Charlotte observaba, desde su saloon , los corrillos de mineros que en la calzada se formaban.
Su local estaba en la calle Principal de Virginia City, en Nevada.
Les vela nerviosos y hablando precipitadamente.
Asomóse a la puerta.
Al primero que se acercó le preguntó:
—¿Qué pasa?
—Hola, Ferron. ¿Puedo hablarte a solas un momento?—Entra, Grant. No hay nadie conmigo… Puedes hablar con tranquilidad.—Me envía White.—¿Ocurre algo?—Tienes que enviar un aviso a Ruby. Mañana saldrán tres agentes para la cuenca. El gobernador les ha ordenado que no regresen hasta que averigüen cierto problema que existe con un grupo de mineros… White me ha dicho que tú tienes que saber quiénes son esos mineros.Ferron miró con gesto expresivo al ayudante del sheriff.
—¡Hola, Rita!—¡Hola, Sophie! Dame un refresco.—Ahora mismo. ¿Es cierto lo que se rumorea por ahí?—No sé a qué te refieres.—Que Dan ha sido expulsado de vuestro rancho.—Es la primera noticia que tengo. ¡No creo que mi tío haya hecho algo semejante! Dan es el mejor cow-boy que tenemos.—Pues lo he oído a un vaquero que se lo acababa de decir Stocky.
Elk River era un poblado situado en la parte oeste de Idaho y su situación geográfica resultaba molesta e incómoda para los vecinos de la localidad, por la razón de encontrarse en un vano donde las comunicaciones sólo se podían realizar a caballo o en carretas. Más de una vez se había hablado de lo útil que resultaría un ramal ferroviario, no sólo para el vecindario, sino para los dos vecinos más prestigiosos de la localidad, ya que el uno, por la enorme extensión de sus pastos y los miles de reses que criaba en ellos, se veía obligado a hacer las conducciones como en los tiempos heroicos de la colonización, a través de la pradera y bajo la vigilancia de un equipo de peones. Y en cuanto al otro, un terrateniente con muchos acres de terreno sembrado, también se veía obligado a trasladar la gran cantidad de sacos de trigo y otros cereales en sendas carretas, que tenían que hacer un recorrido de más de diez millas hasta Bovil, para ser embarcados a sus diversos puntos de destino.
Toda la población de Wichita estaba en la calle. Mejor dicho, en la plaza principal. Estaba frente a la funeraria. Y los hombres se descubrieron, cuando apareció en la puerta de la misma el ataúd que sacaban a hombros varios vaqueros. Los numerosos saloons y bares que había en la ciudad cerraron sus puertas en señal de duelo. Los vaqueros que llevaban el ataúd se resistieron a dejarlo sobre el coche fúnebre que esperaba.
Los demás puntos de la partida abrieron los ojos al ver aquel montón de billetes. Lyndon se alejó y buscó a la muchacha que había estado antes con ellos. La vio en compañía de unos vaqueros y se acercó con disimulo a ella. No fue visto por la muchacha. Situóse cerca de ella escuchando la conversación que sostenían. Segundos después se volvía al sentir que alguien le tocaba en la espalda.
La aludida cogió al doctor de un brazo y le arrastró al interior de la mansión. Eran muchos los conocidos que saludaban al doctor. Este respondía con inclinaciones de cabeza a los saludos. Los salones de la amplia mansión estaban muy concurridos. La esposa del gobernador llevó al doctor hasta el buffet donde había bebidas en abundancia.
No esperaban encontrarlos tan pronto. Los abigeos habían tenido toda la noche y parte de la mañana para alejarse del rancho. Arl Carson, el capataz, señaló al fondo de la cañada. —¡Ahí los tenemos! ¡Valientes estúpidos! ¡Se han detenido a remarcar! En un recodo de la cañada se veía una hoguera y gente manipulando con los hierros. Arl observó el lugar donde se habían detenido los ladrones de ganado. —Todo será fácil. Están demasiado «atareados».
