Las cinco astronaves enviadas por el general Mankiewicz, en misión de rescate, se posaron juntó al grupo que formaba el ministro de Defensa Interior de Júpiter y los dos jóvenes. Una amplia sonrisa distendió los labios de Walter Asmore. —Dentro de unos minutos estaremos en el satélite, que es tanto como decir en casa. Gladys le miró embelesada. Cada segundo que transcurría sentía crecer su amor hacia el joven. Walter empujó rudamente a Larkten. Tenía prisa por cruzar los cincuenta metros de llanura roja que los separaban de las astronaves y de sus compañeros. Se abrió la escotilla de una nave y en el hueco apareció el rostro moreno y sonriente del comandante Last. Walter le saludó con la mano y apresuró el paso. De pronto, Ank Larkten palideció intensamente y se detuvo en seco.
Wilfrid Schuman, presidente de la confederación interplanetaria del sol, se levantó del sillón que ocupaba tras su amplia mesa de trabajo y, sonriendo con simpatía, esperó a que su visitante se acercara. Una ligera curiosidad se reflejaba en las correctas facciones del presidente, mientras estudiaba al hombre que avanzaba pausadamente a su encuentro? —Señor presidente, le presento mis excusas por haber insistido tanto en ser recibido por usted. Comprendo que sus múltiples ocupaciones no le permiten atender las innumerables visitas que diariamente… —No le admito que siga excusándose, profesor Maxell —le interrumpió el presidente tendiéndole su mano con un gesto lleno de cordialidad. Recibir a un científico de su fama es un placer. Deseche esos pensamientos que le asaltan y siéntese. El profesor Maxell obedeció en silencio y sus correctas facciones se cubrieron de una gravedad imponente.
EL químico encargado de las pruebas de urgencia movió mecánicamente las palancas de mando del electro control. Aquella operación la verificaba varias veces cada día, de ahí que no le diera mucha importancia a lo que estaba haciendo. Distraídamente dirigió una mirada a los contadores y su cuerpo se puso tenso. Su vista quedó fija en los indicadores térmicos. ¡No puede ser! ¿Funcionará mal este aparato? Los contadores aumentaban la intensidad de una forma alarmante. El químico dirigió la vista hacia atrás y vio cerca de él al campesino que había llevado a analizar el mineral que se encontraba en el recipiente de pruebas.
A quí K2-K5. ¡Torre de control de la Tierra! Necesito ayuda. Aquí K2-K5. Torre de lanzamientos y de control de la Tierra. Por favor, ¡necesito ayuda! Conteste, Torre de control dé la Tierra. Conteste. Estoy envuelto por una nube de color anaranjado, donde descuellan grandes llamaradas rojizas y miles de gigantescos abejorros me están atacando. ¡Por favor, Torre de control de la Tierra! Manden inmediatamente refuerzos. Mí situación es... El magnetofón lanzó un chirrido lúgubre. El mensaje se había terminado. El Profesor Duglas Lin. un hombre alto, magro, de facciones angulosas y ojos azules e inexpresivos, detuvo la marcha del magnetofón, que seguía lanzando chirridos discordantes. Luego, levantóse del mullido sillón que ocupaba, tras su enorme mesa de despacho y sus ojos se quedaron mirando, detenidamente, a los tres hombres que tenía enfrente.
Pierre Duval, Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas de la Tierra, sentado tras su amplia mesa de despacho, jugueteaba nerviosamente con un rectángulo blanco de cartulina. Era una tarjeta de visita. Por centésima vez leyó el nombre que, con grandes caracteres negros, se destacaba: J. H. Wolf. Bruscamente, dejó de jugar con la cartulina. La dejó sobre la mesa. Después, sus ojos levantáronse sobre un hombre de mediana edad y estatura, pelo y ojos negros y nariz aguileña, que le había estado observando con una sonrisa casi imperceptible en sus labios finos y delgados.
