Se levantó y, en pie, sin el menor velo que cubriese su espléndido cuerpo, bostezó aparatosamente. Lex Cross la miró entre escéptico y resignado. Hermosa como pocas, pero algo tonta, y por los síntomas, escasamente apasionada. «Claro que es tan guapa, que eso lo disculpa todo», pensó, mientras ella volvía la cabeza para mirarle sonriendo. —Tengo que marcharme, querido —dijo la joven, muy rubia, con el pelo casi blanco, de tan claro. —Por supuesto —contestó él. —¿Lo has pasado bien, cariño? —Maravillosamente, preciosa.
Dicen que el día catorce de febrero es el Día de los Enamorados. Yo no tenía novia, ni siquiera estaba enamorado de chica alguna, pero aquella mañana me la pasé declarándole mí «amor» a una rubia opulenta, muy atractiva y sofisticada…, ante el Gran Jurado. Gracias a mí la chica se llevó una suculenta condena por prácticas abortivas y mi cliente, padre de una de las víctimas, quedó la mar de satisfecho, demostrándomelo con un cheque por valor de mil dólares.
El hombre salió de la tienda, echó los cierres metálicos, guardó las llaves en el bolsillo y giró sobre sus talones, disponiéndose a emprender el regreso a su casa. Entonces fue cuando oyó una voz que pronunciaba su nombre: —¡Curliss! ¡Stan Curliss! La voz procedía de un automóvil parado junto a la acera. Curliss miró en aquella dirección y vio una pistola. Abrió la boca, pero ya no tuvo tiempo de gritar. El arma escupió varios fogonazos muy seguidos. Curliss retrocedió tambaleándose y se apoyó con una mano en uno de los barrotes del cierre metálico de su tienda. Las fuerzas le fallaron de pronto y cayó, volteando sobre sí mismo, hasta quedar encogido al pie del escaparate, mientras el coche en el que se hallaba el asesino arrancaba rugiendo a toda velocidad, antes de que nadie pudiera haberse percatado completamente del drama.
Creía estar soñando cuando pisé Lincoln Avenue, a la altura de Fisherman Street. Pero esta vez era realidad. Esta vez no soñaba, como en tantas ocasiones durante los tres últimos años. Estaba realmente en Lincoln Avenue, en el corazón mismo de River City[1]. En un lugar que me había parecido tan lejano en los últimos tiempos como la propia Luna. Sin embargo, allí estaba ahora. Como en los viejos tiempos.
Me sacaron de la cama a las cinco de la madrugada, cuando sólo hacía cuatro horas que me acababa de acostar. Elaborar el informe final del caso Zimbalest me había proporcionado enormes dolores de cabeza, y ahora, cuando me encontraba en el sueño reparador, el timbre del teléfono rompía el encanto del descanso y me lanzaba otra vez al trabajó. Murmurando maldiciones, lo descolgué. Escuché una voz agitada, nerviosa. Tardé algo en reconocerla, debido a mi amodorramiento. Era Bottoms, el detective de la Brigada de Homicidios, que estaba de guardia esa noche. Con voz casi suplicante me rogaba le echara una mano…
El día en que murió Homer Hammerstein, el mundo entero se conmocionó. Rara vez el mundo sufre convulsiones cuando muere una persona por simple enfermedad. Esa persona tiene que ser un jefe de Estado, un presidente de una nación poderosa, una «estrella» de cine, un fenómeno de la canción moderna…, o un hombre como Homer Hammerstein, sencillamente. Se le conocía también como «el ciudadano Hammerstein», el «emperador de la banca y de la industria», y cosas por el estilo. Lo cierto es que era todo eso y mucho más. Era, simplemente, el «Gran Hammerstein». Eso lo decía todo.
El hombre subía lentamente a la superficie. A través de la máscara de vidrio, Jim Sheene oteaba las aguas transparentes esperando no tener que enfrentarse con un tiburón. En aquellos parajes, los temibles escualos no eran infrecuentes Ahora que lo había conseguido, pensó, sería mala suerte encontrarse con uno de aquellos tigres marinos. Iba bien armado, pero, aun así, prefería evitar el encuentro. Sheene sentíase muy satisfecho. Pendiente de su cinturón lastrado estaba aquel saquito blanco que contenía la fortuna que le iba a permitir vivir cómodamente el resto de sus días. Había sido una dura temporada de trabajo pero mereció la pena.
La señora Winter trajo un bonito juego de café, de porcelana, en una bandeja. Sirvió las tazas mientras su esposo abría su pitillera de oro y me ofrecía de fumar. Cuando terminaron las atenciones, él me expuso lo que querían: —Deseamos que localice a nuestra hija. Robert Winter era un hombre enjuto, de piel morena y abundantes cabellos canosos. Sus ojos eran pequeños, oscuros, muy vivaces. Desde luego, había sobrepasado ya el medio siglo de vida, pero mantenía una fuerte vitalidad.
Mi nombre es Darren Garfield. Acababa de ser licenciado definitivamente de las Fuerzas Armadas, apenas obtenida el alta del hospital militar de San Francisco donde había pasado varias semanas. El médico no se anduvo por las ramas conmigo cuando me dio el boleto para salir de allí de una vez por todas. Era un tipo sincero, y esperaba que yo estuviera lo bastante curtido después de lo de Guadalcanal, lo de Iwo-Jima y las Filipinas, como para no arrugarme ante la verdad: —Mire, amigo, el Ejército le da la licencia por la misma razón que yo le doy la baja.
