Leónidas aprovechó la parada para extraer del bolsillo un amplio pañuelo y, despojándose del sombrero, lo pasó sobre su morena frente bañada en sudor. La caminata había sido larga, el sol quemaba como las ascuas de una hoguera y en todo aquel maldito paraje que había atravesado durante el día anterior y parte de aquella mañana, no había encontrado un solo árbol para descansar a su sombra. Aquello parecía un desierto y de no ser porque el piso estaba cubierto de espesa hierba y porque había seguido el curso del Knife River, muy pobre de agua pero río al fin, hubiese creído que aquella parte de Dakota del Norte, era el propio desierto de Arizona, o acaso la antesala del infierno. Pero al fin parecía estar llegando a su destino, un destino absurdo y, seguramente un tanto peligroso, como la mayoría de las misiones que había venido desempeñando desde hacía tres años.
—¡Hola, Loretta!
—¡Hola, Wilson! —saludó la joven propietaria del «saloon»—. ¿Qué tal va ese rodeo?
—Si quieres hablar conmigo, dame primero un buen doble de « whisky ». He tragado mucho polvo y tengo la boca reseca.
La muchacha sirvió lo solicitado.
Cuando hubo terminado la bebida, dijo:
—Ahora puedes hacer preguntas.
—¿Cuándo termináis el rodeo en el rancho de míster Spencer?
—No debe extrañar la presencia de ese forastero. Son muchos los que han venido desde que se habla del petróleo y de la construcción del ferrocarril.
—No hay duda que no es de éstos, porque David no le conoce.
—Uso no es una razón. Bueno, atiende a los clientes y si ese muchacho tan alto y, que hay que reconocer es guapo de veras, pide champaña, mejor que si es cerveza lo que quiere beber.
El aludido por las dos mujeres, llegaba junto al mostrador y limpiándose el sudor con un pañuelo, preguntó al barman:
—¿Hace siempre el mismo calor?
La diligencia procedente de Abilene llegó a La Mesa, localidad donde terminaba su recorrido de más de ciento cuarenta millas. Lloyd, el mayoral, detuvo hábilmente el tiro de briosos caballos, a la misma altura que lo hacía siempre, ni yarda más, ni yarda menos, cosa de la que se sentía orgulloso. Al ver la gran cantidad de gente, hombres en su inmensa mayoría, que se hallaban esperando, silbó con expresión que quería reflejar asombro, aunque lo cierto era que el hecho no le había causado sorpresa alguna. Prosiguiendo su ficción, se volvió hacia el veterano Picke, el escolta de la diligencia, que empuñaba su viejo y seguro rifle.
En el Oeste, cuando un poblado de escasa importancia crece en población de una manera veloz por algún motivo extraordinario que exigió esta inflación de habitantes, la tranquilidad del poblado se ve turbada fieramente por la violencia y la falta de autoridad y fuerza para imponer el orden con la misma rapidez que el poblado crece. Este es un hecho comprobado, cuando se repasa la historia de las grandes ciudades, que bien por aparición del oro, de la plata o del petróleo, se convirtieron de la noche a la mañana en la atracción máxima para los aventureros, los granujas, los buscadores de gangas, y los que siempre han vivido atisbando a los demás, para despojarles del producto de suerte o trabajo, apenas pudo ser recogido por ellos.
Si alguien tuvo alguna vez la muerte delante de sus ojos y logró ahuyentarla en el último minuto, cuando parecía imposible zafarse de su guadaña, ese hombre de suerte fue Albert Paine. Porque hacía falta tener mucha suerte para caer malherido en un barranco, en un paraje agrio y nada frecuentado y pasarse las horas perdiendo sangre, sin esperanza alguna de salvación para que en ese minuto decisivo en que ya la vida, en el cuerpo, no aguantaba más la presión de la Parca, alguien oportunamente llegase hasta él para sacarle de aquella tumba a cielo abierto y volverle a la vida tras ímprobos y denodados esfuerzos.
En el sudoeste de Texas, cerca de la frontera con México, se están produciendo robos de ganado a gran escala. Los rurales Richard Riedel y Mike Gordon son enviados a investigar, pues los hechos se escapan de las competencias y capacidades de los sheriff de la zona.
—Voy a ver esa herida.
—¡Te he dicho que no me toques! —gritó el herido.
—Pareces muy joven y no quiero echar sobre mi conciencia el peso de una responsabilidad tan enorme.
Y se inclinó hacia el caído, que trató de protegerse, pero se desmayó al hacer el esfuerzo con tal propósito.
Rasgó la camisa para ver la herida y saltó hacia atrás como si hubiera visto una serpiente.
¡Se trataba de una mujer el que consideró como un vaquero muy joven!
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
La colosal manada de cornilargos propiedad de David Slayton, tras sesenta días de azarosa y agotadora jornada a través de la pradera siguiendo el sendero que tres años antes la audacia y decisión de Jesse Chisholm abriera para el ganado, había logrado atravesar el Cimarrón para adentrarse en el territorio de Kansas camino de Dodge. Atrás quedaba como un recuerdo casi alucinante toda la odisea de la dura empresa; ataques de los comanches y kiowas, sed y polvo hasta convertir la garganta en un papel de lija; trombas de bisontes amenazando el ganado y, aun dispersándole por la llanura con peligro de perder una mitad del hatajo, tormentas eléctricas como sólo se dan en las llanuras de Texas y que, no viéndolas y sufriéndolas, nadie se las imagina, peligro mortal de las nutridas bandas de salteadores de ganado que infestaban la llanura atraídos por el cuantioso botín y por si esto fuera poco para los duros y bravos conductores, más de dos meses condenados a agua solamente — cuando no les faltaba también el precioso elemento—, pero sin poder ingerir una sola gota de alcohol, pues no había ranchero que supiese algo de la ruta, capaz de consentir que se filtrase una sola gota de alcohol en la despensa del equipo.
