La mañana era hermosa, una de esas mañanas primaverales, en las que el sol de Texas parecía una rosa de fuego prendida en un palio azul intenso. La alegría del sol prendía no sólo en el ambiente, sino en la sangre; era como un revulsivo de alegría que avivaba el dinamismo y encendía en los labios risas cascabeleras cuyo tintineo se captaba por todas partes. Recostado sobre uno de los pilares de la amplia plaza, Abraham Osako fumaba con displicencia y erguía la cabeza mirando al cielo.
El hombre y su caballo estaban descansando bajo la sombra acogedora de un grupo de álamos enanos, al pie de las altas escarpaduras orientales de Wakon Wheel Gap. Y ambos eran a no dudarlo personajes dignos de interés. El primero podría tener alrededor de los treinta años, y su magro cuerpo se cubría con una mezcla de prendas mexicanas y norteamericanas, cargando los negros “Colts” de cañón largo a los costados. Su rostro tostado, descarnado y agradable, tenía como principal atributo un par de ojos negros en cuyo fondo semejaban arder dos hogueras; sus manos, eran largas, morenas y fuertes, pero no estropeadas por el rudo trabajo de vaquero. El animal era un magnífico garañón negro, con las patas manchadas de blanco y una limpia estrella del mismo color entre los ojos, iba ensillado con una rica montura mejicana de cuero repujado con embutidos de plata, y triscaba la fresca hierba que crecía bajo los árboles, mientras su amo, tendido perezosamente en el suelo, mordisqueaba un tallo de hierba con la mirada perdida en el paisaje.
Dashiel Quint había ido a parar a Needles, aquel poblado del Este de California, a escasas millas de la divisoria de Arizona, como podía haber ido a parar al infierno de cabeza, sin que allí se hubiesen sentido muy extrañados de su presencia. Porque Quint poseía el embrujo de emular al Judío Errante, y no precisamente por su gusto, pero sí por su temperamento impulsivo y la poca paciencia que le había tocado a la hora del reparto.
La única cosa que crispaba los nervios de Della White, era tener que enfrentarse con Pacher Sutro. Le hubiese sido harto difícil explicar el motivo de esta animosidad hacia el joven Sutro, pero el hecho real era que existía. De nada le podía acusar para repelerle. Cuando tres años atrás, Pacher llegó a Thurman, era un mozo espigado, que rondaba los veintitrés años. Buscaba un empleo de vaquero y fue admitido como peón en el «Rancho C.C.», donde había actuado a satisfacción del dueño durante dos años y medio. Un día, sin justificar las causas, pidió su cuenta y se despidió del rancho. Al dueño no pareció hacerle gracia que Pacher se despidiese sin alegar razones, pero el vaquero, encogiéndose de hombros, repuso: —Nadie está obligado a servir eternamente al mismo patrón, ni éste se obliga a mantener a un peón hasta que las canas le llegan a las espuelas. Me he cansado de servir en su equipo y me despido.
La subasta se verificaba en medio de la mayor expectación. La pequeña pero linda cabaña que los Alten, con todo cuanto contenía, había salido a subasta pública entre los habitantes del poblado para cubrir con la venta del ajuar y propiedad de la familia la deuda que Claude Alten había contraído con Oskar Ordway, quince días antes de morir.
Tuk era un hombre relativamente joven, pues sólo contaba treinta y cuatro años. Era de excelente estatura, escurrido de carnes pero no delgado, porque, hombre activo y dinámico, no poseía en su cuerpo una docena de gramos de grasa y todo era nervio y músculo. Su cabeza era interesante, con una cabellera negra un poco ondulada, unos ojos negros, brillantes y reidores, una nariz perfecta y un pequeño bigote negro, bien cuidado, que prestaba gran simpatía a sus facciones.
Tedd Bronfield, sentado en el pescante de la galera, tendió su mirada por el árido sendero. La vegetación era rala y encasa. Ni un solo árbol rompía la monotonía del paisaje. Sólo cactos, grandes pedruscos negros, y, como fondo, algunos farallones rojizos y montañas oscuras.