Miró Dick por la ventanilla y comprobó que no habían mentido ni uno ni otra. Eran tres jinetes, y se trataba, en efecto, de Lud y sus secuaces. Todos los ocupantes de la diligencia miraban a Dick; cada uno en un sentido, imperando en realidad un sentimiento de compasión hacia él.
Joshua Carr estaba muy atento a que los surcos le salieran rectos. Cifraba su orgullo en esa y otras pequeñas cosas parecidas. Por eso no advirtió la llegada del jinete hasta que llegó al final del campo y levantó la mirada para hacer girar el arado. Entonces se quedó quieto, con una expresión de extrañeza que poco a poco se le fue cambiando a aprensión. Sin embargo, no había nada de extraordinario en el hombre que se acercaba montando a un bayo de buena planta, grandote, apto para largas y duras cabalgadas. Se trataba de un jinete vestido con usadas ropas, calzado con gastadas botas y tocado con un viejo sombrero negro de ala ancha. Llevaba el consabido cinto con pistolera y revólver, una reata amarrada al borrén de la montuca y un rifle en su funda debajo de la pierna derecha, en cuanto a su edad, tal vez tuviera treinta, tal vez treinta y cinco años.
La pequeña estación de Carey, al noroeste de Texas, en un punto que rozaba la región de Panhadle, aparecía medio borrosa a causa de la acuosa neblina que envolvía todo el paisaje.
Había estado lloviendo todo el día. La lluvia había sido finísima, casi transparente, pero pertinaz y machacona, y la pradera, las calles del poblado, todo lo que el fino temporal había envuelto en su red de agua, aparecía encharcado, escurridizo y mediatizado por una niebla húmeda que borraba la precisión de los contornos, para dejar únicamente las siluetas convertidas en algo impreciso, que más que real parecía un decorado abstracto con perfiles de diorama.
Las felicitaciones no podían ser más elogiosas. Más que sorpresa y asombro, producía estupor la contemplación de ese local. Nunca se había visto tanto derroche de riqueza y buen gusto en la instalación de un saloon. El edificio había sido construido para unos grandes almacenes, con fachada a cuatro calles. Pero la sociedad que lo construyó entendió que estaría mejor ubicado cerca de los muelles, ya que el almacén iba a ser destinado a madera procedente del noroeste, y los barcos dejarían su carga bastante lejos.
Harry era un vaquero de estatura normal, enjuto, fibroso, de edad indecisa, con las sienes salpicadas de canas. Los dos que estaban con él eran Howard Stone, el dueño del rancho y un amigo de éste, llamado Kewin Erickson. Ninguno de ellos llegaba a los treinta años. Howard era muy moreno y tenía el cabello ondulado. Kewin, como contraste, rubio y de ojos azules.
El hermoso bayo que montaba Gregory Yore ascendía por las ásperas pendientes que mellaban la ingente mole del Wind River Range, por su parte Sur, al norte del Atlantic Peak. El camino era infernal, las sendas estrechas y retorcidas, las rampas agudas sembradas de desniveles y en general todo lo que constituía la entraña de aquella enorme espina rocosa, repelía y nadie se hubiese explicado por qué un jinete se atrevía a filtrarse por aquel panorama lunar, que no podía conducir más que a lugares desiertos, sin más vida que la de las alimañas, toda vez que allí lógicamente no podía afincar ningún ser humano con un poco de sentido común. Aquel paisaje era apto para la fauna salvaje y, a lo sumo, como refugio esporádico de alguna cuadrilla de rufianes que al verse en peligro, necesitasen protegerse al amparo de la Naturaleza. Fuera de esto, allí no había vida ni medios de creerla, salvo que quien se atreviese a clavar allí sus tacones, fuese un excelente cazador y se conformase con vivir del producto de su escopeta. Pero aun así, esto era muy aventurado, pues en la época invernal, cuando la nieve descendía a la montaña y acumulaba toneladas y toneladas de masa blanca en las cumbres, en los barrancos, en las cortadas y en los cañones, la caza era poco menos que imposible, pues materialmente resultaba un problema insalvable moverse entre aquel caos de masas de nieve.