Ol Owar, el Regidor, se acercó al panorámico ventanal y miró a través del cristal, como hacía todas las tardes cuando daba fin a su jornada y disponíase a retirarse a su residencia. Siempre había disfrutado con la maravillosa contemplación que ofrecía la metrópoli cuando el cielo se tornaba púrpura al irse ocultando el rojo sol en el horizonte. Era un sedante para sus nervios y un recreo para sus ojos cansados de leer informes, partes y memorias. Se trataba de una costumbre que inició el primer día que ocupó aquel suntuoso despacho situado en el penúltimo piso del más grande y elevado edificio de Badoburg: el de la Regiduría. Sostenía entre sus dedos un largo cigarrillo que no fumaba y se consumía lentamente, saliendo de su brasa un largo y rectilíneo trazo de humo que se contorsionaba y dispersaba al alcanzar cierta altura. Aquel hombre de edad madura, alto y corpulento, con la piel color ceniza muy tostada por los soles del Universo, tenía el ceño fruncido y su respiración no era normal. Si alguien estuviera observándole comprendería en seguida que una gran preocupación le atormentaba.
En un mundo dividido por la incomprensión y la guerra, los pobladores del planeta 'Ivi-Joab', desde largos años atrás están separados por su sexo, hombres y mujeres, en dos bandos irreconciliables, que han llevado sus diferencias a una situación limite de confrontación. La Muralla Gigante es la impenetrable frontera que limita la zona de la la oscuridad, habitada por las mujeres poseedoras de la técnica y los conocimientos. En el otro lado la región de la luz donde los varones, después de su derrota, malviven como salvajes sin cultura. Se alimentan de lo que cazan en los bosques, defendiéndose de los ataques de sus agresivos congéneres y de las bestias salvajes que pueblan su entorno. Esta ciclópea barrera defensiva fue construida por los hombres, esclavos de las mujeres después de su derrota en la Guerra Parricida, y es el símbolo de la total separación de los géneros, que lógicamente estuvo a punto de acabar con la población del planeta. Salvándose de la extinción gracias a esporádicas incursiones de las hembras, apoyadas en la superioridad de su armamento, para perpetuar la especie, conservando a las niñas y abandonando a los niños a su suerte. Hasta que un hombre enamorado, con su arrojo y alentado por el cariño de una mujer, consigue derrocar el innatural sistema de tiránico matriarcado radical, para implantar en la sociedad un equilibrio natural de igualdad y reciprocidad.
«Entraron. Por el momento, desde donde estaban, junto al umbral de la puerta, no vieron nada. El sillón confortable, una especie de monumental sofá, les ocultaba la escena. Pero cuando penetraron decididamente en la cámara, hasta las proximidades del televisor, ambos palidecieron intensamente, no encontrando palabra alguna para expresar el pánico que se había apoderado de ellos».
El sobre que había en la bandeja no era del formato y color de los que Helen solía utilizar. Tampoco parecía ser igual al que recibió unas semanas antes con una estúpida amenaza, seguramente nacida del cerebro alterado de un loco.Treinta astronaves modernas, potentes, de las que la mitad estaban destinadas exclusivamente a pasajeros, surcaban sin cesar el espacio, con llegada a media docena de los más importantes espaciódromos de la Tierra. Billones de dólares andaban siempre en juego y no era nada extraño que el director y presidente de una compañía como «Tierra-Marte» hubiese envejecido un tanto prematuramente.El papel que contenía el sobre era de lo más vulgar y corriente, pero no así el contenido que tuvo la facultad de cortar en seco la sonrisa optimista que llevaba Frank al entrar en el despacho.
Todas las llamadas de urgencia debían hacerse, obligatoriamente, a través de un visófono, de modo a que la policía pudiese conocer el rostro del demandante que, sin que él lo supiese, era fotografiado mientras duraba la comunicación.El rostro de una mujer se dibujó claramente en la pantalla.No era muy joven, pero poseía aún el encanto de una belleza pasada. De todos modos, sus rasgos estaban ajados por el reciente llanto y tenía los ojos ligeramente hinchados.
