La azafata anunció el inmediato aterrizaje en las pistas del aeropuerto internacional John F. Kennedy, rogando a los pasajeros iniciaran las obligadas normas de rigor. George Davenport, en clase Presidente Especial, apagó el cigarrillo procediendo a ajustarse el cinturón de seguridad. Ahogó un bostezo. Mientras que la mayoría de los pasajeros se asomaban a las ventanillas con la vana esperanza de divisar la estatua de la Libertad, Davenport se reclinaba en el asiento cerrando los ojos.
Farnsyde dejó el teléfono nuevamente en la horquilla. Luego se enfrascó en el trabajo. Acababan de darle una mala noticia acerca de un edificio que estaban construyendo por cuenta de la inmobiliaria que presidía y quería comprobar de un modo detallado el alcance de la noticia. Si lo que le habían dicho era cierto, podía perder unos cuantos miles de dólares, tal vez decenas de miles, por la actuación de un idiota con demasiados escrúpulos.
Cada uno de los herederos recibió una carta, fechada en Lausana, Suiza, y con el siguiente contenido (extractado): Deberá usted encontrarse el próximo dieciocho de abril, del año en curso, en la residencia denominada Villa Grette, no más tarde de las 18.00, al objeto de recibir la herencia que le acordó en su testamento sir Brian York-Blythe, y ello en méritos de servicios prestados en vida del legatario. El importe líquido de la parte de herencia que le corresponde a usted es de 400 000 libras esterlinas.
Después de consultar sus datos, el doctor Farquhart se encaró con su paciente, a la vez que le daba una amistosa palmadita en una de sus rodillas. —Nada de particular, Roger. Nada que no se cure con un poco de descanso y unas píldoras que yo mismo te voy a dar —dijo el galeno—. Somos buenos amigos, conozco de sobra tu labor como físico y sé que, simplemente, padeces un principio de stress. Ya sabes, ansiedad motivada, más que por exceso de trabajo, por la tensión de cumplir con ese trabajo. Y es que eres demasiado cumplidor, Roger.
El cuchillo estaba allí, frente a sus ojos, sobre la alfombra. El cuchillo parecía haber sido sumergido en una fuente de pintura roja. La pintura roja brillaba en él, y había manchado la alfombra alrededor. Parpadeó porque aquello no tenía sentido. Caídas en el suelo, esparcidas, vio una colección de fotografías obscenas. Horribles y que le dieron náuseas. Estaban tan cerca de sus ojos que distinguía hasta los menores detalles de unas escenas nauseabundas.
Salí de la celda. Caminé tras el celador, hasta que dos funcionarios me tomaron para conducirme a la sala de comunicación de la penitenciaría. Me preocupaba quién podía ser mi visitante. Pero no encontraba una respuesta fácil. No tenía amigos. Ni nadie capaz de acordarse de que un tipo llamado Ryan Slade, junior, reposaba sus huesos en una celda de la penitenciaría del Estado de California, en prisión preventiva, con fianza.
La joya era enorme, fascinadoramente atractiva. Estaba en una vitrina a prueba de ladrones, reposando sobre un cojín de terciopelo negro, que hacía destacar todavía más sus múltiples atractivos. Al pie de la vitrina había una placa, sobre la que había sido sujeta una cartulina en la que, brevemente, se explicaban las características de la joya. Burnett Wyss rió para sí, mientras contemplaba el gigantesco rubí, casi tan grande como su puño, engastado en una montura de oro, que sostenía al mismo tiempo una corona de diamantes. Wyss se reía de las vitrinas a prueba de ladrones.
—Dijeron que había un fisgón rondando la casa —masculló el sheriff de mal talante. Y añadió—: Lo dijeron así exactamente… Un fisgón en torno a la casa, de modo que no podían trabajar en paz. Alan Drake sopló el humo del cigarrillo hacia el techo, recostado contra el respaldo de la butaca. —¿Y qué? —preguntó perezosamente. —Bueno, envié a Hardy a investigar, sólo para que no siguieran dándome la lata. Ésa es la razón de que mi alguacil no esté aquí para compartir sus malos ejemplos, teniente.
Todo había quedado atrás. Caída y condena, ajuste de cuentas con la sociedad ultrajada, libertad al fin… Sí, todo eso había quedado atrás, y yo esperaba que fuera para siempre. También el pequeño Stephen quedaba atrás, aunque eso era preferible no recordarlo. Mi llegada a Los Ángeles no había sido triunfal precisamente. Di unos cuantos tumbos de un lado a otro tanteando el terreno, pero pronto me convencí de que si quería vivir debía dejar a un lado las viejas ilusiones y empezar desde abajo.
