Eran un par de atletas bien vestidos, uno sonriente y otro ceñudo, que tenían todo el aspecto de un par de ejecutivos de brillante porvenir, como esos que reclaman a diario los anuncios de los periódicos. Me localizaron cuando estaba acodado a la barra del bar de Smithy, en la calle Fremont. Entraron y dieron un vistazo. Tras esto, vinieron rectos hacia mí y el sonriente dijo: —Usted es Bert Connors. —Nadie lo ha negado todavía. ¿Va a invitarme a un trago? Esbozó una mueca de desagrado. —No hemos venido a beber. —Entonces, pierden el tiempo. Es a lo único que sé puede venir aquí. El ceñudo soltó una especie de juramento en voz baja. Luego gruñó: —Esto es mía pocilga. Apuesto que sólo venden matarratas. —Seguro. Le matará a usted si bebe. —¡Oiga, maldito si…!
Jim Banner contó el dinero de la caja registradora, hizo una anotación en el libro de cuenta y luego volvió a guardar el importe de la recaudación. Al día siguiente lo llevaría al Banco. A Banner no le importaba dejarlo en la tienda; tenía un buen sistema de alarma y la policía del barrio acudiría antes de que un posible ladrón hubiera podido consumar sus propósitos. Siempre lo hacía así; hasta ahora le había dado buen resultado y no veía motivos para cambiar de proceder. Al terminar, cerró todo meticulosamente y apagó las luces. Llegó a la puerta e, inclinándose un poco, movió la palanquita que conectaba el sistema de alarma. Cualquiera que quisiera entrar a partir de ahora y que no usara la llave, dispararía un potente timbre que se oiría en toda la vecindad. Una vez hubo alguien que lo intentó y lo había pasado muy mal cuando la patrulla le puso la mano encima. Cerró la puerta y salió a la calle. Se disponía a abandonar el umbral cuando, de repente, oyó una voz a su izquierda. —Señor Banner.
Anoche tuve un extraño sueño. Soñé que el Old Royal Comedy volvía a ser levantado, y que sobre los cascotes de sus ruinas, un edificio sorprendentemente parecido a aquel Old Royal del pasado siglo, se alzaba de nuevo ante los sorprendidos ojos de vecinos y transeúntes de Shaftesbury, cerca de Piccadilly Circus. En ese sueño no había sombras siniestras ni oscuros presagios, es cierto. Pero solamente ver ante mí el Old Royal resucitado sobre las ruinas y cascotes, ya significó de por sí una auténtica pesadilla.
Ross Bryant, inspector del Federal Bureau of Investigations, Departamento de Narcóticos, dejó lo que hacía, haciendo una mueca e inquirió de su compañero: —¿De qué se trata? Porque trabajo es lo que siempre sobra en esta oficina. —No te quejes. Vas a viajar. —Menos mal. ¿Adónde es el viaje? —A Sarita. Bryant gruñó un taco dirigido a su compañero. Sarita era un poblacho situado a sesenta y cinco millas al sur de Corpus Christi, el último lugar del mundo para divertirse en pleno verano. —¿Qué infiernos tengo que hacer allí? —Asesinaron a un muchacho, un estudiante. —¿Y no hay un sheriff?
El silencio era absoluto. Mavis Effory, después de un día de intenso trabajo, se sentía fatigada, más de mente que de cuerpo. Una vez se hubo desvestido y puesto un camisón, se metió en la cama, disponiéndose a pasar la noche en un sueño. Apagó la luz y contempló durante unos momentos el paisaje que se veía a través de la ventana, iluminado por la luz de la luna. Los objetos tomaban contornos fantásticos, a veces, sobre todo, el gigantesco álamo que crecía frente a la casa, un poco desviado de la perpendicular correspondiente a la puerta delantera. Mavis pensó que era una noche ideal para las salidas de los vampiros y demás entes fantasmagóricos, creados por la fantasía popular. Luego se rió de sí misma y de sus ligeras aprensiones. En Farndone no podía haber vampiros, fantasmas ni cosa que se le pareciese. Aunque tal vez, en aquella residencia que había alquilado para una temporada de tres meses…
Nakamura se levantó después de dar dos vueltas sobre sí mismo. Sus dientes amarillentos asomaron entre los labios al sonreír. —Te dije que eras tan bueno como yo —dijo suavemente—. Sólo te falta constancia, practicar todos los días. Podrías ser el mejor de… —Eso es un pasatiempo, Nakamura, no confundas las cosas. ¿Lo intentamos otra vez? —Basta por hoy —decidió—. Pasó tu hora y hay otros alumnos esperando. Sentía el sudor correrme por todo el cuerpo. Había que reconocer que había sido duro. Muy duro después de la larga ausencia de las salas del japonés. Me envolví en la gran toalla y él hizo lo mismo con la suya, frotándose como si quisiera arrancarse la piel. Nos encaminamos a las duchas y por el camino indagó: —¿Dónde fue esta vez, Dick? —Oriente Medio. Debería sentirme ofendida por tu ignorancia. Se supone que mis crónicas son las más leídas de la nación. Se echó a reír.
