Dixon, un bien situado terrateniente de la cuenca del Sacramento regresaba del mercado de cereales de Butte City en dirección a Maxwell. Había vendido una partida de grano por un valor de cinco mil dólares y, según su costumbre, regresaba con el dinero en el bolsillo, para ingresarlo en su cuenta corriente de Maxwell.
Era verdaderamente fantástico el historial de aquellos dos hombres; dos hombres duros como el acero, que por un capricho del destino habían nacido enemigos y morirían enemigos, quizá uno a manos del otro, pues su rencor parecía vaticinar que éste sería el final de aquella pugna de colosos. Tanto Ward Murphy, como Rory Wyman, habían nacido a poca distancia el uno del otro en un pequeño poblado llamado Frío Town, junto al curso del río Frío.
Milton salió de la casa y miró en todas direcciones.
Empezaba a soplar un viento gélido.
Sentía frío, a pesar del chaleco que llevaba forrado de piel.
Lió parsimoniosamente un cigarrillo. Le prendió fuego, metiendo el resto del tabaco en el bolsillo de la camisa.
Mientras fumaba, caminó lentamente hacia las viviendas de los vaqueros, en las que no había más que el patizambo Rob Munson, que actuaba de cocinero.
El doctor Stout abrió la puerta. Su aparición en la sala fue acogida con el más denso de los silencios. Cerrando de nuevo tras sí, miró larga y gravemente a uno de los tres personajes reunidos en la estancia.
Por primera desde que abriera sus puertas al público hacía algo más de un año, el bar garito de Deve Short, en Deming, tenía enfundadas las mesas de juego y no se captaba aquella noche el agrio canturreo de la bola de marfil sobre el tazón de la ruleta. El insólito suceso era un caso de fuerza mayor y nunca mejor empleada la frase, porque había sido la fuerza de la autoridad, impuesta al fin, tras un período de forcejeo muy espectacular, la que había logrado aquel silencio en la ruleta, ya que aquella noche no solo dejaría de funcionar para siempre, sino que el bar se cerraría y Deve abandonaría Deming.
Paw Rudy había venido al mundo signado por una estrella negra que presidió su primer balbuceo y había sido inútil cuanto intentó a sus veintidós años pletóricos de energía, para emprender una ruta distinta de la que el hado le trazara. Gozó de una niñez triste y mísera.
La animación en la taberna de Bob, en el pequeño poblado de Chloride, al oeste de Arizona por bajo del macizo montañoso de Tipton, era extraordinaria. El local estaba casi lleno de clientes; vaqueros, labriegos, mozos de granja, etc., los cuales, al tiempo que hacían buen consumo de bebidas, con gran contento de Bob, discutían a grandes voces sobre algo que era motivo básico del día y el que les había congregado allí llenos de curiosidad por conocer el desarrollo y final del suceso. Un viejo colono decía, sin recatarse mucho en la acidez de sus comentarios: —Es una pena y una vergüenza que ese buitre de Mugs Rantaul se lleve por una basura de dinero esas mil reses pertenecientes al rancho de Ritti. Las pague como las pague, y no las pagará ni a la mitad de su valor porque no hay quien le haga la competencia, será siempre un robo encubierto por ciertas argucias de legalidad que para los hombres honrados carecen de valor moral.
Muchas veces en la existencia de los hombres, un suceso nimio, una resolución improvisada, algo imprevisto a lo que no se le dio importancia alguna, puede influir de tal forma en la vida de los humanos, que en virtud de aquel suceso o hecho intrascendente, su futuro puede variar de un modo radical, derivándolo por senderos insospechados. Por ejemplo, aquel sábado, 13 de agosto, debía ser para Stan Fallon una fecha que jamás podría olvidar, porque iba a marcar el comienzo de una vida nueva para él, sin siquiera sospecharlo. Stan procedía de Las Vegas, donde había estado un par de días. Allí, durante esas cuarenta y ocho horas, había jugado dos veces, una perdiendo setenta dólares de los ochenta que conservaba por todo capital, y otra ganando trescientos, en media hora de buena suerte bien aprovechada.
Jubal “El Sombrío” empujó con gesto displicente la puerta giratoria del restaurante “La Perla del Missouri”, y buscó con interés la mesa que adosada al ventanal que daba a los muelles solía ocupar casi a diario a la hora del almuerzo. Le seducía aquel sitio desde el que a través de los sucios cristales podía contemplar el tráfago de los muelles, y el día que llegaba tarde a ocupar su lugar preferido se sentía contrariado y el almuerzo parecía no sentarle tan bien como él deseaba. Jubal llevaba en Omaha apenas tres meses. Había llegado a la capital del Estado acuciado por Robson, el dueño del último y mejor garito instalado en la ciudad, sólo porque Robson le conocía de otras ciudades turbulentas y viciosas...
El caballo se encabritó con un relincho. Su jinete tuvo que hacer grandes esfuerzos para evitar que diera con él en tierra y se precipitase al galope lejos de su dominio. El zigzagueo en el cielo negro y denso de la noche tempestuosa, tuvo un fulgor cárdeno, acompañado de un estruendo demoledor. Cielos y tierra parecieron estremecerse al impacto de la descarga. La lluvia arreció con mayor fuerza.
