Ella era una joven muy atractiva, cuyo espléndido cuerpo estaba cubierto por unos pedacitos de tela roja. El color escarlata contrastaba vivamente con la piel dorada por el sol. El hombre, en pie sobre la popa de la lancha motora, terminaba de equiparse con la máscara y aletas. Tenía unos quince años más que la mujer y era de mediana estatura, muy fornido, con el torso como un barril y la nariz de un exboxeador. —¿Crees que conseguirás algo, querido? —preguntó ella. —Para eso me voy a sumergir, ¿no?
Despertó, y al instante sus sentidos agudizados le advirtieron del peligro. Se mantuvo inmóvil, respirando pausadamente, escuchando. En la cama gemela a la suya captó la suave respiración de la muchacha que dormía completamente tranquila. Luego, cazó otro sonido. El de unos pies deslizándose tan despacio que apenas se movían. Pisaban con infinita cautela por temor a desplazar algún mueble y delatar la presencia del intruso.
La embarcación se mecía dulcemente bajo el sol del atardecer. Reinaba un gran silencio sólo roto a intervalos por la voz de Arthur, tan bronca y poderosa que estremecía las cuadernas. A veces pensaba que asustaba incluso a los peces de las profundidades, desde Long Beach, hasta la isla Santa Catalina. Se estaba bien tumbado en la toldilla, dormitando, oyendo el chapoteo del agua contra el casco. Únicamente la voz de mi amigo rompía el encanto porque me obligaba a pensar.
El hombre emergió de las aguas y se quitó la boquilla de los labios, a fin de llenarse los pulmones de aire. Apoyado con la mano izquierda en la borda de la pequeña lancha con motor fuera borda, paseó la vista en torno al mar que le rodeaba. La costa quedaba escasamente a media milla de distancia. El fondo se hallaba a menos de cincuenta metros. Ben Tucson tenía unos pulmones a prueba de bomba y, sin necesidad de botellas de aire, había estado a punto de tocar el fondo con las manos.
Los tres hombres penetraron en el edificio de oficinas, cuando salían la mayor parte de los empleados, casi nadie se fijó en aquellos sujetos, dos de los cuales eran portadores de sendos maletines, de forma un tanto largada, semejantes en cierto modo a estuches para instrumentos musicales. Junto al edificio había otro en construcción. Casi continuamente se escuchaba el fragor de las remachadoras. En el edificio comercial, la mayor parte de quienes allí trabajaban maldecían e insultaban a los obreros que manejaban las ruidosas máquinas. La distancia era muy corta y, a veces, el intercambio de insultos se hacía de viva voz, a setenta metros sobre el nivel de la calle.
Me quedé mirando fijamente a mi visitante. —Estás loco —dije—. Rematadamente loco. Luego resoplé, sacudiendo la cabeza. Me limpié un lado de la cara con el cold cream del pote blanco. En el espejo del camerino, medio rostro parecía mucho más joven y bien parecido que el otro. Milagros del maquillaje. No es que sea feo ni maduro, pero en el teatro los afeites hacen su trabajo. Y lo hacen bien. —¿Por qué? —preguntó él secamente, como si no le gustara mi comentario.
Los patéticos dedos de los cipreses señalaban el negro firmamento. Como gigantes estáticos rendían con su presencia un sombrío homenaje a los muertos que reposaban a sus pies. El cementerio estaba cercado por una valla más decorativa que otra cosa. ¿Para qué querían protección los muertos, en su última morada? No había sombras esa noche porque el firmamento desaparecía tras una espesa capa de nubes, y las tinieblas eran densas como gelatina. Sin embargo, una parte de esas tinieblas pareció desgajarse de pronto, moverse hacia la valla. Se detuvo unos instantes, como escuchando el silencio que lo envolvía todo.
Los ojos de Cindy Potter brillaban de un modo especial cuando divisaron el conocido rostro de Clifford Talbot. Bajo la llovizna que abrillantaba el asfalto londinense en aquella húmeda tarde de otoño, el encuentro se produjo de una manera completamente inesperada. —¡Cliff, querido! —exclamó Cindy—. Hacía un siglo que no te veía. ¿Dónde te has metido en todo este tiempo? Talbot respingó primero. Luego tomó la enguantada mano que se le ofrecía. Bajo la protección del paraguas de fina seda y vivos colores, el rostro de Cindy le pareció tan atractivo como de costumbre.
La muchacha de tez morena llegó a la fiesta y apenas sin saludar a nadie se desnudó, iniciando un baile lúbrico y salvaje como ningún otro. No fue una exhibición de strip-tease. Sólo llegó, riéndose, y se quitó las ropas. Todas las ropas.
Jim Ridel salió del bar no muy seguro de que sus piernas sostuvieran sus ochenta y tantos kilos de músculos bien entrenados. Caminó por la acera y en la esquina se detuvo, delante del tenderete del vendedor de periódicos. Tropezó con su cara, no demasiado atractiva con aquella expresión sombría con que le habían sorprendido los fotógrafos, que le miraba desde la primera página de los diarios de la noche.
