Había salido para una investigación de rutina, cuando, de repente, ocurrió lo inesperado. Robinson (Rob) Hult vio al tipo que estaba pegando a la mujer y se sintió indignado en el acto. Cuando lo reconoció, su cólera subió de punto.Conocía al sujeto. Era Kid Girin, un individuo verdaderamente despreciable, a quien había arrestado tiempo atrás acusado de asesinato, cosa que luego no se pudo probar, por lo que tuvo que ser puesto en libertad.Al salir, Girin se burló descaradamente del detective Hult. Éste soportó las chanzas estoicamente, pero se prometió que algún día las pagaría todas juntas.
Apenas había en el local la luz suficiente como para poder adivinar la presencia de unos cuerpos emparejados de forma insinuante. La suave música que sonaba por el tocadiscos resultaba adecuada al ambiente. Voces apagadas, discreto entrechocar de vasos y copas, alguna que otra risa sofocada acababan de componer el cuadro.
El bar Decamerón estaba aquella noche en pleno apogeo; como casi siempre. Las chicas de alterne estaban de suerte, porque, en aquella ocasión, todos los clientes eran hombres conocidos, lo que les evitaba engorrosas precauciones.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Frank Heywood detuvo su montura frente al bar de aquel villorrio.
El sol pegaba fuerte y la calle aparecía desierta.
Frank se dirigió hacia el hombre que dejaba pasar las horas, apoyado en la columna de madera del porche del establecimiento.
—¿Se ha muerto toda la gente del pueblo? —preguntó.
—A esta hora sí. Este maldito sol mantiene en sus casas, medio aletargados.
—¿Es usted el dueño del bar?
La mañana habíase presentado entoldada y amenazadora. El excesivo calor que reinaba durante aquel agobiador mes de julio en todo Utah, prometía desahogarse en una de las violentas y clásicas tormentas propias del Oeste y los «cow-boys» de todos los ranchos enclavados en la divisoria del Estado con Arizona, se agitaban inquietos de un lado a otro, vigilando el ganado y maldiciendo entre dientes, pues sospechaban que el temporal les iba a proporcionar un trabajo rudo y expuesto.
Estudiaba a la mujer, y la fría desazón que tuvo en un principio se acentuaba. Era joven, de pelo y ojos negros, y en cualquier otro momento se hubiera admirado de su belleza. Pero los rasgos de la cara estaban tirantes, rígidos, los labios se curvaban en una mueca agria, revulsiva, y los ojos tenían el brillo que, en una habitación de paredes cubiertas por tules negros, proporcionaría una vela.
A medida que llegaban los vaqueros cerca de donde estaba el carro cocina, se dejaban caer en el suelo boca arriba. Estaban francamente cansados. El trabajo de buscar las reses jóvenes y arrearlas hasta la zona de marcaje, era agotador. Los terneros corrían siempre haciendo cabriolas y sin seguir una línea recta. Lo que obligaba a carear también a las madres, que era a las que seguían con bastante docilidad. Y según iban llegando pedían comida al cocinero, que no les hacía caso. —¡No insistáis! —gritó—. Hasta que estéis todos no hay comida. He tocado la campana, así que es necesario venir.
Leo Holmes llegó al hotel en que se hospedaba a altas horas de la noche, contento y alegre, como era costumbre en él. El recepcionista que dormitaba sentado, al escuchar que la puerta se abría, abrió los ojos y al reconocer al huésped, forzó una sonrisa al decir —¡Buenas noches, míster Holmes! —Buenas noches, amigo —replicó el joven sonriendo a su vez—. Lamento haber interrumpido su sueño. El recepcionista, ruborizado por aquellas palabras y por haber sido sorprendido medio dormido, trató de disculparse, diciendo: —Hace más de cuarenta y ocho horas que no pego el ojo, míster Holmes… y sinceramente, me cuesta mantener los ojos abiertos. —Le comprendo perfectamente, amigo… ¿Sabe si míster Doleman está en su habitación?
Un hombre de edad avanzada, entró en el Hotel y aproximándose al recepcionista, saludó: —Buenos días, amigo. —Muy buenos días, mister White —correspondió al saludo el recepcionista, sonriendo con agrado a quien le hablaba—. ¿Puedo servirle en algo? —Si es tan amable, ¿podría decirme si miss Power se encuentra en su habitación? —La encontrará en el comedor. Hace unos minutos que desayunaba. —Gracias, amigo.
Lisa Fajardo había conocido la vida cómoda de una economía superabundante. Y pertenecía a una ilustre familia, ya extinguida, que muchos años antes, siglos, llegaron con los descubridores y gozaban del favor de los Virreyes. El padre de ella fue el último de los Fajardo con fortuna, aunque ésta, importante aún, no era ni sombra de lo que debía ser. Sus antepasados fueron vendiendo haciendas para sostener un tren de vida a que se habían habituado como competencia constante con otras familias que fueron liquidando como ellos, por abandono y pereza, millares y millares de acres. Ninguno de ellos conoció en realidad la extensión de sus propiedades. Y como consecuencia de ese desconocimiento, los que hicieron verdaderas fortunas, fueron los administradores.