La exposición se clausuraba aquel mismo día y los dos y amigos acudieron a contemplar algunas de las obras allí expuestas, pero, sobre todo, la más importante de todas, la que había llamado la atención desde el primer momento, la que había sido objeto de innumerables comentarios y que había causado la general admiración de cuántos la habían visto, tanto de profanos en la materia, como de los técnicos y expertos y críticos de arte de todas las clases y categorías. Era una estatua de oro puro.
Era una mala noche aquélla. Resultaba especialmente mala para un lugar como la costa californiana, aunque en San Francisco no eran extrañas las noches de niebla, ni mucho menos. Sólo que en esta ocasión, además de la niebla, estaba la intensa y fría humedad, y el aire que venía del mar, singularmente gélido para un clima como el de California. Corrientes nórdicas, según los servicios meteorológicos, habían arrastrado esos vientos inclementes hasta allí.
Nos casamos en una pequeña población cuyo nombre había olvidado a la media hora justa de efectuada la ceremonia nupcial. El juez de paz tenía una casita tranquila y solitaria, en las afueras de la pequeña localidad de Nevada donde habíamos parado el coche para contraer matrimonio. En ese estado, los trámites son prácticamente nulos, tanto para unirse uno a una chica como para separarse de ella.
En la cabina del avión, el piloto canturreaba entre dientes, mientras observaba alternativamente el cuadro de mandos y el paisaje que se deslizaba a tres mil metros de distancia. En el asiento continuo, su único pasajero dormitaba apaciblemente, arrullado por el monorrítmico ruido del motor.
Dan Cameron recibió la participación de boda pocos días antes de que ésta tuviera lugar. Pero estuvo a punto de no recibirla. Acababa de regresar de África, de un largo y atractivo safari fotográfico por diversas reservas de animales salvajes, en Kenia, Uganda y África del Sur. De haberse demorado diez días más en el regreso, como pensara inicialmente, nunca hubiese recibido esa invitación a la boda. Y muchas de las cosas que sucedieron, jamás hubieran llegado a sucederle.
Con el periódico bajo el brazo y un cigarro entre los dientes, Chuck Feldon se encaminó hacia la hamaca situada a la sombra sostenida por dos árboles de frondosa copa, en la que se acomodó instantes después, para gozar de la placidez del ambiente y echar una cabezadita si se terciaba. La brisa provocaba susurros en las hojas de los árboles, volaban algunas mariposas por los alrededores, las flores brillaban en el césped y se oía el zumbido de un moscardón, que no parecía afectado por la temperatura calurosa de principios de julio.
Forrester estaba cargado de dólares. Podrido de ellos. ¿A qué venía? Yo era un modesto detective privado. Expulsado de la policía. Mis métodos no eran demasiado ortodoxos. Había sido algo así como un incomprendido por mis superiores del cuerpo. No podía soportar que me pusieran la mano encima. Si algún delincuente lo había hecho, me había convertido en «Ciclón Nelson». Mis tortazos tenían fama. Demasiada. Su popularidad había sido la causa de mi expulsión.
El proyector zumbaba débilmente en la penumbra, hecha de negros, grises y un blanco deslumbrante. Su motor apenas si era un ronroneo de fondo al diálogo recortado, seco, incisivo, que a la usanza de cualquier obra de Hemingway o Dos Passos, brotaba del sistema sonoro de la pequeña pantalla ante la cual permanecían sentados, en absoluto silencio, los dos personajes, arrellanados cómodamente en sus butacas, privilegiados espectadores únicos de aquella sesión cinematográfica.
Paul Larkin y su amiguita echaron una angustiosa mirada hacia atrás. —¿Ves algo, Moira? La voz de él había sonado ronca, insegura. Conducir con aquella noche de perros, a través de la cortina de lluvia, mirar por el retrovisor frecuentemente, y hacer preguntas con tono alarmado y tenso, eran demasiadas ocupaciones para un hombre. Sobre todo, para un hombre joven y asustado.
Fui a ver al señor Fred Carson porque se lo había prometido a Betty, Sólo por eso. Realmente, no tenía ningunas ganas de trabajar, ni siquiera en eso que llaman pomposamente «reintegrarse a la sociedad», puesto que sabía, dados mis antecedentes, que mi única función para esa sociedad sería la de actuar como un esclavo, un pobre diablo explotado. Yo ansiaba por aquellas fechas libertad, movimiento, paz, aire, horizontes de grandeza. Pero también tenía que reconocer que para ejercer todo aquello hacía falta dinero, y mis bolsillos, desgraciadamente, estaban vacíos. Un día lejano los pude tener muy llenos, y al instante siguiente… En fin, ¿para qué recordar?
Resulta extraño despertarse uno con tres libras y ocho chelines por todo capital, una docena de facturas sin pagar, el timbre de la puerta desconectado para que los acreedores al llamar imaginen que uno está ausente, un aviso por letras impagadas en el banco, con advertencia de pasar a una oficina ejecutiva, y así, de repente, irse uno a dormir de nuevo la misma noche, con una fortuna personal de tres millones de libras esterlinas.