El anciano caminaba muy despacio a lo largo del alfombrado pasillo del hotel, apoyándose en un bastón de ébano, para sustituir en lo posible la escasa fuerza de sus gastadas piernas. Tenía el pelo completamente blanco y en el frondoso bigote no había una sola hebra negra o de color. Usaba lentes con cerco de oro y, de vez en cuando, se detenía para emitir una tos cascada, que denotaba el mal estado de su aparato respiratorio.
No soy antropófago, aunque comprendo muy bien a los que se comen a sus semejantes cuando tienen hambre. En estos momentos, yo estoy literalmente muerto de hambre.
Mi situación es desesperada. Algunos de mis antiguos conocidos se tumbarían de risa si me vieran hurgar en los cubos de basura. En esta población, a veces, se encuentran cosas interesantes en los cubos de basura. Ayer mismo, sin ir más lejos, encontré un par de bocadillos, apenas mordisqueados. Señor, qué derrochadoras son algunas gentes. Luego se asombran de que los del Tercer Mundo se quejen…
Mi compañero Harold Perkins y yo estábamos más bien aburridos. Parecía como si los hampones, los escandalosos y los locos, toda esa fauna que promueve incidentes, se hubiese declarado en huelga. Y nosotros no teníamos ningún trabajo.
Richard Gibson decidid despojarse de la chaqueta. Fuera cumplidos. Lo interesante de la velada empezaba ahora. Así lo había dado a entender Maggie con aquel «voy a cambiarme de ropa». Una cena magnífica. Y ahora la botella de champaña esperaba en su frío recipiente. Gibson dejó la chaqueta en una de las sillas del salón. Su diestra fue al costado izquierdo para apoderarse del revólver semioculto bajo el cinturón. Introdujo el arma en uno de los bolsillos de la chaqueta.
Salgo de la oficina del director y respiro hondamente. ¿Por qué, por qué tengo que estar en este infecto agujero, si yo no cometí el crimen por el que fui acusado, juzgado y sentenciado? Cuando ya estamos a punto de llegar al patio, me avisan de que tengo una visita.
En la ciudad de Silver Spring se suceden varios asesinatos, cometidos de forma atroz, que parecen tener como único nexo girar en torno a la desaparición de un misterioso cuaderno de notas del profesor Walter. El sagaz teniente Byrnes demostrará al jefe de policía local Burke que es posible encontrar al asesino y, de paso, proteger a la chica, en este caso encarnada por Midge Gray, la atractiva ayudante del profesor.
Era su primer día de hombre libre. Le costaba aceptarlo, a pesar de lo que le había costado conseguir una libertad momentánea, que terminaría tan pronto iniciase el trabajo que siempre había ambicionado. Pero de momento era un hombre libre, con unas semanas de vacaciones a las que era preciso sacar todo el jugo posible, y si en un lugar como Miami Beach no le sacaba algo más que jugo, más valdría que empezase a pensar en una jubilación anticipada.
Salí sin despedirme siquiera. ¡Al diablo con todos ellos! No tenía nada que agradecerles, después de todo. Su obligación era entregarme esa licencia, les gustara o no, al margen de sus opiniones personales. Imaginaba que no todo habría sido fácil. Los informes del departamento seguramente fueron pésimos. Pero ahora no se trataba de un examen para ingresar de nuevo en la policía, sino de una simple licencia para ganarme la vida con cierta honradez, si es que alguien en el mundo se la puede ganar así. Había solicitado mi permiso legal para ejercer como investigador privado. Eso era todo.
—¡Yupiii! —exclamó Clive Katzin, un mocetón de veinticinco años, de pelo ensortijado y facciones simpáticas, quitándose con salvaje alegría el mono azul de trabajo—. ¡Por fin he terminado! ¡Al diablo el trabajo! ¡Viva la libertad! En ropa interior se acercó al lavabo y procedió a limpiarse la grasa acumulada en manos y rostro durante aquel viernes. Mientras lo hacía, canturreó una canción de moda. Estaba feliz, alegre, contento… Un prometedor fin de semana le esperaba.
La agencia de detectives para la cual trabajaba yo, en aquel momento llevaba el pomposo título de Argos. Sin embargo, yo la habría bautizado con el más real de la Tortuga Reumática, en honor a su jefe Allan Weyman, cuyo cuello y cabeza recordaban más a los de un viejo galápago gigante, que a los de un ser humano. Era temprano cuando llegué a la puerta de la oficina, dispuesto a entrar. A aquella hora no estaría aún el viejo Tortuga Reumática, al cual no le gustaba madrugar. Y sí estaría Evelyne Swanson, una rubia sensacional, escalofriante, único motivo que me mantenía haciendo algún trabajo para la ya mencionada agencia.