De repente comenzaron a sonar estridentemente las señales de alarma. El vigilante de la planta baja fue el primero en reconocer la causa. ¡Fuego! Una densa humareda ascendía por el hueco del montacargas. Sin perder la serenidad, corrió hacia el rincón donde colgaba un extintor de espuma. Lo desenganchó y se asomó al rellano de la escalera que conducía al sótano. Le bastó una ojeada para comprender que su gesto era inútil.
OB Harrison conducía mecánicamente, con el ceño fruncido y un cigarrillo humeando en la comisura de los labios. El calor agobiante caía sobre él, haciendo que de vez en cuando lanzase una maldición entre dientes. El sudor corría por su cuello, a pesar de que el pequeño ventilador instalado en el salpicadero del coche funcionaba a toda marcha. —¡Vaya infierno!
EL hombre que manejaba el volante dijo: —Estamos llegando, Hayworth. El castillo está al otro lado de ese promontorio, sobre el mar. Su compañero se limitó a gruñir, arrebujándose en el abrigo que le envolvía casi hasta las orejas. El conductor añadió: —Ya verás... Es el lugar ideal p
Un preso está a punto de ser ejecutado, cuando solicita los servicios de un sacerdote. Su intención es contar lo que realmente ocurrió, ya que insiste en que es inocente del crimen del que le inculpan. Es entonces cuando conocemos a Bretton, un competente detective que se dispone a aceptar un caso típico, seguir a la esposa del cliente para saber si esta le está engañando. Como es de suponer, ya que la historia empieza con el protagonista en el corredor de la muerte, Bretton se verá envuelto en un buen lío.
ARTHUR Shelby miró con desorbitados ojos el indicador de combustible del panel de mandos de su avión.
Era una comprobación final, pero esperaba que en sus anteriores consultas se hubiese equivocado.
No.
Para su pesar, no era así...
El residuo de esperanza que aún le quedaba se desvaneció al ver el indicador totalmente inmóvil en el extremo izquierdo del dial.
—¡Vacío! ¡Está vacío!
EL furgón de la funeraria se adentró por el camino que conducía rectamente a la enorme mansión del doctor Cooper.
El conductor del furgón y el hombre sentado junto a él, también empleado de la funeraria, no se recataban de evidenciar el nerviosismo que les producía el traslado de ese cadáver.
De cuando en cuando miraban atrás, al ataúd de pino sin pintar que transportaban. Como si temiesen que su tapa fuera a levantarse de un momento a otro y el muerto amenazase con salir del ataúd y reanudar su alucinante carrera de crímenes horribles.
Solo Jay Fisher, el sheriff de Waden City, sentado junto a la portezuela, se mostraba tranquilo, sereno.
EL coche, un modelo europeo, deportivo, importado a un alto precio, rodaba suavemente por entre las Colinas de Puente, por la carretera del Brea Canyon. La vegetación era impresionante, y la joven que iba junto al conductor del coche, dijo:
—Siempre me sorprende que, a poca distancia de Los Ángeles, existan lugares como este, tan bellos y agrestes.
LA carretera que conducía a Deggendorf estaba todavía húmeda y brillante.
Había cesado de llover apenas una hora antes y las grandes nubes que entoldaban el cielo se desplazaban a grandes velocidades, impulsadas por fuertes ráfagas de viento.
Lluvia, viento, frío...
Una tarde desapacible de invierno, cruda y desgarradora, fácilmente influenciable para el espíritu de cualquier hombre que no fuese Rolf Fink, poco inclinado a considerar los fenómenos atmosféricos o naturales y rabiosamente emprendedor por el contrario en lo que se refería a asuntos de negocios.
Cinco jóvenes, tres chicos y dos chicas, viajan a principios del siglo XX por Centroeuropa. Cuando empieza la historia se encuentran en Eslovaquia, en un pequeño pueblo con una curiosa costumbre ancestral: cuando celebran la fiesta local, todo el mundo debe estar en sus casas antes de las nueve de la noche, o se convertirá en un demonio. Por supuesto, los jóvenes no se lo tomarán en serio y querrán probar que es una mera superstición.
