Con ferocidad indescriptible, el asesino descargó un tremendo golpe en la cabeza de su víctima, que se desplomó al suelo con el cráneo destrozado, sin lanzar un solo grito. Indiferente a los últimos espasmos de la víctima, sin hacer el menor caso de la sangre que manaba abundantemente por la horrible herida, el asesino se acercó a la repisa donde estaba la joya y la contempló con ojos arrobados.
—Lo siento, Barry. Voy a dejarte. La miré largamente. En silencio. No dije nada. Fui al mueble-bar. Lo abrí. Su iluminación automática hizo destellar el hielo dentro de mi vaso vacío, como si fuesen enormes diamantes. Escancié un poco de bourbon, no demasiado. No le puse soda. Me incorporé. Iba a cerrarlo cuando ella habló otra vez. Con la misma felina suavidad de terciopelo con que había dicho aquello solo unos momentos antes: —Por favor, no necesitas ser grosero. ¿No vas a servirme algo de beber?
Nueva York, bajo el oscuro cielo nublado, parecía redoblar su iluminación, al reflejarse en el negro asfalto mojado las luces de sus calles y avenidas, ya fuese las del alumbrado público, ya los grandes escaparates, prematuramente encendidos, o los parpadeantes luminosos y las vertiginosas letras que se deslizaban por los letreros en movimiento, anunciando información de última hora en forma telegráfica, o cantando las excelencias de esta bebida, aquel refresco o ese producto alimenticio.
El ladrón entró en la casa sin que ninguno de sus habitantes se diese cuenta de su presencia. Apenas se encontró en el interior, se dirigió a un rincón de la estancia a la que había llegado y se acercó a una consola, sobre la que se divisaba una arqueta de sándalo, de buenas dimensiones. La estancia era un gran dormitorio, lujosamente decorado, con espejos en el techo, justamente sobre la cama. La mayor parte del suelo estaba cubierta por una espesa moqueta, imitación a piel de oso polar, que prestaba un cálido aspecto al lugar.
Un patrullero enfocó con su linterna el cuerpo tirado grotescamente sobre el húmedo suelo. No hacía mucho había dejado de lloviznar. El frío, a aquellas horas de la madrugada, era de órdago. La circunferencia lumínica recorrió todo el cuerpo para que yo pudiera hacerme una idea. Se trataba de una mujer rubia, de largos cabellos, con un rostro exquisitamente maquillado, muy sensual a pesar de su impasibilidad, de aquellos ojos extremadamente abiertos que no miraban a ningún lado determinado. Su cuello era fino y blanco, adornado con un collar de perlas.
Sabía que aquel trozo de metralla estaba alojado cerca de su corazón. Tan cerca que un mínimo desplazamiento podía ocasionarle la muerte. Sin embargo, aquel trozo de metralla no se movía. Hacía treinta años que permanecía allí, inmóvil, cerca de la arteria coronaria. Y Frank Harold, el hombre que debía su fortuna a su boda con una rica heredera, se había olvidado ya de que su vida, en verdad, pendía de un hilo.
Helen Tracy vivía unas fechas felices. El día anterior había sido el aniversario de su boda. Veinticinco años de matrimonio. Por tanto, bodas de plata. Algo inolvidable para una mujer sencilla y romántica como ella. Pero no había podido celebrarlo como quisiera. Al menos en su totalidad. Bien cierto es que organizó una fiesta por todo lo alto, invitando a familias, amigos y algunos compañeros de trabajo de su esposo. Todo se prolongó largamente, y cuando Donald y ella estuvieron solos, eran las cuatro de la madrugada y se encontraban rendidos. Ahora sería distinto, pensó sonriente y feliz. Sería una cena íntima entre los dos, sin nadie que los alborotara. Y después…
Si, era una bonita oficina para mi trabajo. Y un bonito letrero en el cristal. Imaginé que ni el gran Philip Marlowe, Sam Spade o Donald Lam y Bertha Cool habrían tenido más hermoso despacho que el mío, caso de haber existido realmente alguno de ellos, fuera de las páginas de un libro. Ahora, sólo faltaba un pequeño detalle para completar el cuadro: los clientes.
Salieron del ascensor en que regresaban después de un corto viaje a otra planta. Lotte se detuvo unos segundos frente a un espejo. ¿Quién podría quererla jamás con aquella cara? No era precisamente un monstruo de fealdad, pero sus atractivos, estimaba, eran nulos. Además, tenía el pelo del color de las ratas y los ojos no eran precisamente dos luminarias que deslumbrasen a los hombres que se cruzaban en su camino. Resignada, suspiró, se encogió de hombros y dio media vuelta.
Eran las once de la mañana cuando llegué al despacho de Clark Borden. Me había telefoneado la noche anterior con el ruego de que acudiera a su oficina en cuanto pudiera. Había unas cuantas personas en la antesala, hombres y mujeres jóvenes, algunas fumando nerviosamente. Me identifiqué a la secretaria, una rubita de excelente contoneo que ya no me recordaba, pero yo a ella sí, y enseguida encontré el camino libre para entrar en el despacho de Clare Borden, ante el asombro de los presentes.
