Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Cuando se dio la orden de haber terminado la guerra y, con ella, la de desmovilizar a los militares y millares de hombres, enrolados en los dos ejércitos, se creó para las autoridades de la Unión un gran problema, que no fue sencillo de resolver. Verdaderas oleadas de desmovilizados pasaban en varios sentidos por los pueblos. Las ropas castrenses se siguieron viendo después de varios meses.
Ed Riggan calculó mal. Pensó que iba a ser más larga y, por ello, dejó suelto el caballo, en tanto él se tendía sobre el césped, al pie de un grueso tronco. Acababa de lanzar al aire el medio cigarrillo que, encendido, había tenido en los labios un buen rato, sin succionar, olvidándose del tabaco y de todo, entregado a aquella dulce pereza que le producía el mismo enervamiento de un buen whisky. Se incluye el comic El vagabundo al final.
Un niño de corta edad es abandonado inevitablemente por su padre para salvar su vida cuando eran perseguidos a muerte por sus enemigos. El crio, viendo que su padre no venía a recogerlo y creyéndole muerto, sobrevive a duras penas convirtiéndose con el paso de los años en un temido pistolero. Buscando fortuna se traslada a la localidad fronteriza de El Paso donde descubre con estupor que el sheriff de dicha localidad es su progenitor…
Westling se sentía intranquilo. Miraba a un lado y a otro con inquietud, pero aquel pacífico pueblo no parecía albergar para él ningún peligro. Por el contrario, la placidez que en todas partes reinaba indicaba que allí nadie iba a hacerle preguntas desagradables ni a inquirir el porqué de las cosas. Esta costumbre era la que siempre mas había indignado a Westling. Éste quería que le dejaran tranquilo y le molestaba mucho que la gente se metiera en su vida privada. Especialmente entonces deseaba pasar inadvertido.
Mal momento había escogido Nathan Blaine para darse una vuelta por Amarillo, para visitar a su tío Bob, al que hacía más de cinco años que no veía. Nathan se había visto obligado a dejar el condado de Oldan Potter en circunstancias un tanto violentas, a causa de su carácter quisquilloso y rápido de manos o de acción, porque siempre había sido no sólo un muchacho travieso, sino que cuando empezó a presumir de hombre, se había convertido en algo áspero y peleador al que había que mirar con demasiado recelo si se encendía una polémica un poco arriscada, o se producía alguna pelea en cuyo foco se viese metido de alguna manera.
El equipo de Bob Forenan había hecho su entrada en Rook Spring como una manada de búfalos desmandados. Después de un mes de estancia en las asperezas de las Luecite Hills, acosando caballos cerriles para el rancho de su jefe, y tras una redada magnífica en la que habían logrado capturar sesenta potros salvajes de los más escurridizos que se escondían por los recovecos del monte, su patrón no sólo les había gratificado espléndidamente con una paga extraordinaria, sino que había ido con ellos al importante poblado a invitarlos y a permitirles dos días de asueto en justa correspondencia por el mes cumplido que habían pasado, trabajando sin descanso en el monte y sufriendo todas las penalidades que el lugar y la agotadora tarea exigían.
—Vamos, muchacho, es la hora. Ánimo y coraje para aguantar lo que se te viene encima. Cuando se tiene sangre fría para atacar a un hombre a traición asesinándole para robarle, hay que tener agallas para oír la sentencia. Estas tétricas palabras las pronunciaba el sheriff de Ruth, un pequeño poblado del Este de Nevada, a muy pocas millas de la divisoria de Utah, cuando abría el candado de una de sus jaulas para sacar de ella a Tip Kinsley, detenido unos días antes, acusado de haber asesinado y robado el producto de la venta de una partida de ovejas, a Jim Lake, el capataz del pequeño rancho de Mery Upfield.
Un jinete de aspecto vulgar se detuvo al borde de una fina y alta depresión del paisaje, junto a la estrecha senda, y tras asegurarse de que no había ningún ser humano a la vista, silbó de un modo peculiar, esperando. La contestación surgió de la altura del risco en forma análoga y el jinete dio una nueva respuesta con un silbido seco. Poco después, por unos senderos de cabras por los que parecía imposible que nadie pudiese trepar o descender, surgieron dos tipos de mediana edad, de rostro curtido, vestidos vulgarmente. Los dos llevaban a la espalda sendos rifles y a la cintura los Colts del 45.
La estación de Symons, en la línea que va desde Trinidad al Sur de Colorado, hasta la divisoria con Kansas, estaba oscura y envuelta en una llovizna fina pero densa, que calaba los huesos, a pesar de que apenas si se podía distinguir la caída de la fina cortina de agua. Dos lámparas mortecinas lucían débiles a través de la lluvia, en unos postes al borde del andén y otra ardía colgada en el marco de la puerta del jefe de estación.
Cary Wilder experimentaba una viva satisfacción al verse de nuevo en su tierra, al Oeste de Texas, cerca de la confluencia del Pecos con el río Bravo y a escasa distancia del nacimiento del Nueces. Durante la guerra había conocido tierras más hermosas que aquella; pero era allí donde él había nacido, donde se había criado, donde había discurrido lo mejor de su vida. Montaba Cary un magnífico pura sangre de Kentucky, cuyo cuello acarició con unas palmadas, diciéndole: —Ya verás que en mi rancho tengo también excelentes yeguas y magníficos caballos, aunque no lleguen a tu calidad. Cabeceó el caballo y produjo un suave relincho como si hubiese comprendido las palabras de su amo, y le respondiese.
Ted Fasset avanzó taconeando fuerte, sobre la hueca y falsa acera de la calle principal de Bovine, un poblado del Oeste de Utah, era aquella zona muy poco poblada que se extendía por encima del Great American Desert. Aquella zona era dura, agria, con pocos poblados en las proximidades. En realidad, hubiese permanecido aislada del resto del Estado, si la audacia de los ingenieros no hubiese construido dos líneas férreas que les ponían en comunicación con el mundo.
Johny Wesson había echado pie a tierra al llegar al abrigo de unas rocas que le ofrecían buen refugio junto con la áspera vegetación. Obligó a su caballo a que se echase para evitar que pudiese ser visto desde el camino y el mismo se tendió en el suelo, buscando un lugar adecuado para la observación. Su principal objetivo era la cantina de Sam “el Cojo”, situada a más de mitad del camino que iba desde Silver City a Las Palomas, localidad ésta situada a orillas del Río Grande.
Estaba sentado junto al fuego, contemplando con aire abstraído el melancólico fulgor de la hoguera Su caballo pacía, unos pasos más allá, convenientemente trabado, a fin de evitarle veleidades de fuga, y su equipaje estaba al lado. El equipaje lo formaban su silla, su rifle y sus revólveres, dos mantas y unas alforjas de cuero que contenían un poco de café, tocino, harina y algunas latas de judías. En el bolsillo llevaba media docena de dólares, todo el capital de Roab Manson.
Wladimir Chardon, sheriff de Candelaria, un poblado del oeste de Texas situado en la misma divisoria con México se encontraba sentado en un ancho sillón de cuero detrás de la mesa de su despacho. Hombre obeso, sanguíneo, muy dado a comer como un lobo y a beber como una esponja seca metida en un cubo, se sentía satisfecho hasta el límite. Aquel día era para él un día feliz, porque según el arqueo que acababa de efectuar, sus ahorros bien escondidos para que nadie sintiese sospechas respecto al modo de atesorar tales ganancias, ascendían a 14.000 dólares, bonita cantidad, con la que un hombre de iniciativa podía hacer muchas cosas en el mundo.