Bonney era el periodista que había en El Paso, muy amigo de Margery, dueña del saloon Apache. Que era sin duda el más concurrido de la ciudad fronteriza. Todos los días visitaba ese local varias veces el periodista. Y por eso, Margery, a la que llamaban Margy para abreviar, estaba mejor informada de las noticias que otras personas, ya que las tenía antes de ser publicadas en el llamado Daily. Bonney ante el mostrador pidió de beber, y mirando a Margy dijo: —¿Ha estado Harry aquí? —No. No ha pasado por aquí en todo el día. ¿Pasa algo…? —Pues no lo sé.
—¡No puedo atender a más caballos! No soy de hierro... —Debes hacerlo, Mike. Estos animales van a tomar parte en las carreras y no están en condiciones de hacerlo con estos hierros... —Lo siento. No puedo más. Si encontrara a algunos ayudantes... Pero nadie quiere trabajar conmigo. —¿Vas a permitir que mis caballos no tomen parte en la carrera? ¿Es eso lo que quieres? Estoy seguro de que has herrado a los de James... —Les han traído con tiempo. No es culpa mía. ¿Por qué no lo hiciste antes?
—Empezaba a cansarme de esperar… —¡Mamá! ¿Qué haces a estas horas levantada? —Tienes suerte de que tu padre no ha regresado, Ney. Ahora tendrás que escucharme; Joe se marchó hace un momento. Ha estado más de dos horas conmigo esperando que vinieras. —Joe sabe que soy un enamorado de esas montañas y que paso horas y horas en ellas. Me aburre la ciudad. —Has ido demasiado lejos, hijo. Joe está muy asustado. En la ciudad se comenta que estás ayudando a los indios. Una dentadura blanca como la nieve quedó al descubierto al reír.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
Fórum fue un sello editorial de Planeta de Agostini, que se fundó con el fin de publicar principalmente los cómics de la editorial estadounidense Marvel, aunque también editaría otros, y funcionó entre enero de 1983 y diciembre de 2004. Pero aparte de publicar tebeos, diversificó su oferta y comenzó a sacar otro tipo de publicaciones, así, cabría destacar dos apabullantes colecciones de quiosco, «Biblioteca del Terror» y «Círculo del Crimen», con clásicos de cada uno de esos géneros y también obras actuales. Y también llegaría a tocar el bolsilibro, con un subsello denominado Delta, y donde publicaron todas las obvias variedades genéricas del mismo, como policiaco, («serie Top Secret»), el wéstern («Mustang»), la ciencia ficción («Galaxia 2000») —no confundir con «Galaxia 2001» de Easa— y el terror, con esta «Serie terror Thanatos», que duró solamente treinta números (ninguna tuvo excesiva vida). La colección —esta, y las otras—, con un formato un poco más estrecho y alto de lo que estábamos acostumbrados, se nutría con novelas inéditas (al contrario que «Galaxia 2000»), y los autores, por lo general, eran viejos conocidos del aficionado. Sin embargo, algunas de ellas después gozaron de reedición, en particular en la colección «Terror» de ediciones Astri.
Nunca había creído en el destino ni en otras excusas de mal pagador al uso. No entendía que los hombres, algunos, claro, aceptaran resignadamente la manipulación irreversible de unos hechos de los que eran protagonistas, eludiendo, a la par, todo protagonismo.
Eva Zuckelmann tuvo pesadillas durante toda la noche. Fueron sueños contaminados de horror y de pánico. Ante ella veía desfilar, en cabalgata siniestra, los instrumentos de tortura y sentía que su carne lacerada se estremecía a causa del dolor.
Bien mirado, o mirándolas bien, las piernas de aquella rubia preciosa hacían olvidar cualquier ortodoxia, estricta o tolerante, porque su perfección y sensualidad imponían una ley tan vieja como el mundo que rompía con los dogmas moralistas de todos los tiempos. Y frente a esa ley, los preceptos éticos y demás monsergas al uso caían, precisamente, en el desuso.
Había llegado a París, al iniciarse el otoño del 64, con la obligación profesional de convencer a un puñado de empresarios franceses y hombres de negocios sobre las grandes posibilidades de futuro que tenía la informática y la ineludible necesidad de estar al minuto en aquel campo tecnológico, auténtica rampa de lanzamiento en el despegue hacia una nueva era, tan espectacular como novedosa, en el transcurso de la cual el que no estuviese debidamente preparado e integrado en su momento, ¡adiós muy buenas!