El coche que se detuvo ante la casa era de aspecto corriente y fabricado dos o tres años antes. El conductor vestía ropas oscuras, sombrero negro y llevaba también guantes negros. Apagó las luces del coche, pero dejó el motor en marcha. El conductor era hombre a quién le gustaban las cosas bien hechas y por eso tenía el motor en perfecta puesta a punto, lo que significa que apenas se oía a dos pasos de distancia.
Los pasajeros del gigantesco avión transoceánico se alinearon en la Aduana. El tumulto inicial de los encuentros con los que habían esperado la llegada de familiares o amigos se había calmado un tanto y ahora sólo se escuchaba el rumoreo de las conversaciones.
Los trámites aduaneros fueron pronto dejados atrás. La gente se encaminó a los coches que esperaban, o al mastodóntico autocar de la compañía aérea.
Jan Vauvil se rezagó dejando que la confusión se calmara lo suficiente para cazar un taxi sin demasiadas dificultades. No le gustaban las apreturas ni los codazos.
Caddox no siguió la conversación enseguida. En vez de eso, pareció meditar una respuesta aceptable, o bien estudiar el punto de vista de su visitante, declaradamente hostil. Se frotó él mentón, afilado y con aquel hoyo profundo en el centro de la barbilla. Era de anchas facciones no exentas de cierta distinción, fríos ojos azules, cabello castaño muy claro, largas y bien recortadas patillas. Figura elástica, enjuta, indiscutiblemente correcta dentro de su smoking, sencillo y costoso a la vez. En el dedo meñique, en su mano zurda, un diamante muy limpio, montado en platino. En su ojal, una gardenia.
Frankie Reno abandonó las amplias y modernas oficinas de la Import and Export Foods Co, empresa dedicada, como su nombre decía bien claramente, a importar y exportar alimentos de todas clases, aunque Frankie jamás había visto una de esas importaciones o exportaciones, salvo en albaranes y facturas de supuestas partidas de productos alimenticios. Como pantalla, era bastante buena. La prueba es que nadie hasta entonces había tenido la ocurrencia de sospechar algo distinto.
El teniente suspiró. Aquello podía significar muchas cosas. Desde una bronca a una simple charla. Recorrió el corto pasillo hasta la oficina del capitán Chadwick, llamó con los nudillos y entró sin esperar respuesta. El capitán vestía de uniforme. Un uniforme de corte impecable en el que relucían los entorchados. Eso podía significar que estuviera de buen humor o todo lo contrario. No tardó en advertir que era todo lo contrario.
Se acercó al espejo de cuerpo entero de su dormitorio y se miró complacida en el vidrio azogado. Sheree Egan sabía que ya no era una jovencita y que ya no cumpliría los treinta años —en realidad, estaba más bien cerca de los cuarenta—, pero todavía poseía una figura capaz de hacer volver la cabeza a los hombres cuando pasaba por la calle o entraba en algún lugar público. Inspiró con fuerza unas cuantas veces, sintiéndose orgullosa de las arrogantes curvas del busto. Sí, todavía se sentía joven y hermosa, pese a las inevitables «patas de gallo» que ya asomaban en las comisuras de los ojos y que ella procuraba disimular con hábiles masajes y sabios retoques de productos cosméticos.