A los dos meses y medio de la toma de Fuerte Sumter por los confederados, lo que dio comienzo a la guerra de Secesión, ciento noventa mil reclutas esperaban ansiosamente su bautismo de fuego. Hasta entonces, el conflicto entre el Norte y el Sur había sido una romántica empresa, algo pleno de emoción que daba a la vida su más hermoso aliciente: el heroísmo. Los soldados, que a las órdenes de oficiales dedicaban unas horas escasas cada día a la instrucción y el manejo de las armas, caminaban por pueblos y ciudades con aires fanfarrones y extraños atuendos, ya que la uniformidad de ropa era imposible de conseguir pese a que numerosas mujeres trabajaban en grandes talleres improvisados al efecto.Era el de Lincoln un ejército extraño. Por ser muy admirados los turcos, algunos de los reclutas llevaban raros turbantes rodeando sus cabezas y no pocos, al igual que los zuavos, envolvían sus piernas en vendas de sedas multicolores. Mientras unos optaban por echarse el fusil a la espalda, los más sosteníanlo en la mano derecha, suspendido, e iban por las calles golpeando las piedras con las culatas o lo que era peor, lanzándolo al aire mientras gozaban con la ingenua e infantil admiración de los muchachuelos, quienes considerábanles héroes.
Era durante la primavera del año 1841, cuando un humilde y solitario cazador acampaba un atardecer en la orilla del Río Trinity, en el Nordeste de Texas, una región salvaje e inculta, rodeada de bosques, con abundante caza y sin más vecindad que unas pequeñas tribus de indios tranquilos y poco numerosos. El cazador, cuyo nombre ha pasado a la historia de la colonización del Oeste, se llamaba John Neely Brian, y era un hombre relativamente joven, duro, recio de espíritu, andariego y apasionado de la caza. John durmió aquella noche a la orilla del río y por la mañana se dedicó a explorar los alrededores del solitario paraje. Tras el examen previo, comprobó que la caza se le daría bien en aquel lugar donde no tenía competidores y decidió establecerse allí definitivamente.
Desmontó el jinete y acarició al caballo, pasándole la mano por el cuello y los flancos, diciendo, como si animal pudiera comprenderle:
—¡Estamos muy cansados los dos! Me parece que nos hemos merecido un descanso. Te secaré antes este sudor, porque las noches en esta montaña son frescas.
Y con todo cuidado, se puso a secar, en efecto, el sudor del animal y le echó una de las mantas, para que no se enfriara.
Le dejó en libertad de pastar y él se echó, tapándose con otra manta.
Antes de quedarse dormido, estuvo recordando lo que había pasado horas antes en el pequeño pueblo, cuyo nombre no llegó a saber, al otro lado del lago que hubo de rodear en la huida.
Zachary Dirt siempre fue un tipo estrafalario al decir de cuantos le conocían a fondo, por haberle tratado más o menos íntimamente. Era un inadaptado al ambiente en que su estrella le había colocado y jamás se sintió a gusto ni con su suerte ni con la posición social que gozaba. Desde que se vio solo en el mundo para campar por sus respetos, había intentado infinidad de procedimientos para vivir lo mejor posible, sin conseguirlo. La suerte no estaba de su lado y esto le obligó las más de las veces, a defender su estómago trabajando como vaquero en diversos ranchos, por ser este el oficio que en los primeros albores de su juventud había aprendido.
El día era agobiante. Parecía que el sol, complacido en derretirse en una cascada finísima de rayos, se entretenía en hacer callar a los habitantes de las rocas y de los árboles. Y lo había conseguido. Solamente la osadía de la chicharra, se atrevía a enfrentarse con el intenso calor. Y como si se burlara de él, hacía chirriar sus alas con una constancia desesperante.
Las serpientes buscaban, en movimiento perezoso, pero amenazador, las víctimas de que se alimentaban. Reptaban zigzagueando sin el menor cansancio.
Christian Clutter jugaba una partida de póker ante una mesa, en el bar titulado “La Pecera”.
Todas las tardes, al anochecer, daba una vuelta por el poblado, dejaba su magnífico caballo a la puerta donde ya no pegaba el sol y entraba en el bar saludando con ademán campechano a todo el mundo, y la mayor parte de las veces, invitando a beber a los que se encontraban en el bar.