Los vasos se fueron sucediendo, pero Fred no cayó, como podía esperarse, en un estado de embriaguez excesivo. Estaba tan acostumbrado a beber que el alcohol no podía descentrarle por completo, produciéndole tan sólo aquella especie de delicioso nirvana en el que gozaba plenamente de sus facultades. Sentado en una mesa, al fondo del local, el hombre que le había seguido le observaba atentamente. Era alto, delgado, con un tono de piel macilento y como enfermizo. Sus ojos eran negros y penetrantes y su nariz afilada y de paredes casi transparentes. Tenía los cabellos negros e iba vestido con un traje gris serio, como el de cualquier empleado de tipo medio, sin las estridencias que podía permitir el calor de aquel verano en Washington. Habla pedido un vaso de leche, con esa naturalidad de un hombre que ha superado la fase en que se avergüenza de no beber, como todo el mundo, bebidas alcohólicas. No fumaba, pero sacó una boquilla gastada y se entretuvo en mordisquearla sin despegar los ojos de Fred.
En una de las mesas, al fondo, mordiéndose impacientemente las uñas, se encontraba Alex, el hermano de la muchacha, de la linda muchacha que, en aquellos momentos, estaba finalizando una de las melodías del gusto del público y que iba a cosechar, en cuanto acabase, una estruendosa ovación. Pero Alex Flagg no esperaría... Había intentado dominar sus nervios, fumando mucho, pero bebiendo poco, como le habían aconsejado. Sus diecinueve años contaban mucho en aquel nerviosismo, en aquella impaciencia angustiosa que le ponía fuera de sí. Entornó los ojos, pensando en Ben Box y Davis Morris, sus dos compañeros que le esperaban dos manzanas más arriba, en el «Tampico», junto a la calle Veinticinco. Sus dos compañeros...
DOCE cámaras de televisión estaban dispuestas para enviar a las cinco partes del mundo, la emisión en color-relieve más importante del año. En los estudios de la «Pan América Televisión» y por los canales de la «International American Voice», más de doscientos técnicos disponían los filtros especiales, pendientes de los aparatos que iban a encadenar la formidable emisión. En el estudio central de la I. A. V., miembros del gobierno y representantes de la Confederación Europea ocupaban los asientos de la tribuna, con las miradas fijas en la estrada-escenario donde, al lado de algunas personalidades relevantes de la ciencia y del locutor Milker, se encontraba el personaje del día: el joven profesor Karl Hembert.
'Desde hacía bastantes años, las leyes mundiales habían abandonado sus anticuados procedimientos de castigo a la última pena. Inglaterra fue la primera en no ahorcar a nadie, Alemania dejó enmohecer las hachas de los verdugos, Francia arrinconó las inservibles guillotinas y España retiró para siempre el garrote vil. Incluso, los Estados Unidos, desde la firma del tratado internacional, que aunaba todos los esfuerzos policíacos bajo el mando de la SIP, destrozó la vieja silla eléctrica y la cámara de gas, adaptando el procedimiento internacional de la «cámara electrónica».
La «cámara electrónica» estaba basada en el funcionamiento del corazón [...] los hombres de ciencia inventaron un procedimiento que [...] producía una muerte instantánea, por parada del corazón, anemia cerebral y todo lo demás. Sólo era necesario, sin que el reo lo supiese, colocarle una camisola que llevaba en su parte posterior y en el lado izquierdo, una urdimbre metálica que atraía la radiación electrónica que la cámara producía.'
Al penetrar en el vetusto salón familiar, que las modernas tendencias no habían logrado cambiar y que seguía poseyendo el sabor rancio de otros tiempos— de otro siglo, exactamente—. Dan apretó la mano de su joven esposa con un poco más de fuerza, como si desease infundirle el ánimo que para él mismo deseaba. Durante todo el viaje en el supereactor que los había traído de Tokio, había hecho lo imposible por volver a explicar, por enésima vez, a su esposa, las características de aquella familia que era la suya; pero, en realidad, ¡era tan difícil explicar quiénes eran los Nichols! Porque… ¿quiénes eran? Para Dan, antes que nada, eran una familia que había logrado, con el complejo negocio de las exportaciones de algodón y fibras industriales que lo habían sustituido en gran parte, una fortuna colosal. Pero, además, los Nichols eran gente extraña, atadas al pasado por raíces que se hundían profundamente en el tiempo.