Anochecía. El paisaje iba pasando gradualmente del rojo cegador al gris pálido. No tardaría mocho que el gris se volviera negro y, sólo si las estrellas lucían con intensidad, aclararían un tanto las sombras y difundirían un débil reflejo azulado que permitiría ver a un par de yardas de distancia. Arch Landing abandonó la granja de su padre después de haberse lavado a conciencia y mudado de ropa. Terminada su faena, todos los atardeceres se dirigía al rancho de Dorsey Merigay, a un par de millas de distancia, a charlar un rato con su hija Charlotte, con la que no hacía mucho tiempo había entablado relaciones.
Todos los colonos asentados en varias millas a la redonda en torno al pequeño poblado llamado Daniel, próximo al curso del Horse, en el este de Wyoming, se encontraban reunidos en el pequeño salón del Ayuntamiento, para tratar de resolver un grave problema que amenazaba con provocar una guerra cuyas consecuencias nadie podía calcular de antemano. Después de una larga etapa en que las tierras de toda aquella parte de la comarca habían estado abandonadas e incultas por no atreverse nadie a asentar su planta en un lugar tan desamparado y falto de comunicaciones como aquél, varios valientes colonos emigrados de otros lugares habían afincado allí, estimando que si les daban facilidades para cultivar la tierra, la proximidad del curso del Horse les facilitaría la humedad y el riego preciso para conseguir cosechas remuneradoras.
El muchacho se llamaba Stan Linton, contaba poco más de veintisiete años, era alto, flexible, espigado, curtido como una piel de carnero en manos de un pastor y duro como el pedernal cuando había necesidad de demostrar un temple poco común para hacer frente a toda clase de adversidades.
Olaf Witney, luciendo en la bocamanga de su chaqueta color marrón el galón rojizo de cabo de la Policía Forestal californiana, se hallaba erguido en la silla de su caballo debajo de una sequoia de tronco gigante, cuyas ramas, a una altura que pasaba de los ochenta metros, se perdían formando bóveda y ensombreciendo el terreno. En derredor, los colosales y extraños árboles, únicos en aquella parte de la región, se dilataban como un ejército exótico y milenario que escapaban a toda comprensión. Algunas veces, cuando Olaf no se hallaba tan preocupado como en aquella ocasión, se había preguntado cuántos miles de años habrían necesitado aquellos monstruos de los bosques californianos para desarrollar, no sólo su enorme tronco que media docena de personas unidas no podían abrazar, sino aquellas ramas pobladísimas y perdidas en el vacío que se elevaban sobre la mezquina humanidad a alturas que a veces alcanzaban hasta los cien metros.
La cuadrilla de Bart Cárter, más conocido por Bart «El Cruel», se retiraba a galope tendido del pequeño poblado llamado Medora, enclavado a caballo sobre el ferrocarril Union Pacific, al oeste de Dakota del Norte. Y huía a uña de caballo perseguida con rabia por unos cuantos voluntarios que habían acudido, aunque demasiado tarde, a tratar de evitar el asalto al pequeño Banco de la localidad expoliado por sorpresa por la temible cuadrilla del popular bandido.
Estaban delante del pequeño porche de la cabaña de los Baeall. En primer término, casi cubriendo la puerta, Maureen, la hermana mayor, una muchacha de veinticuatro años, pelirroja, linda de rostro, con ojos grises y grandes, boca pequeña y nariz un tanto respingona. Una muchacha de una belleza exótica, que a simple vista no parecía muy atractiva, pero que, fijándose bien en ella, se descubría una armonía en su conjunto y un algo extraño que parecía denunciar en ella un carácter enérgico y decidido. A su lado, casi cubriéndose con ella, Donald, su hermano siguiente, un muchacho delgado, suave de movimientos, también pelirrojo, con el rostro un poco aniñado, que le quitaba en parte el aspecto de un hombre que ya era, pues había cumplido los veintidós y, detrás, cogida a la falda de Maureen, Ruth, la hermana pequeña, de doce años, un poco delgada, algo pálida, con dos ojos enormes que miraban siempre con susto, aun sin motivo.