En aquel momento, para Nil Read, ver a la vieja Marubey fue como ver al mismo diablo. Todavía no se había calmado del choque que había tenido con unos individuos, cuando aparecía la vieja que fue nodriza de Mood Wallson, la pesadilla de los Read. Nil estaba levantando la cabaña que tenía que servir de establo. Ya tenía terminada la que le servía de vivienda. Contra una pila de troncos estaba el rifle con el que había ahuyentado a los sujetos que habían ido a importunarle. Y ahora aparecía la vieja, montada en una carreta. Nadie la acompañaba.
Los pájaros y el sol, al entrar por la ventana abierta, despertaron a Nero, que se levantó de un salto.
Se desperezó frente a la ventana y exclamó:
—Me he dormido. Estaba cansado.
Fue hasta la cocina y se lavó.
Se afeitó sin grandes prisas.
Mientras se afeitaba en la cocina, iba friendo un poco de jamón con tocino y junto a la sartén se calentaba agua para hacer café.
—¡Buenos días, capitán!
—¡Hola, Berta! Aquí me tienes de nuevo.
—Dicen que hay más pasajeros que nunca.
—Es que todos quieren llegar a aquellas tierras antes de que las nevadas empiecen.
—¿Aparece mucho oro?
—En realidad, no lo sé. Lo cierto es que estáis haciendo un gran negocio con tanto movimiento de aventureros…
—No debemos quejarnos, es verdad. Esto se halla lleno todo el día y la bebida se vende en cantidad.
—¡Y a qué precio!
Hilary, el capataz del rancho de Dagobert Penrose, llegó a todo galope hasta la hacienda y, frenando bruscamente su montura delante del porche, se apeó de un salto felino y, haciendo resonar sus largas y brillantes espuelas sobre el endurecido suelo, se introdujo en la hacienda. Dagobert trabajaba sombrío ante su mesa de despacho. Pocos hombres se podrían encontrar en todo el territorio del sur de Utah, que impusiesen más respeto al verse ante él. Era un hombre alto, quizá demasiado alto, a pesar de estar bien proporcionado. Carecía de grasas, su cuerpo todo era músculo y hueso, y pocos también serían capaces de mostrar la dureza física que él sabía demostrar cuando la necesidad así lo imponía.
Eran las once de la mañana de un espléndido día del mes de mayo cuando el director de la cárcel de Austin hizo llamar a su despacho a Gurd Lankaster, el cual llevaba tres años allí encerrado, sufriendo una condena de doce que le había sido impuesta por declarársele complicado en el asalto y robo al Banco de Crédito Ganadero de Mineral, un poblado sito al Norte de Texas y a no mucha distancia del Brazos River.
Boluder City era un pequeño pueblo del territorio de Nevada, situado en la desembocadura del Gran Cañón del Colorado.
Sus habitantes observaban con curiosidad al joven forastero que, con la brida del caballo sobre un hombro, contemplaba, sonriente, la edificación existente en la única calle de que se componía el pueblo.
Chas Peterson, como se llamaba el joven forastero, sonreía al verse contemplado con aquella extrañeza, lo que le indicó que no debía ser frecuente la llegada de extraños.
Pero la sorpresa de los curiosos no tuvo límites cuando le vieron entrar en la capilla.
Lita abrió la puerta de su cabaña y salió al exterior, con los ojos aún un tanto turbios, a causa de haber dormido mal toda la noche, y los brazos levantados al cielo, como si pretendiese hacerle una auténtica invocación, aunque, en realidad, aquel gesto un poco teatral era el signo de desperezo que su cuerpo reclamaba. A un lado de la cabaña estaba el pozo y, algo más retirado, un amplio pilón fabricado toscamente con piedras aglutinadas con argamasa. Era allí donde la joven lavaba, viéndose obligada a llenar el pilón a fuerza de sacar cubos de agua del pozo.
La mujer que descendía de la diligencia era muy bonita.
Miró en todas direcciones, contemplando la ciudad de Denver con más curiosidad que interés.
Los testigos que a diario esperaban la diligencia se fijaron en ella con la máxima admiración.
Las ropas de la joven eran elegantes, finas y vistosas. De las que usaban las mujeres del Este y las bailarinas o cantantes que solían actuar en el teatro que habían hecho en la avenida de Lincoln.
Una sonrisa burlona o picaresca asomó en varias bocas.
El día era francamente maravilloso. El sol lucía con bastante fuerza en un cielo purísimo de color azul turquesa y el aire, aunque cálido, transportaba a lo largo y lo ancho de la pradera ese efluvio acariciante de las flores silvestres, del romero, de la artemisa y de tantas plantas distintas en plena floración. Un cansado jinete discurría por la polvorienta senda en la que de vez en cuando algún árbol frondoso se alzaba al borde del sendero y ofrecía por un momento la grata sombra de sus tupidas ramas.