Clankety-clanck, clankety-clanck, clankety-clanck… El último tren. El de la medianoche. Justo ante mi ventana. Todo trepidó en mi oficina. El elevado se perdió en la distancia, camino de los suburbios de East Point, y el silencio volvió a flotar en el barrio, virtualmente desierto a aquellas horas de la noche, con excepción de los clubs nocturnos y los bares.
No era un bar elegante. Ni siquiera era limpio. Era uno de tantos tugurios que no cierran en toda la noche, y donde las horas del alba se desvanecen entre la neblina de humo concentrada entre sus paredes, mientras el olor rancio de la cerveza se agudiza tundiéndose en mil otros olores diluidos en la atmósfera. A esa hora incierta donde no se sabe si muere la noche o nace el día, la atmósfera acre del bar era más densa que nunca, justo cuando ya apenas si quedaba nadie flotando en ella como en un turbio mar de frustración y alcohol.
La verdad es que me extrañó ver a Mike Owens en el Club 2000. Porque el Club 2000, una especie de pub, es un lugar al cual acuden personas decentes, seres normales. Y Mike Owens, tal vez sea normal, pero me huele que, de decente, nada de nada. Mike pertenece también al cuerpo de policía; pero lo han retirado de la calle y lo han colocado en un trabajo meramente administrativo.
Los menudos ojillos de Spencer Thomas Harrison recorrieron complacidos las hermosas figuras que le rodeaban. Media docena de hermosas muchachas bebían y reían alegremente, algunas de ellas muy ligeras de ropa. Había una impresionante cubeta llena de botellas de champaña, envueltas en hielo y, en otra mesa, numerosas botellas de los más variados licores. También había un espléndido buffet con los más apetitosos manjares que se pudieran desear.
Lo primero que vio al despertar, fue la luz del quirófano, proyectándose sobre su rostro, de un modo crudo y directo. Parpadeó, intentando ver algo más, detrás de aquel círculo de intensa claridad blanca. Sólo descubrió una serie de rostros cubiertos a medias por las mascarillas y los gorros verdes de cirugía. —Ha vuelto en sí —dijo una voz que le sonó extrañamente lejana—. Aplíquele más anestesia, Albert.
Saludó de nuevo y abandonó el despacho del jefe de su Departamento de Alta Seguridad. La puerta se cerró tras él por medio de la cerradura electrónica. El agente AS-101, caminó por el corredor iluminado por una claridad fría y cruda, que le daba aspecto de nave espacial del futuro. Sus pisadas eran un roce silencioso sobre la esponjosa moqueta que alfombraba el suelo. Sus pasos, rápidos y seguros, le llevaron hasta otra puerta, que se abrió ante él, deslizándose silenciosamente al contacto de un pequeño instrumento magnética Un tablero electrónico parpadeó, y el agente especial introdujo en una ranura su tarjeta de identificación de materia plástica, que le fue devuelta tras un zumbido del mecanismo, autorizando su entrada en la zona.
El día había sido agotador, como el lunes y el martes, y como lo serían el jueves y el viernes. Habíamos entrado en lo que yo llamaba la «semana diabólica». Una semana en la que había que resolver los asuntos atrasados del mes y acabar poniéndolo todo al día. La Ferguson Commercial Agency era una buena empresa y yo era el gerente cuya obligación consistía en que, al menos, siguiera siéndolo; la agencia, por supuesto.
El whisky era pésimo. Al igual que el espectáculo. Ciertamente, la mujer no ponía mucho entusiasmo. Se retorcía con aparente sensualidad, pero más bien parecía sufrir del estómago. Su sonrisa era una mueca. En los ojos, cansancio. O tal vez desprecio hacia las lascivas miradas que devoraban su cuerpo. Introdujo los pulgares bajo el diminuto pantaloncito negro.
La orquesta atacó los últimos compases de la obra. La batuta del director se movía imperativamente, dirigiendo hábil y certeramente a sus músicos. Con un estruendoso acorde final, que puso en pie al público que abarrotaba la sala del Slipher Concert Hall, la orquesta terminó la pieza y el concierto. El director, en su podio, se volvió e inclinó la cabeza repetidas veces, mientras agradecía los nutridos aplausos que le dedicaban los espectadores.
Sonny Rat Simpson era un tipo que justificaba su apodo. Tenía rostro de rata, de hocico alargado, boca estrecha, dientes desiguales, sucios y afilados, un bigote hirsuto y rubio, con calvas, ojos pequeños y oscuros, de brillo huidizo como el de una verdadera rata de los muelles.
La nevada se estaba intensificando. El frío, también. A pesar de funcionar la calefacción del automóvil a la perfección, Mark Keegan notó frío. Sus manos, aun protegidas por los guantes de conducir, empezaban a estar algo ateridas. Eso resultaba inquietante, teniendo en cuenta que tenía ante sí un prolongado viaje, antes de llegar a su destino.