Esta cordialidad, este gesto de hombre desprendido y la sonrisa que casi constantemente campeaba en sus labios, hubiese hecho creer a quien no le conociera que Christian era todo bondad, cordialidad y desprendimiento, y sin embargo, todo aquello sólo era una máscara, un gesto fanfarrón para destacarse a los ojos de los demás, pues en el fondo era agrio, avaro y poco de fiar en sus acciones. Estas eran siempre un puro y estudiado cálculo y no movía un dedo de su mano que no tuviese un objetivo señalado en su beneficio.
La sirena aulló, estridente. Incluso su sonido metálico parecía allí un extraño y lúgubre lamento, que rebotaba de muro en muro, hasta morir sobre las torres grises, sin lograr salir al paraje desolado del exterior. Pero aquel triste alarido fué suficiente para que todos los hombres uniformados de gris dejasen de trabajar en las canteras y en los talleres interiores del sombrío edificio, reuniéndose en una larga hilera similar a la de miles de hormigas juntas, y esperando allí la llegada de los celadores de uniforme color azul, que sin soltar los rifles «Winchester» fueron tomando las posiciones habituales para conducir a los reclusos al comedor. Era lo habitual en «La Fortaleza». Nada podía ser allí diferente. Día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, los hombres hacían dentro de aquellos muros exactamente lo mismo que hicieran el día antes. No podía quebrarse la rutina de un penal como aquel.
Cuando aquella mañana de primeros de abril ya entrada una agradable y alegre primavera, las familias de Tarlton Rollins y de Rock Garman, abandonaron la sala del tribunal donde el juez acababa de fallar el apasionante pleito que había encendido la pasión y el odio entre ambos clanes, todo el pueblo tenía el presentimiento de que la paz que siempre había reinado en el poblado, se iba a ver turbada y rota de tal modo, que sólo la paz de un puñado de tumbas podría apagar las hogueras que el fallo acababa de avivar hasta el máximo.
Chester Vaughan aguardó a que los dos hombres que le habían acompañado desde el rancho de su padre, situado al norte de Cheyenne, se hubiesen marchado en busca de esparcimiento por la ciudad, la capital ganadera que en aquellos días era Dodge City; la ciudad que no muchos años antes fundara el general Dodge. Le daba un poco de vergüenza a Chester vestir, delante de aquellos hombres rudos y sencillos que le habían visto crecer, la ropa que había comprado y que tenía guardada. Y tan pronto como ellos salieron, vistió el nuevo pantalón de montar de elegante corte y las botas nuevas, relucientes y demasiado ajustadas, calzando a continuación las brillantes espuelas de plata que también había adquirido.
El peón, más tranquilo, salió del despacho, y la joven, olvidándose de los papeles que estaba repasando, se sumió en hondas y no muy agradables reflexiones. La sospecha de su peón era una sospecha que ella abrigaba desde que murió su padre y de la que había hecho partícipe a Timmy Melville, su capataz. Desde años atrás existió una pugna muy dura entre su difunto padre y otro ganadero vecino llamado Theodore Baughey, a causa de unos terrenos comunales que su padre había convertido en pastos para su ganado.
El estruendo seco de los disparos atronaba el hosco paisaje de continuo sumido en el silencio. Aquella parte del temible río Pecos, feudo de los pistoleros y abigeos de la zona correspondiente a Pecos como poblado, no solía ser frecuentada por nadie que no tuviese interés en huir de los rurales. Paisaje tupido, sinuoso, propicio a la emboscada y a amparar las fugas, era terreno prohibido para las personas de bien y más para las que tenían algo que perder y nadie se aventuraba por aquella parte próxima al río, por temor a recibir la caricia de unas onzas de plomo, brotando entre la espesura, o verse atracada para despojarla de cuanto llevase encima, o para retenerla como prisionera en tanto alguien no pagase el precio de su rescate. Las cuadrillas de abigeos y salteadores se sabían casi seguras en aquel terreno que conocían palmo a palmo y lo dominaban como cosa propia, y de vez en vez, cuando la vigilancia parecía menos intensa, hacían incursiones veloces y provechosas por ranchos, granjas y poblados pequeños, esquilmándolos y produciendo víctimas, cuando alguien se atrevía a resistirse al expolio.