El profesor Vance acaba de adquirir un disfraz de cosaco a un trapero que regenta una tienda de artículos de todo tipo. Como contrapunto, le ofrece un extraño gorro. Todo normal, hasta que se prueba el traje y el gorro en su casa. Y es que al ponérselo, algo extraño sucede. Es como si observase a través de los ojos de un sacerdote una misa negra celebrada hace años en la que se cometen actos de todo tipo, y que termina cuando se quita dicho gorro. Será entonces cuando el protagonista se interese por la procedencia del gorro.
EL niño estaba jugando con el perrillo, en un recodo del camino. El perrillo era de color blanco, y el niño de un negro muy oscuro. El niño echaba a correr y el perrito lo seguía tropezando con sus propias patitas, ya que el gozquecillo apenas tenía quince días de edad.
Un grupo de alumnos está reunido con el profesor doctor Von Daleth. En la conversación, surge el tema de la próxima ejecución de Smeltz, un asesino y violador, lo que les lleva a hablar del Mal. Uno de los alumnos, Gustav, tiene una extraña idea, la existencia de un supercriminal dedicado plenamente al crimen, algo que le rebate el profesor. Sin embargo, a Gustav no deja de rondarle esta idea en la cabeza, que le llevará a pergeñar un experimento con el que afirmar su planteamiento del supercriminal.
LA entrevista era en directo, ante las cámaras de la B.B.C.
No había auditorio. Únicamente los técnicos, algún jefe de programa, y media docena de esos personajes incontrolados que siempre aparecen en estos lugares, con la tarjetita de libre circulación colgando de la solapa.
Se habían encendido toda clase de luces rojas de aviso, y cinco cámaras rodeaban la sencilla mesa tras de la que se encontraba sentado el entrevistado, ya que el entrevistador lo interrogaba desde la cabina de mezclas.
Habían dejado solo al personaje, ante un fondo oscuro, iluminado con mucha astucia para llenar de sombras los acusados rasgos del rostro y, especialmente, la mirada. Solo de vez en cuando, una luz caía sobre los ojos para hacerlos brillar, saliendo de la sombra.
El doctor Robert Musgrave llega a la pequeña ciudad de Stockwell. Pronto se entera que algunos de sus pacientes pertenecen a Aristown, un pequeño poblado de artistas donde conviven escritores, pintores, escultores, etc. Al principio se nos va presentando la interrelación de Robert con algunos de los pobladores de Aristown, donde además vive un viejo amigo suyo, casado con una joven africana, de la que se siente atraído y fascinado. Todo transcurre normalmente, hasta que una noche es atacado brutalmente un hombre de Aristown. Todo apunta a una fiera salvaje.
En el pequeño mundo del gran edificio bancario, las castas se clasificaban de acuerdo con el ascensor que estaban autorizados a utilizar, y la altura a que podían ascender en ellos. Así, los empleados menores, se mezclaban con el público para llegar a sus puestos de trabajo, utilizando los ascensores de las veinte primeras plantas. En cambio, los jefes, los triunfadores, los importantes, utilizaban los pequeños, elegantes y rápidos elevadores que les llevaban hasta oficinas lujosas y silenciosas, a las cuales, muy pocos clientes tenían acceso.
Al ver cómo su enemigo alargaba aquellas manos, que le habían machacado el rostro, pretendió escapar consciente de que ninguna palabra, ni el mejor defensor del mundo, le salvarían de la muerte. Pero no tardó en saber, después de ser zancadilleado, que tampoco lo lograría por sus propios medios. Fue levantado del suelo y le llovieron los golpes por todas partes. Crujieron sus huesos, le brotó sangre de las cejas, de la boca, y de la nariz, mientras su realidad se convertía en una trampa mortal carente de la más mínima posibilidad de salvación.
EL que un hombre como yo, joven —treinta años recién cumplidos—, no mal parecido, sano, sin obligaciones y con una fortuna que se estimaba como una de las mayores de Francia, hubiera caído en la profunda sima del desaliento, llegando hasta odiar a la vida, parece algo fuera de toda lógica.
Lo que son las cosas; no obstante mi riqueza y salud y el privilegio de que goza todo hombre adinerado, no sabía qué hacer.
Me estaba matando la melancolía y esto puede explicarse si digo que no hacía ni dos meses que tuve la desgracia de quedarme viudo. Supongo que no soy una excepción entre los hombres que han amado a su esposa con auténtica locura. Habrá muchos; pero el golpe que me propinó el destino fue tan fuerte que caí poco menos que en una desesperación sin límites.