A oídos de Tom Castle llegó el eco de dos disparos consecutivos. Se estremeció a impulsos de un presentimiento. —¡Ha sido en la cabaña de Duff! ¡Vamos, “Dóllar”! El caballo no necesitó de otro acicate que la voz de su amo para salir disparado como una flecha, haciendo gala de su galopar elástico, fácil, elegante. No tardó Tom en divisar la silueta de la cabaña ocupada por el viejo Duff “Tormenta”, en la que el propio Tom encontraba asilo frecuentemente. Procuró el joven llevar su caballo por el terreno herboso, fuera del camino, para que no se oyese el ruido que habría producido el caballo en el terreno duro del camino.
Sam descendía lentamente por la amplia calzada de la Market Street, que si no era precisamente la mejor y más aristocrática vía del populoso y turbulento San Francisco, sí era una calle importante. En ella se abrían muchos comercios lujosos y bastantes garitos, disfrazados en parte por los amplios y llamativos carteles en los que se anunciaba profusamente el espectáculo que servía de tapadera y atracción para la clientela.
El comisario no opinó en este caso. Después de todo, el preso tenía razón. Ocho horas no eran muchas, aunque a él, particularmente, le parecerían siglos. Y al hombre encerrado tras aquellas gruesas barras de hierro, minutos, acaso segundos. Todo dependía del lugar en que uno se encontraba, a un lado u otro de aquella puerta. Reinó un prolongado silencio dentro de la Prisión del Condado.
Lewis Ferguson se separó el puro de la boca y lo dejó cobre el artístico cenicero de mármol. Sus ojos claros, vivos, más bien pequeños, buscaron la mirada de Kenneth Merryl, encontrando en ella la firmeza que deseaba. Resopló Ferguson expulsando el humo y señaló luego con su dedo índice para el plano que tenía sobre la mesa. Su voz bronca, se produjo a golpes.
—¿Es que no me vais a dejar hablar? ¡Estoy reclamando silencio!
Todos los que estaban, y eran muchos, en el local en que se celebraba el juicio guardaron silencio para que el juez continuara.
Dos muchachas se abrieron paso entre los curiosos, consiguiendo llegar hasta las primeras filas.
—No es que se trate de ningún caso difícil ni dudoso. Pero es necesario ceñirse a la ley y por ello estamos aquí reunidos —añadió el juez—. Estamos ante un cuatrero que ha sido denunciado por míster Cus Brown, al que todos conocemos, mientras que el acusado es un desconocido al que se ha visto con uno de los caballos que míster Brown estaba preparando en el rancho para él. Y no es que solamente sea un cuatrero, es que cuando dos de los vaqueros de míster Brown trataron de recoger el caballo al conocerlo, mató a los dos. Así que al delito de robo va unido el de asesinato de dos hombres.
La ciudad de Laramie, situada en sudeste del territorio de Wyoming, fue famosa durante muchos años por diversas causas, siendo la principal, que era la ciudad mercado de los ganaderos de las llanuras.
Por contar con todos los vicios de Cheyenne, capital del territorio, y por la afluencia de los equipos ganaderos, se convirtió en un infierno en el cual la vida se hizo imposible para los pacíficos habitantes.
Se perdió el respeto a la ley y tan sólo se rendía obediencia a la del «Colt».
El que había disparado lo hizo dos veces más.
La segunda alcanzó a la cabalgadura, que rodó sin vida. Rodney corrió a guarecerse entre las rocas de la montaña, a cuyo pie se encontraba, y que era lo que se proponía al montar a caballo.
Su atacante miraba con atención desde la cima de la montaña.
Una nueva bala salpicó su frente de restos de roca.
El del rifle estaba demostrando ser un buen tirador.
Corrió a guarecerse en otro refugio más seguro.
Y de este modo, iba avanzando hacia la cumbre.
El consejo contra el capitán Alex Covelo se celebraba a puerta cerrada, y en Austin se hacían los más variados comentarios sobre el resultado del mismo. La acusación era muy grave y había la seguridad de que iba a perder el destino y, hasta posiblemente, ser encerrado por unos años. En el establecimiento que había frente al lugar en que se celebraba el consejo, hallábanse muchos curiosos esperando la salida de los que tomaban parte en él. Estaban más en la puerta que en el interior del establecimiento, ya que lo que menos les precisaba en esos momentos era beber.
Paul Lacrosse había tenido que correr muchas veces para salvar su vida. Pero nunca tan aprisa ni tanto tiempo como aquélla. Tampoco con menos esperanzas de lograrlo. Al principio, cuando salió a uña de caballo de Oro Grande, la pequeña población minera donde durante un par de meses había operado con bastante fortuna, tras haber dejado listo para meterlo en una caja de pino a uno de sus ciudadanos más conspicuos, que tuvo la mala idea de acusarlo de estar haciendo trampas en una partida de naipes, pensó que todo se reduciría a una más de tantas galopadas. Y así lo creyó durante las quince o veinte primeras millas.