cajero leyó la cifra escrita en el cheque y dio un respingo. Volvió a respingar al leer la firma que avalaba el pago de ciento cuarenta y seis mil trescientos setenta y cuatro dólares con cincuenta centavos.
El hombre se apeó del automóvil y entonces vio a la mujer que estaba apoyada en una farola cercana, cosa que le extrañó sobremanera, porque no era un barrio precisamente donde las busconas anduvieran por las noches a la caza de clientes. Frunció el entrecejo y, durante unos segundos, se quedó indeciso, sin saber qué hacer, aunque evidentemente molesto por la presencia de la que estimaba una mujer de vida airada. El era un tipo de unos cincuenta arios, de buena estatura, grueso y con papada. Exudaba prosperidad por todos los poros de su cuerpo, lo que se podía apreciar por la casa en la que se disponía a entrar y que claramente se advertía pertenecía a alguien con un elevado status económico.
El día que murió Matt Walters empecé a pensar que algo oscuro y terrible estaba ocurriendo a mi alrededor.
No sabía qué, pero la muerte del bueno de Matt me lo reveló de inmediato con una súbita clarividencia que, por otro lado, no se basaba en motivo real alguno.
Después de todo, las causas de su muerte, aclaradas posteriormente por un médico forense al hacerle la autopsia, eran las más corrientes del mundo, sobre todo de nuestro enfebrecido mundo actual: fallecimiento producido por derrame cerebral.
Para un exespía de la categoría excepcional de mi viejo amigo Matt, morir de un simple derrame cerebral resultaba un fin de lo más vulgar y mediocre que pudiera imaginarse. Él había soñado siempre con tener una muerte heroica, durante el cumplimiento de alguna de sus arriesgadas misiones, como creo que siempre lo soñamos todos los que nos dedicamos a esta aperreada vida de los servicios de Inteligencia.
El hombre estaba muy nervioso. Esperaba una visita y conocía sobradamente los motivos de la misma. El nerviosismo de Roy Prather tenía, además, otros motivos. Estaba arruinado y buena parte de su ruina era culpa de la persona que iba a visitarle. La situación de Prather había llegado a un punto crítico. Puesto que se consideraba perdido, se dijo que, al menos, el causante de su ruina iba a pagarlo muy caro. No le importaban las consecuencias. Hacía tiempo que, decidido a todo, se había preparado adecuadamente. Tenía todo dispuesto y, apenas llegase el visitante, haría lo que había pensado muy detenidamente en los últimos tiempos.
Abrí la puerta y entré. Dejándola abierta, quedé inmóvil, mirando lo que, hasta la noche de ese día, era todavía mi oficina. ¿Quién vendría a instalarse en ella cuando yo me hubiera ido? Todo seguía igual. Las revistas atrasadas sobre la mesilla de centro, las sillas esparcidas por la sala de espera, la mesa abierta por abajo para que los hipotéticos clientes pudieran admirar las rodillas de mi secretaria, Sheila… ¿Qué estaría haciendo ella ahora, en su nuevo empleo?Sacudí la cabeza y dejé de pensar en todo esto. Atravesé la sala de espera y entré en lo que había sido, o era todavía, mi oficina privada. Lo que había venido a buscar estaba allí.
Una mano se alzó de pronto. Estaba rematada en cinco uñas de color escarlata y la dueña era una preciosa joven, rubia y de atractiva figura. —Amanda Thayer, del Star —proclamó—. Jefe Nielsen, hay algo muy interesante que todavía no ha mencionado y que al público en general y a todos los lectores de mi periódico en particular importa muchísimo. ¿Qué hay del caso Thomaston? El asesino no ha sido encontrado todavía, lo que equivale a decir que el caso no está resuelto. Nielsen, grueso, rubicundo, vestido con gran elegancia, hizo un gesto de aquiescencia.
Tenía las manos rígidas, agarrotadas, colgando por los lados del lecho, como si hubiera querido asirse a las dos pequeñas alfombras. Shelby entró en la habitación lentamente, en un estupor silencioso y aturdido, hasta inclinarse y rozar con sus dedos las manos del infeliz. Estaban aún calientes, sin el «rigor mortis» de un cuerpo que lleve varias horas carente de vida. Se irguió, pensativo, volviéndose hacia la ventana entreabierta del dormitorio. Entonces la vio a ella. Era la rubia del cuadro de los velos, y si llevaba algo encima de la parte del cuerpo que se veía sobre el alféizar de la ventana, no era mucho más espeso que el velo del cuadro.Estaba allí, mirándole con ojos de profundo terror, como si colgara del vacío, junto a la fachada del edificio, asomándose entre las cortinillas aguadas por el frío aire matinal.
El hombre estaba sentado en un banco del parque, en una zona situada muy hacia el interior y apenas concurrida a aquellas horas de la mañana, cuando Evelyn McMairen decidió que debía sentarse a su lado, para tomar unos apuntes de los árboles cercanos en el cuaderno de dibujo que llevaba consigo. —¿Le importa que me siente a su lado, señor? —consultó Evelyn.El hombre, de bastante edad, a juzgar por la casi total blancura de sus cabellos y de la barba, en la que ya no se veía una sola hebra negra, alzó la cabeza ligeramente, sonrió un poco y accedió con voz tenue:—Al contrario, señorita… Me sentiré encantado.