Serie Los Justicieros Nº 4. De repente abrió los ojos. El sol ya no entraba por la ventana. Miró las paredes blancas, la limpia mesa con los rombos de colores. Se encontraba bien allí, tendido cara el techo, sin sufrir ningún dolor, sin pensar en nada. Sonrió bobaliconamente. Pronto le traerían la cena. ¿Qué más podía desear? De nuevo había recorrido una distancia de más de veinte años en un segundo. ¿No era maravilloso? Siguió sonriendo…
Número 5 de la serie Los Justicieros. Era un hombre que había dejado atrás los sesenta años y no se preocupaba en absoluto de ello. Su rostro surcado de arrugas tenía una expresión implacable, y unos ojos ardientes acostumbrados a enfrentarse con toda clase de problemas y dificultades, venciéndolos y superándolos sin titubeos ni piedad para el vencido. Con aquellos ojos helados miró al hombre alto que se erguía ante su escritorio y parpadeó. Tuvo la sensación de que esta vez su poder, caso de ser puesto a prueba, se estrellaría contra una voluntad mucho más recia que la suya propia. —¿Su nombre? —preguntó con sequedad. —Frank Carella. Me han dicho que el suyo es Brian Lemming. —En efecto. ¿No quiere sentarse?
Frank Carella abandonó el bar y anduvo bajo la fina llovizna sin saber a ciencia cierta a dónde dirigirse. Se caló un poco más el sombrero, subióse las solapas del impermeable y contempló los brillantes reflejos de las luces en el asfalto cubierto de agua. Se preguntó una vez más qué demonios le sucedía aquella noche. Sólo era una noche de invierno como otras muchas. Había habido otros inviernos en su vida, y con un poco de suerte habría más todavía, si las balas le respetaban, no obstante, un continuo escalofrío parecía deslizarse por su espalda, inquietándole, devolviéndole al pasado. Eso era, aunque no se atreviese a confesárselo a sí mismo: el pasado.
Como la mayoría de casos que recaían en el grupo conocido en ciertos círculos por «Los Justicieros», aquel que quedó archivado bajo el epígrafe de: «Operación Dólar» empezó del modo más anodino, sin que nada de lo que sucedió al principio hiciera pensar a Frank Carella y sus muchachos que, al final, el impecable Secretario de Justicia les obsequiaría con el encargo de resolverlo, cargando así sobre sus espaldas una responsabilidad terrible, amén de unos riesgos que habrían estremecido de espanto a cualquier mortal menos acostumbrado a afrontar la muerte sin pestañear.
A la declinante luz del atardecer, que ponía cálidos tonos dorados en el ambiente, Delius Corween contempló, desde lo alto de una loma, el lugar que era el fin de su viaje desde Londres. A la espalda llevaba una pesada mochila con todo lo necesario para acampar al aire libre. Un sombrero ligero, verde oscuro, con plumita blanca y roja, ocultaba sus cabellos castaños. Bajo el ala del sombrero se divisaban dos ojos de color café, de mirada sagaz y observadora.
Serie Los Justicieros Nº 7. Los periódicos de Nueva York fueron los que más énfasis dieron a la muerte de Conrad Farrell, no en vano la ciudad había sido su feudo hasta que “Los Justicieros” dieron al traste con su imperio criminal, persiguiéndolo implacablemente a lo largo de todo el país. No obstante, también esos grandes rotativos se cansaron de explotar la noticia y poco a poco dejaron de hablar de Farrell, para ocuparse de otros temas de más actualidad.
Sólo un segundo había separado al día de la noche. Una de esas noches que llegan de improviso, que nacen de forma inesperada, que lo envuelven todo en una oscuridad agobiante. Esa noche en la que hasta la luna parece negarse a salir por el firmamento a efectuar su cotidiano paseo. Esa noche de espesas tinieblas.
Serie los Justicieros Nº 8. El hombre tenía una cara pálida y cetrina. Profundas ojeras rodeaban sus párpados y en su mirada parecía arder una alta fiebre. Estaba sentado muy erguido en el asiento trasero de un sedán que se deslizaba como una flecha sobre el mojado asfalto de la carretera. El chófer del coche miraba ante sí, rígido y atento a la peligrosa lluvia sobre la cual los neumáticos chirriaban siniestramente. En el asiento de atrás, al lado del hombre silencioso y cetrino, se sentaba otro de rostro duro e impasible. La muñeca izquierda de éste estaba unida a la del primero por unas recias esposas de reglamento. Tampoco ellos hablaban. Repentinamente él de la mirada enfebrecida gruñó: —¿Puedo fumar un cigarrillo? No creo que eso esté prohibido por los malditos reglamentos. El que estaba unido a él le miró de reojo, despreciativamente.
El sheriff Austin Gravey ordenó a su ayudante reducir la marcha del patrullero y rodar detrás de los dos camiones cargados de obreros que se dirigían al trabajo. Los vehículos de carga se detuvieron finalmente y los hombres saltaron afuera de una manera desordenada desde todos los ángulos de las cajas. Luego se encandilaron a buen paso a sus puestos respectivos de trabajo. El desierto de Nuevo México había sido reivindicado por el turismo y varios hombres de empresa habíanse propuesto hacer otro tanto en el semidesierto texano. Como primera parte del plan estaban edificándose los grandes complejos hoteleros. Después seguirían una larga serie de moteles de precios más económicos, desuñados a llamar la atención de las clases menos acomodadas hacia aquellos lugares.