El agente nocturno dejaba oír sus pasos sobre la acera de la calle desierta. Su silueta, al juego de las pocas luces que allí había, se agrandaba o achicaba, tomando extensiones desproporcionadas, gigantescas, para después reducirse, como si la sombra correspondiese a la de un pigmeo. Hacía frío. Un viento helado llegaba del río, disfrazado de bruma, densificando la atmósfera y dejando un trazo de humedad por donde pasaba. Robert Cone estaba acostumbrado a aquellas rondas nocturnas; pero, a pesar del hábito, experimentaba la desagradable sensación de tener toda la noche por delante, en absoluta soledad, sólo con sus ideas y sin poder echarse a coleto un buen vaso de «whisky». Sólo una vez cada hora, cuando llegaba al extremo de la avenida, solía encontrar a Pryor, el agente del otro sector que, en realidad, le esperaba para fumar un cigarrillo juntos y permanecer, en animada charla, el corto tiempo que les era permitido estar juntos: tres minutos.
El hombre uniformado, se acercó al rincón de la sala donde Donald Callowan, el jefe de la SIP, siglas de la famosa Spacial International Police, llevaba pacientemente más de una hora, fumando cigarrillo tras cigarrillo,-Señor Callowan…Donald levantó la cabeza y una sonrisa entreabrió sus labios.
-¿Ha llegado mi turno?-Sí, señor. Pero debe perdonar. Ya sabe lo pesados que son estos debates del Consejo Mundial. El señor Barton estará seguramente desolado de haberle hecho esperar tanto tiempo.Siguió al uniformado personaje, atravesando la amplia sala y penetrando por una puertecilla que daba a un pasillo, a cuyo fondo se hallaba la entrada del despacho particular de William Barton.
Contento, comandante? Harold Arnett se pasó la mano por la sien derecha, donde los cabellos plateaban ya con intensidad.Sí, estaba contento, ¿Para qué negarlo?De todas las naves de la línea, Venus-Tierra, la suya, el «Spacius», era, sin ningún género de dudas, la preferida para los viajes de las más importantes fortunas de ambos planetas. Había ya quien la había puesto el sobrenombre de «Real» y hasta «Imperial».Y no eran exageraciones.El «Spacius», hermano gemelo del «Monitor», superaba a éste por la «clase» de su pasaje, por la calidad de las personas que lo elegían.Por todo.
La astronave era pequeña, de líneas sencillas y estaba pintada de azul claro. Al lado de cualquier tipo de astronavíos, la que ahora cruzaba el espacio hubiese hecho el ridículo; pero lo que podía juzgarse como inferioridad manifiesta, como tamaño reducido, no era más que apariencia. En realidad, la «USA-13» era una fortaleza del espacio. Ninguna otra nave en circulación, ni los astrocruceros de las superlujosas Compañías de Astro —navegación hubieran podido reunir lo que ella tenía; sus muros de acero al tungsteno, ciento por ciento, que la hacían invulnerable ante cualquier clase de proyectil imaginable, la fuerza de sus uranio-reactores, el empuje colosal de sus toberas… Era una astronave excepcional. Había sido concebida ex profeso para misiones especiales, y, en aquellos momentos, realizaba una de ellas: ni más ni menos que el traslado a Marte de la primera reserva de oro para el nuevo Banco del planeta.
El zumbido del teléfono hizo que Howard frunciese el entrecejo, sin que su atención dejase, por ello, de concentrarse en los planos y diseños que tenía ante él y que llevaba examinando y estudiando hacía dos horas, iRingggggg…! Se apoderó con un gesto brusco del aparato y, antes de que la voz de la secretaria sonase, exclamó: —¿No he dicho que no se me molestase bajo ningún motivo, señorita Cursell? —Perdone, señor, pero… —¿Pero qué? —Pero ese hombre insiste. ¡Lleva una hora y media esperando! El entrecejo de Howard se frunció más intensamente. —¿De qué hombre me está usted hablando?