En el sudoeste de Texas, cerca de la frontera con México, se están produciendo robos de ganado a gran escala. Los rurales Richard Riedel y Mike Gordon son enviados a investigar, pues los hechos se escapan de las competencias y capacidades de los sheriff de la zona.
Muchos forasteros se unían a los curiosos para contemplar el espectáculo. Hombre risueño era el gobernador y no cesaba de hablar amigablemente con todos aquellos que conocía y había tenido ocasión de tratar. El juez Crockett y el sheriff Burrett no se apartaban de su lado.
AMANECIÓ un día más sobre Captown y no se puede decir que las gentes del lugar, tras salir al exterior de sus viviendas o mirar a través de los cristales de sus ventanas, se alegraran. Con toda seguridad sí, rotundamente sí se hubieran alegrado en algún lugar donde se celebraran festejos o en ciudades cosmopolitas como las que empezaban a abundar en las zonas de poderío industrial o ganadero.
George Schafner, sheriff de Snake City, movió tristemente la cabeza. Sus ojos se clavaron en el detenido. Era bastante joven. De unos veintiocho años. La negra cabellera rizada le caía sobre la frente hasta casi llegar a sus fríos e inexpresivos ojos. Su nariz era recta y la boca de finos labios. Vestía camisa de dril, chaleco de negra piel y pantalón gris del ejército confederado. Sus botas, así como el sombrero de ala ancha, eran de tipo militar.
Oscurecía. Las sombras del atardecer se apoderaban rápidamente del valle.
Tras unas rocas, al borde de la meseta, una sombra hallábase agazapada. Miraba la lejanía.
Al borde del sendero que zigzagueaba junto a él, apenas a cinco pasos de distancia, se abría un hondo precipicio casi cortado a pico.
Al fondo, abajo, serpenteaba Río Diablo en unas cuarenta millas de curso o quizá más, a veces entre terreno abrupto de rocas musgadas en los márgenes y otras entre llanuras suaves de hermoso verdor.
En su margen derecho se veían las construcciones de Palmer City. El valle que se divisaba, cortado por Río Diablo, estaba dividido. No solo por el río, sino por sus ocupantes.
Era una preocupación para Ben y sus amigos que hubieran ido hasta el fuerte las dos muchachas estimadas por ellos y Betsy, que sería bien atendida también por su belleza.
Pero cuando se presentó en el pueblo Joe Robertson, dijo que eran unos cobardes al permitir que unas mujeres decidieran lo que había de hacerse con los acusados de cuatreros.
La diligencia se detuvo ante un grupo numeroso de curiosos y entre una inmensa polvareda acompañada por los juramentos más extraños de aquellos conductores que habían de llevar una mano en la brida y otra en el rifle, repartiendo la atención entre el camino y los posibles salteadores.
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
En la cantina, los jinetes pedían bebida ante el mostrador. El dueño dejó de hacer el solitario que le entretenía y miró sonriendo a los recién llegados. Éstos se extendieron por las mesas y reclamaban ser atendidos con diligencia. Solamente había dos muchachas.
Gail era la dueña del hotel-saloon que más clientela tenía en la población. Era muy difícil hallar una habitación libre. Y el saloon, aunque sin la instalación lujosa que tenían otros, era el que más clientes almacenaba a la hora en que los vaqueros abandonaban su trabajo. La dueña era de allí, se había criado y crecido entre peleas constantes a cada salida de la escuela. Y era bastante dura. Sus peleas con los hermanos Winter eran casi un espectáculo diario, cuando salían de clase.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Enrique Sánchez Pascual fue un novelista y guionista de cómic español (1918 - 1996). Usó multitud de seudónimos, como Alan Starr, Alan Comet, W. Sampas, Alex Simmons, Law Space o Karl von Vereiter
El capitán Levinson llevó su mano izquierda a la cabeza y se mesó los cabellos. Cabellos ya no muy abundantes y grises en los aladares. También su cansino rostro acusaba prematuras arrugas. Los ojos, semiocultos por unas cejas oscuras y pobladas.
La mirada de Burt Levinson se centraba sobre un objeto depositado sobre la mesa escritorio. Un objeto circular. Metálico. Una estrella de cinco puntas enclavada en aquel círculo. En la parte inferior, formando un arco, destacaban dos palabras...
Un rojizo atardecer.
Como si tras el horizonte se originara el más pavoroso de los incendios.
Aquellos dorados y postreros resplandores del sol envolvían Culver City. Las embarradas y solitarias calles débilmente acariciadas por el declinar del sol. Todo era silencio y soledad. Como una ciudad fantasma. Abandonada por sus moradores.
No era así.
Un observador más suspicaz descubría a los curiosos tras los ventanales de las casas. Junto a las entreabiertas puertas o asomando prudentemente bajo los porches.
La nieve caía mansamente, en copos apretados, yendo los mismos a engrosar la mullida y blanca alfombra que cubría el paisaje.
La sierra, poblada de algún que otro pino, era un conglomerado de valles, hondonadas y picos u oteros blancos, cual el cuadro de un pintor loco. La cara norte de los pinos estaba cuajada de nieve desde la base a la copa. Un viento frío, cortante, ululaba por entre los árboles y los aullidos de los coyotes, muy próximos a los cuatro jinetes que cabalgaban por la cúspide de la sierra en dirección sur, ponían en el ambiente una nota inquietante. La tormenta azotaba a los cuatro jinetes por la espalda. Los cuatro caballos, al paso, caminaban fatigosamente, chapoteando entre el manto esponjoso y níveo.
La mujer estaba sentada junto a una de las ventanas laterales de la casa, cosiendo apaciblemente, con la cestita de la costura sobre el regazo, cuando, de pronto, pareció sentirse asaltada por un presentimiento y alzó la cabeza para contemplar el lejano horizonte.
Varias siluetas se recortaban en la casi absoluta línea recta que separaba el cielo de la tierra. Con gesto maquinal, Helen Cross, dejando su labor, se atusó una crencha de pelo completamente blanco, mientras entornaba los ojos, que jamás habían necesitado de adminículos ópticos para ver de cerca o de lejos.