El nombre de este servidor de ustedes es Jerry Tyne, el As de los Ases, el Infalible, el Ojo Mágico y todo lo que ustedes le quieran echar. Cuando desenfundo mí «Colt» y disparo, la bala da indefectiblemente en el blanco, sea lo que sea: el cuello de una botella a veinticinco pasos, una moneda al aire, los botones de metal de la chaqueta de una persona situada de perfil… Soy, era, mejor dicho, hasta hace poco, uno de los números más sensacionales del Colorado Circus, hasta que, de repente, el dueño, y también cajero, naturalmente, huyó con todos los fondos, y una hermosa pero estúpida rubia, abandonándonos a cuantos componíamos la troupe, incluso a su esposa.
Tenía una cabellera rubia y un cuerpo ondulante, prieto, con agudos pechos. Al muchacho que caminaba junto a ella le parecía que esa noche sí, esa noche había alcanzado el cielo con la mano. Nunca imaginó siquiera que pudiera conseguir una mujer como ella en todos los días de su vida. —¿Qué hora es, querido? —susurró la mujer.
Eddie Cardiff se levantó del sofá-cama. El pie izquierdo hizo caer la botella de whisky depositada en el suelo. El líquido se derramó sobre la alfombra. Cardiff maldijo entre dientes. La alfombra poco importaba. Lo triste era haber perdido aquellos últimos tragos. Desvió la mirada hacia el techo.
Detuve el Corvette en una esquina de Laurel Drive y traté de leer el nombre del buzón. No había ningún número a la vista. Se supone que en Beverly Hills todo el mundo conoce las mansiones de los privilegiados, pero yo no entraba en su círculo, así que la cosa se presentaba difícil. Di gas y rodé un poco. Vi al fin un número, y supe que había de rodar bastante más hasta la casa donde se suponía que estaba esperándome una rubia ardiente.
¿Conocen ustedes el truco de los homosexuales? ¿No? Entonces, sigan leyendo. Cualquiera puede salir un domingo por la tarde dispuesto a dar un paseo por el parque. Está solo y aburrido, y ha decidido estirar las piernas, tomar unas copas… e intentar un «ligue», ¿por qué no? Y en un momento determinado ve a la chica.
—Sí —dijo Kenneth Knowles con firmeza—. Voy a defenderla. Sus colegas del Royal Arms Club de Mayfair le miraron con una mezcla de estupor e incredulidad. Cambiaron entre sí miradas algo irónicas. —Supongo que bromeas, ¿no, Ken? —Fue lo que se le ocurrió preguntar a sir Adam Mowbray, fiscal del reino. —¿Bromear yo? —Enarcó sus cejas Kenneth Knowles, sin moverse lo más mínimo en el confortable butacón de la sala de lectura del club—. Tengo cierto sentido del humor, todos lo sabéis. Pero no me gusta bromear con estas cosas. Se trata de una petición de pena capital, ¿no es cierto?
El coche estaba allí, no lejos de la playa. Podía verse sin dificultad, gracias a la luz de la luna, la cual, sin embargo, era insuficiente para distinguir otros detalles. Harry Mitchell detuvo su automóvil y apagó la luz para encenderla a renglón seguido dos veces más. Desde el otro coche, le hicieron una señal análoga. Mitchell sonrió satisfecho y se apeó de su automóvil, llevando en la mano un maletín tipo ejecutivo. El otro avanzó a su encuentro.
El WTC es el rascacielos más alto de New York y el segundo del mundo. Es una enorme mole de ciento diez pisos y cuatrocientos once metros de altitud situada hacia el sur de Manhattan, entre Lowery Broadway y White Hall. Para mayor detalle, un gigantesco rectángulo entre las calle West, Liberty, Trinity Place y Vesey. Hacia unas semanas, creo que el veintiséis de mayo, un joven alpinista llamado George Willis había escalado la cara norte del rascacielos ante una abigarrada multitud de espectadores —curiosos, hombres de la información, policías, bomberos…—, que fue reuniéndose mientras él subía y subía, hasta llegar al final.
Cuando la reunión estaba en su apogeo, uno de los asistentes pronunció el nombre que andaba de boca en boca y por todas partes en los últimos tiempos. Al invitado se le ocurrió preguntar si el Ladrón Invisible sería capaz de acudir aquella noche a robar en la lujosa residencia de la señora Smith-Farnley. La anfitriona dijo que lo estimaba imposible, puesto que había contratado media docena de avezados detectives, pertenecientes a una prestigiosa agencia, los cuales frustrarían sin dificultad cualquier intentona que pudiera llevar a efecto el famoso ladrón, al cual, además del indicado, se le aplicaban también otros apodos: El Fantasma, El Sinuoso, El Lagartija…