Afortunadamente, la agotadora jornada de trabajo tocaba a su fin. Media hora más tarde, y podría marcharse a su casa. Media hora tan solo, pero esa última media hora… ¡qué larga se le hacía!
Levantó el cansado pie derecho y apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el izquierdo. Dos minutos después volvería a hacer lo contrario, pero ni aun así lograba encontrar un poco de descanso.
En fin…
Y esa noche, ni siquiera las propinas habían valido la pena. Seguramente no llegarían a los diez dólares. Se preguntaba qué les habría ocurrido a los clientes ricos. ¿Se habrían marchado de Las Vegas?
Ha nacido un mundo misterioso. Espirales retorcidas de tinieblas densas cuya oscuridad impenetrable arrulla el infinito silencio. Un mundo en el que se está ciego y en el que nada se oye. Rueda por él una mente dormida y un subconsciente despierto. La tensión es dolorosa, lacerante. Se sufre porque se espera. De un instante a otro va a surgir la vida en ese mundo misterioso. Una mano.
Serie Los Justicieros 9. Había unas veinte personas alineadas ante el puesto de control. Algunas mujeres, dos niños agarrados a su madre, y el resto hombres de mirar aburrido. La mayoría sostenían ya en la mano sus correspondientes documentos. Los encargados de examinarlos lo hacían lenta y minuciosamente. Dos jóvenes vopos se mantenían rígidos al lado de los funcionarios, y un oficial y otros guardias permanecían sentados junto a la casamata de madera, a un lado de la barrera. Una mujer miró su reloj de pulsera. Comentó: —¡Qué calma! Nunca tienen prisa…
Pigdeon, uno de los guardas nocturnos de la «Maison Co» de productos químicos, fue el primero en ver el resplandor de las llamas y el humo que escapaba a través de la ventana del pabellón. Pigdeon sufrió un sobresalto. Era precisamente en aquel pabellón donde se almacenaba petróleo, alcohol y otras materias inflamables.
El inspector se quedó mirando la casa más vieja. Era la fachada posterior. Por orden de la policía habían ido apagando las luces en los compartimentos inmediatos a la habitación cerrada de la que salían alarmantes tufaradas de gas.
Dan Burns, sentado en su pequeño «Ford», consultó su reloj de pulsera. Eran las nueve menos diez minutos de la mañana. A esa hora, Richard Carpen debía estar ya esperándolo en su moderno chalet, en la carretera de la costa de California que une Monterrey con Santa Cruz.
El teniente Dugan abandonó su minúsculo despacho, entró en la sala de detectives y, acercándose al refrigerador, sirvióse un vaso de agua. Cuando hubo bebido, estrujó el vaso de papel y lo arrojó a la papelera con tanta fuerza que el joven Shikoski levantó la cabeza y le miró con el ceño fruncido.
En el preciso instante de poner la mano sobre el interruptor un sexto sentido avisó a Godard de la presencia de un peligro tan inminente como invisible. Retiró los dedos del conmutador con lentitud y sigilo para hundir la mano en el bolsillo de su «saco» en busca de la linterna. Con la derecha extrajo el revólver. Pulsó el encendido de la lámpara barriendo las tinieblas en zig-zag para apagar enseguida. Vio brillar el fogonazo.
Grandes copos de nieve, tan espesos que parecían una blanca sábana que se desplomara sobre Nueva York, velaban las luces y ponían brillos extraños a los pocos anuncios luminosos que resistían la helada invasión. Era una condenada noche para pasarla fuera de casa. Solo echar una ojeada por la ventana me produjo escalofríos. Luego pensé en la voz angustiada de Shelly y, enfundándome en el gabán, tomé el sombrero y me lancé a la escalera.
Un gran gentío se agolpa en el muelle, mientras el gigantesco buque se acerca poco a poco para amarrar. Los potentes focos convierten en día la oscura y templada noche de junio.
Las negras aguas del Hudson se agitan violentamente cuando el casco casi roza la pared del muelle de la calle 14 Oeste, mientras los que esperan tratan inútilmente de descubrir a sus familiares o amigos, que también se agolpan en las cubiertas con la misma intención.
Se elevan las voces. Minutos después, las pasarelas son fijadas a las compuertas. Hay un remolino junto a ellas y los viajeros llegados de Europa inician el descenso cargados con ligeros equipajes.
Mónica Halsey alargó su brazo derecho y aplastó el cigarrillo contra el pequeño cenicero que tenía en la mesilla. Se volvió de medio lado en la cama y cogió, del suelo, su bolso. Lo abrió, buscando en su interior un nuevo paquete de tabaco. Sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios. Estaba nerviosa. Sentía todo su cuerpo en tensión y aquella espera prolongada empezaba a resultarle angustiosa.