El auto, un «Buick» negro de la serie «Centurión», circulaba por la autopista San Francisco-Los Ángeles a la máxima velocidad permitida. En el asiento delantero dos individuos. Blake Andrews, al frente del volante, silbaba coreando torpemente el popular Hey armónica man, de Stevie Wonder en el autorradio. La expresión de su rostro resultaba cómica. Hinchando las mejillas ya de por sí mofletudas. Era un individuo propenso a la obesidad. Su compañero era el polo opuesto. Unicamente coincidían en la edad.
El hombre había pasado largas horas estudiando los menores movimientos de la mujer. Ésta era joven, hermosa, de larga cabellera rubia y bien formado cuerpo. La indumentaria de la mujer era bastante atrevida, lo cual se debía, en buena parte, al hecho de hallarse en el interior de su casa, aunque no a salvo de miradas indiscretas. Situado entre las frondas del parque inmediato, el hombre había vigilado, con todo detenimiento, a la ocupante de aquel apartamento, situado en la tercera planta de un lujoso edificio.
El hombre de tez oscura y gafas de sol, tiró con rapidez el Playboy a una papelera, sin haberlo leído ni hojeado siquiera. La pobre mujer desnuda de la portada, se mojó, al recibir las gruesas gotas de lluvia. Pero eso no pareció despertar la menor compasión en el hombre moreno, que ahora se movió presuroso hacia un automóvil detenido muy cerca de allí. Subió al coche. Era un «Volkswagen», un coche europeo, de color oscuro. Lo puso en marcha.
El hombre era de mediana edad, aunque se conserva bien todavía y ofrecía un excelente aspecto. Jonathan Willets ahogó un bostezo, se sentó en el borde de la cama y empezó a ponerse los zapatos.
Estaba terminando de vestirse, cuando la chica entró en el dormitorio.
Estaba inscrito como Justy Fleming y daba buenas propinas, con lo cual tenía al personal del hotel dispuesto a sonreírle cada vez que solicitaba sus servicios. Era bien parecido, de estatura elevada y con una cara lo bastante atractiva para que las mujeres, algunas mujeres, le consideraran fascinante. Cuando descolgó el teléfono por cuarta vez en esa tarde, su cara no parecía precisamente fascinante. Tenía una mueca de impaciente cólera, mientras oía sonar el timbre al otro extremo del hilo.
Los ojos de Desmond Field escrutaban ansiosamente el panorama urbano, en busca del individuo conocido por el sobrenombre de El Infalible Matador, más comúnmente denominado por las iniciales del apodo, I. M. I. M. iba a dar un golpe. No un robo o un asalto, sino uno de los golpes que tanto le habían acreditado: un asesinato. Field había sido contratado para evitarlo. Ignoraba el modo o los medios de que se había valido la persona que le había contratado para saber que I. M., quería asesinarlo.
Precedido de un siniestro rumor de cerrojos que se abrían y cerraban, el hombre alto y fornido, de rostro pétreo, avanzó, escoltado por dos guardianes uniformados, hacia el lugar donde el condenado a muerte pasaba sus últimas horas. Al llegar a la última verja, fueron recibidos en persona por el jefe de vigilantes, quien se encargaba de que todo sucediese con normalidad. El jefe parpadeó al ver un rostro que le resultaba completamente desconocido.
En una sucursal bancaria próxima al muelle 32… Se hizo el silencio. Un silencio denso. De muerte. —Esto es un atraco. ¡Que nadie haga tonterías! Preferimos llevarnos el dinero sin derramar sangre; pero no nos importará liquidar al imbécil que pretenda presumir de héroe. Las palabras sonaron secas, tajantes, estremecedoras.
El fiscal atacaba con dureza: —En primer lugar, pero, sobre todo, ¿puede usted negar que disparó contra la víctima y le dio muerte? —¡Claro que no! —contestó el acusado—. Jamás lo he negado, aunque siempre he sostenido… —Limítese a contestar de un modo escueto a mi pregunta. Sí o no —atajó el fiscal vivazmente—. ¿Mató a Randolph Ryles? —Sí. De todos modos, yo querría… —Es suficiente.
El calor era endiablado, la música sonaba igual que el canto de un coro de ángeles y los martinis eran deliciosos. Lo que quiere decir que la fiesta estaba resultando un éxito. Tomé otro martini de una bandeja. La chica rubia comentó: —Todas mis amigas dicen que Aliee es muy afortunada al casarse con usted, Conrad. —Tus amigas están locas.
El hombre estaba solo en aquellos momentos. Era el día libre de la servidumbre, pero Rob DeWitt no iba a echar de menos a ninguno de los criados. Al contrario, le convenía estar solo, ya que dentro de unos minutos iba a recibir a una encantadora criatura, que le tenía sorbido el seso. Tan loco estaba por aquella mujer, que había contratado el asesinato de su propia esposa. El señor DeWitt se había quedado viudo un mes antes. Su esposa, además de dejarle viudo, le había dejado también una fortuna muy saneada. La vida era bella, pensó el aparentemente inconsolable viudo.