Sólo se escuchaba el zumbido monótono del acondicionador del aire. Fiona Allen miró, una vez más, la hora en el pequeño reloj de pulsera y sus ojos fueron hasta la puerta de la habitación. Según sus cálculos, Ernard Curtis debía de estar a punto de llegar. De nuevo repasó cada detalle del plan mientras una sonrisa de satisfacción asomaba a su bello rostro. Siempre había sido una mujer segura de sí misma y ahora era precisamente la confianza que sentía en sus posibilidades lo que le hacía estar tan tranquila. ¿Lo estaba?
Barry Fletcher se sentó en la barra de la cafetería. Cambió una mirada risueña con la cantinera. —Hola, Mitzy —saludó. —Hola, Barry —respondió ella. Le miró con cordialidad y afecto—. ¿De vuelta a este sector de Manhattan? —De vuelta, sí —afirmó él—. Patrulla 22. —¿Cómo? —Se sobresaltó Mitzy—. ¿Qué quieres decir? La Patrulla 22 fue… —Aniquilada. Lo sé. —Barry asintió, mientras señalaba en la carta lo que quería para desayunar—. Café solo, tostadas con mantequilla y mermelada. Es todo, Mitzy.
La rubia terminó su actuación, dejando que los clientes del local gozaran por unos instantes más de su soberbia anatomía, y luego, sonriendo, se retiró por entre los cortinajes de terciopelo. Los aplausos la siguieron mientras iba pasillo adelante. Sólo que entonces la sonrisa ya no estaba en sus labios, y en el bello rostro no quedaba más que una expresión de hastiado cansancio. Se cruzó con las muchachas que iban a interpretar el siguiente número, todas alegres y ligeras de ropa. Abrió la puerta de su camerino y entró, dejándose caer cansadamente en el taburete que había frente, al tocador. Mirándose al espejo se dedicó a sí misma una mueca desagradable.
Era el hombre más gordo que Harvester hubiera visto en su vida. Debía pesar muy cerca de los ciento cincuenta kilos. Cuando entró en el vagón, pareció llenarlo por completo.
Se quitó el sombrero, y se limpió el sudor de la frente. No llevaba más equipaje que una cartera y una pequeña maleta. Esta última la dejó sobre la rejilla.
Harvester lo examinó con indiferente curiosidad. El tren acababa de salir de Montecarlo y se dirigía a toda velocidad hacia la frontera.
Aparté el periódico a un lado, pero los grandes titulares que campeaban en la primera página siguieron allí, hablando a gritos del último asesinato ocurrido en la ciudad. No era para menos, si uno se detenía a pensarlo, por cuánto la víctima era nada más y nada menos que Luigi Tormo, sobre el que circulaban multitud de historias desde que llegara a la ciudad, apenas dos meses atrás. Acabé arrojando el diario a la papelera, fastidiado por tanto sensacionalismo.
Slattery dejó el telegrama sobre la mesa y cerró los ojos. Un accidente… Eso podía querer decir cualquier otra cosa. Incluso que… ya estaba muerto. Como independiente de su voluntad, su mano fue hasta el teléfono y lo descolgó. —Póngame con Prescott, en Arizona —dijo. —Número, ¿por favor? Sí, ¿qué número? En este momento no lo recordaba. Sujetando el teléfono con el hombro, buscó en su agenda. Sí, ése era. 3420. —Treinta y cuatro veinte, señorita. Por favor, es urgente.
Un rótulo gigantesco sobre la fachada del edificio rezaba: «Terence y Colman». Nada más. Se suponía que Terence y Colman eran lo suficientemente importantes y famosos para que todo el mundo supiera a qué se dedicaban. Johnny Slater se apeó del taxi frente a la marquesina que atravesaba la acera, dio un vistazo a las alturas, al letrero de acero y tubos luminosos que reverberaban al sol, y luego pagó la carrera. El coche se alejó y Johnny cruzó la acera por debajo de la marquesina de toldo multicolor. Había un portero uniformado que le dirigió un vistazo valorativo. No debió juzgar que el recién llegado fuera nadie importante porque desvió la mirada y ni siquiera le saludó.
Martin Graham bebió un trago. Se me quedó mirando, de hito en hito. Tenía los ojos enrojecidos, la mirada brillante pero torpe, y el rostro completamente abotargado. Al hablar, su lengua se movía dificultosamente. Y las palabras salían borrosas, llenas de torpeza: