Patrick Worcester tenía cincuenta y cinco años. Era inmensamente rico y estaba casado con una bella joven de veinticinco llamada Linda. Worcester tenía grandes pasiones; una de ellas era amasar dinero, la otra la taxidermia. Le gustaba disecar todo tipo de animales.
El doctor Frank Shelley miró por la ventanilla del carruaje. El paisaje que se mostró ante sus ojos distaba mucho de ser alentador. La noche oscura como boca de lobo, era gélida e inclemente. Sólo el vago resplandor blanquecino que se elevaba del nevado suelo y de los arbustos festoneados por el blanco elemento daba una tonalidad fantasmal al panorama de la región que estaban cruzando en esos momentos.
Bill Moore acabó de subir las escaleras y se detuvo en el rellano, jadeando como un fuelle. Pensó una vez más que las malditas escaleras serían la causa de su muerte y rezongó una maldición.
John Cárdenas había buscado una vez más refugio en el cuarto de los juguetes, no sabía muy bien por qué. O sí lo sabía. Procurando no abundar en aquellos pensamientos que tanta confusión le producían, se dispuso a divertirse con el «Scalextric».
La primera vez que vio la mansión, de la que surgía su poderosa arquitectura entre las negras sombras de la noche, fue al apearse de su automóvil después de que éste hubiese sufrido una extraña e inesperada avería. La enorme edificación aparecía en lo más alto de la colina y su gigantesca silueta se recortaba contra la luz de la luna.
Rose Myllet, más conocida entre la vecindad como Lizzie Davis por motivos que sólo ella conocía, ya que ocultar el nombre verdadero con un alias era una costumbre muy habitual entre las rameras de Whitechapel, estaba contenta esa noche. Durante las fechas navideñas, los clientes habían sido particularmente generosos con ella, tal vez porque en esos días siempre se tiene algo más de dinero en el bolsillo, puesto que ella dudaba mucho de ese tópico de la bondad humana que se acentúa en las Pascuas para ser más desprendido con sus semejantes. Además, ella se consideraba una mujer merecedora de esa generosidad, dadas sus cualidades físicas y su experiencia en las lides amorosas.
Habían llegado con ligeros intervalos a pesar de la tormenta. Otras veces se habían reunido en la sombría mansión de los Lonergan, aunque nunca por un motivo como el que les había traído esta vez. Fuera, el viento bramaba como una fiera salvaje enfurecida, azotando los muros alzados cientos de años atrás, arrojando cataratas de lluvia contra los cristales de las ventanas y haciendo crujir puertas y postigos.
Se refería a la preciosa muñeca ataviada como a principios de siglo y con unas mejillas coloradotas que ella había ganado en el Club 46 al responder acertadamente a la pregunta que le había hecho el animador: «¿Quién descubrió América?»
Eran días risueños para la ciudad. Acababa de inaugurarse aquel primero de mayo la magna Exposición Universal, bajo las amplias bóvedas del Palacio de Cristal. Era la primera gran eclosión económica e industrial de una nueva era que se las prometía felices.
Los ojos de la muchacha dejaron de expresar el miedo. Ahora era el pánico, el horror, lo que se reflejaba en ellos. Miedo al ser que descendía por la escalera de caracol, con pasos lentos, con movimientos pausados. La rojiza luz del recinto de piedra dibujó una enorme, siniestra sombra sobre los muros de góticos porcheados.
Y lo aceptó con tal espíritu de sacrificio que en muchos momentos comenzó a dudar de sí misma acabando por admitir la posibilidad de que, en sueños o sometida al influjo de algún poder maligno sin ella saberlo, hubiese recibido en su cuerpo la presencia física de un diablo enviado por el Príncipe de las Tinieblas, que hubiera engendrado en sus entrañas aquel fruto siniestro que había nacido sin ojos.
La puerta de la fonda se abrió bruscamente. Entró un ramalazo de viento gélido, arrastrando llovizna fina y helada hasta las piernas de los que tomaban cerveza o whisky más próximos a la entrada, acodados en el pequeño mostrador donde la señora Saint John servía las consumiciones a sus clientes habitualmente.
Esta historia podría comenzar como un cuento de hadas…
Aunque les aseguro que no lo es.
Había una vez un caballero muy rico y excéntrico llamado Antón Werner. No era ni muy alto ni muy bajo, ni muy guapo ni muy feo. En una palabra, era un individuo del montón aunque cargado de millones.
Enrique Martínez Fariñas (¿? - f. 1985 en Barcelona, Cataluña) fue un prolífico escritor español de novelas cortas de diversas temáticas, incluidas novelas gráficas, además fue editor y agente literario. Usó multitud de seudónimos, como E. M. Fariñas, Elliot Dooley, Henry D'Oray, Ivonne Bel, Jack King, Adam Nebles, Young Lassiter, Don Carter, Chantal Fleury, Helmuth Von Sohel, Enrico Farinacci, Al Barton, Ram Parrot, Raóul Artz, Richard War, Cliff Maxwell, Irving Smutty, Giovanni Casanova, Master Space, Ralph Benchmark, o Lew Spencer.
Enrique Martínez Fariñas (¿? - f. 1985 en Barcelona, Cataluña) fue un prolífico escritor español de novelas cortas de diversas temáticas, incluidas novelas gráficas, además fue editor y agente literario. Usó multitud de seudónimos, como E. M. Fariñas, Elliot Dooley, Henry D'Oray, Ivonne Bel, Jack King, Adam Nebles, Young Lassiter, Don Carter, Chantal Fleury, Helmuth Von Sohel, Enrico Farinacci, Al Barton, Ram Parrot, Raóul Artz, Richard War, Cliff Maxwell, Irving Smutty, Giovanni Casanova, Master Space, Ralph Benchmark, o Lew Spencer.
A la derecha de la casa se iniciaba el Cañón Chaco, que conducía directamente a la reserva de los indios «pueblo». A la izquierda, y por el frente, estaba la zona desértica de San Juan, en la que se alzaban montículos de piedra rojiza y altos cactos «sotol». No había caminos ni pistas; algunas rodadas se perdían en cualquiera dirección. La casa era baja y larga. A un lado, un gran corral. Frente a la casa, un porche, de cuyo tejadillo colgaban esteras de alegres colores. En el suelo, cacharros de barro cocido. Sobre la puerta, muy bien cerrada, un letrero: «Mateo Villard, Agencia India». El interior era una mezcla de almacén y taberna. Un tosco mostrador, estanterías con ropas baratas, algunos utensilios, carabinas, que habían pasado por muchas manos desde los lejanos tiempos de su fabricación, en alguna armería de Kentucky.
A Hot Brown le impuso la placa de «marshal» el gobernador en persona, ante el alcalde de Topeka y las principales personalidades. Las palabras del nuevo delegado fueron...
Enrique Jarnés Bergua (Cascante, Navarra, 1919 – Madrid, 1986). Compagina su carrera militar, en la que llega a General, jefe del Servicio de Publicaciones del Estado Mayor del Ejército, con una actividad literaria inusualmente prolífica. Dentro de la narrativa, ha escrito, con su nombre y con los pseudónimos de E.J. Berg, E. Jarber, Henry Harber, Enrique Járber, Eirick Járber, L.T. Meade, Al Piemont y Jim Mohave, novela policiaca, humorística, rosa, del oeste y de ciencia-ficción.