Cuando Clark Travis inició su viaje, no imaginaba ni remotamente lo que le esperaba en aquel lejano, cálido y misterioso lugar de África adónde iba a llevarle su simple afán viajero, su sed de conocer tierras y latitudes diversas. Clark Travis eligió el viaje al azar. Y al azar decidió el punto adónde iba a encaminarse para conocer nuevas emociones y viejas reliquias de la Historia del mundo. Ese lugar fue Egipto.
Gordon Bennet, tranquilo, acodado en el mostrador de aquel tugurio de Harlem —dentro del cual todo era humo de cigarrillos y de alguna que otra yerba de las que se utilizaban para ir de «viaje», ponerse en trance para reunir el valor necesario que normalmente no se tenía para cometer cualquier desmán o bien para estimular el apetito sexual y acudir en busca de nuevas emociones lúbricas—, consumía el matarratas que un barman de color le había escanciado en el vaso, procedente, en teoría, de una botella de whisky.
El joven viajero sonrió, poniendo de nuevo en marcha su vetusto automóvil de tercera o cuarta mano, con algunas dificultades a causa del intenso frío. Las ruedas se deslizaron pesadamente sobre la nieve endurecida y salpicada por la suciedad del fango, en el acceso a Waterville. El indicador quedó atrás. Luces y edificios aparecieron ante sus faros, destacando en el blanco paisaje nevado. Como fondo de todo aquello, a su derecha, un lago helado rodeado de pinos blancos, reflejaba la débil claridad de algunas de esas luces urbanas.
El alto y severo mayordomo se inclinó respetuosamente ante la pareja que acababa de llegar a la mansión. —Selene Oldham —dijo la mujer, a la vez que tendía un tarjetón de gruesa cartulina, que pasó a manos del mayordomo. —Ralph Cates —se presentó el hombre, realizando la misma operación. —Bien venidos a Maldvane House, señorita, señor —dijo el mayordomo—. Mi nombre es Holmes, para lo que gusten mandar. Tengan la bondad de seguirme; la mayoría de los invitados han llegado ya. Por aquí…
Estaba todavía semiinconsciente, ya que aún no se habían disipado los efectos de la droga que le habían propinado. Cleo de Winterhurst tardó un buen rato en darse cuenta de lo que sucedía. Entonces, se encontró en un cubículo de paredes de metal, el suelo de tierra y las ventanas completamente tapadas por planchas del mismo metal. No obstante, había luz y procedía de una lámpara eléctrica colgada del techo.
Sara Dougherty no tendría más allá de una cuarentena de años. Llevaba su cabello pelirrojo extraordinariamente rapado. Sus facciones eran duras, casi graníticas, y su complexión le daba un aspecto de gigantón. Estaba empleado en una compañía privada de transportes de seguridad. En la cartera que llevaba unida a su muñeca izquierda por unas esposas solía llevar el importe de alguna nómina cuantiosa o documentos de importancia, para evitar un posible espionaje industrial y cosas parecidas. De su axila izquierda pendía un pesado revólver del 45, en cuyo manejo era experto.
El tintineo de campanillas fue como un sonido cristalino, hecho de vibraciones de vidrio y plata. Sin embargo, ese tintineo significaba la muerte. Algunos transeúntes que recorrían presurosos las aceras del barrio, bajo la fina bruma que se convertía casi en lluvia pulverizada, de tanta humedad como flotaba en el ambiente, apresuraron sus pasos, corriendo todavía más, como si algo en las calles y callejuelas del tortuoso distrito pudiera alcanzarles fatalmente a ellos.
—Arriba le espera un monumento, señor Silver —me informó el conserje, guiñándome un ojo picarescamente, en cuanto aparecí por el hall del edificio donde tengo instalada mi oficina, en West Hollywood. Le correspondí con una sonrisa, colándome seguidamente en el ascensor de puertas automáticas. Unos instantes después no tuve más remedio que darle la razón al bueno de Bob. Era cierto. Todo un monumento.
Con su rostro de estudiante jovial y despreocupado que engañaba a quienes no le conocían bien ya que, con una brillantez extraordinaria, fuera de lo común, había sido el número uno de su promoción. Una verdadera eminencia. Y además, la clase de hombre con quien toda mujer, sin importar la edad ni condición, soñaba muchas veces en su vida. Su cuerpo era delgado (quizá influyera en ello la altura) y musculoso, con fibrosos tendones moviéndose bajo la piel un tanto cetrina, y con músculos tensos y duros que denotaban el mucho interés y la gran voluntad que dedicaba a su preparación física. Tenía unos ojos grises, risueños y joviales como su expresión, en los que brillaban extrañas lucecitas que a veces podían convertirse en llamas. Desordenados por hábito los negros cabellos levemente rizados.
Había estado haciendo algunas preguntas en la vecindad, sin resultado positivo. Claro que no confiaba mucho en hallar por aquellos parajes a la persona a quien buscaba, pero, aun así, estimaba que valía la pena perder algo de tiempo. Un tanto decepcionado, se disponía ya a volver a su coche cuando, de pronto, oyó una voz infantil a pocos pasos de distancia: —¿Buscas a alguien?