—Frank, estoy preocupada. Cuando Edna me echaba las manos al cuello y me decía esto, yo ya imaginaba de qué se trataba. Algo relacionado con su hermano Chris. —¿Qué pasa ahora? —Lleva dos días sin aparecer por casa. —Hummm… —No me gusta, Frank. —Ya es mayorcito.
No era un espectáculo nuevo para los habitantes de Nueva Orleáns. Le veían día a día en aquella zona. Hasta Tenessee Williams lo había plasmado en su vieja obra teatral, aquélla donde Blanche Dubois y Kowalsky eran los antihéroes de la oscura pasión que conducía al cementerio, como el tranvía llamado Deseo. En noches como aquélla, húmeda y bochornosas, con el aire oliendo a los detritus del río, la voz de la vieja vendedora de flores que deambulaba por callejuelas mojadas anunciando su fúnebre mercancía, el ambiente tenía algo de siniestro y depresivo, que ni siquiera las voces de los vecinos, habitualmente vocingleros y mal educados, podía disipar.
El hombre yacía boca abajo, con una pierna doblada y el brazo derecho extendido, como si quisiera agarrar algo. Pero sólo había cogido un puñado de hierba medio seca. Tenía un agujero en la parte posterior de la cabeza. —La muerte ha tenido que ser instantánea —dijo Ned Bane, comisario de Sittakaw. Su ayudante, Hank Norris asintió.
Su sueño se estaba realizando. Por fin, tenía allí a la mismísima Venus Bwinn, la «voz angélica» como la denominaban los críticos más reacios a los ditirambos. Para los críticos proclives a las palabras entusiastas, el diccionario no contenía las suficientes con las que componer los elogios que se merecía la cantante. A Jesse Bruden le gustaba cómo cantaba Venus, desde luego, pero ella le gustaba mucho más. Estaba enamorado (platónicamente, desde luego) de Venus. Lo que se dice loco por ella.
Eddie Friedrich arrojó el billete sobre el mostrador. Un billete sucio y arrugado. El rostro de Lincoln era una borrosa sombra bañada en mugre. Friedrich sonrió. Aquel billete de cinco dólares no desentonaba en el local. Bounty rebosaba suciedad por todos los rincones. Lo único brillante era la calva de Ralph Logan. —¡Eh, Ralph…! Otro whisky.
Estaba lloviendo ligeramente en el aeropuerto de Nueva York cuando descendí del avión procedente de Chicago. El reactor de la Eastern Airlines tomó tierra en su zona habitual, al sudoeste de las pistas, junto a Van Wyck Expressway. No tenía que esperar equipaje alguno porque solamente llevaba mi pequeño maletín de ejecutivo y un rollo de diarios y revistas ilustradas por toda valija.
Lo encontré en la barra de Malcolm’s, tal como habíamos quedado unas horas antes telefónicamente. Malcolm’s es un elegante bar sito en Miramar Street, en pleno centro de Los Ángeles. A aquella hora no había excesiva clientela y, con los datos que me había proporcionado sobre su persona, no me fue difícil reconocerle.
Donald Lee tenía miedo. Miedo auténtico. Tener miedo es un sentimiento profundamente humano y, por ello mismo, nada sorprendente ni anormal. Pero en Donald Lee sí era realmente extraño. Porque Donald Lee no había tenido miedo jamás. No sabía lo que era. Y, sin embargo, ahora, por primera vez en su vida, sabía que estaba asustado. Profunda y terriblemente asustado.
El hombre, al volante de su coche, miró desesperadamente al espejo. Sí, allí estaba el otro automóvil, pegado implacablemente a su estela, persiguiéndole con salvaje encono, sin perder un momento las distancias. Sólo la estrechez del camino, bordeado en muchos sitios por tapias de piedra y setos muy espesos, impedían que el segundo de los vehículos se pusiera a la altura del primero, como sus ocupantes deseaban.
El hombre tenía un revólver en la mano y me apuntaba directamente a la barriga. Nunca le había visto antes. Al menos no lo recordaba. Tendría unos treinta y cinco años, el pelo completamente blanco, la tez bronceada, era de constitución robusta y mediría alrededor de un metro ochenta. Su rostro estaba demacrado y había en él una expresión de dolor. —¿Qué se le ofrece? —pregunté, haciendo caso omiso del revólver que me apuntaba.
Los hombres eran dos, uno alto, delgado y de cara chupada, con gafas de color oscuro y pelo rojizo. El otro era más bajo, gordito y medio calvo, de ojos acuosos y rostro seboso. Las indumentarias eran corrientes, sin estridencias que pudieran ofender la vista de los transeúntes. Charlaban animadamente, como dos buenos amigos entre los que no hubiera problemas de ninguna clase. Parecían contentos de la existencia.
Desde el amplio ventanal de mi despacho contemplaba la densa niebla que se extendía sobre San Francisco. Apenas eran las cinco de la tarde, pero la oscuridad del exterior lograba que parecieran ser las siete o más. Conocía bien aquel clima. No tardaría en llover.
Washington, capital de los Estados Unidos, es una ciudad acogedora y paradisiaca. Con sus grandes avenidas arboladas, sus maravillosos cerezos del Japón, sus museos y sus grandiosos monumentos. Una pequeña gran ciudad.
El hombre estaba nervioso. Encendió el cigarrillo temblándole la mano. Miró en torno suyo, inquieto, y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Luego tomó el frasco petaca que llevaba en la raída chaqueta y se echó un trago largo, resoplando al terminar. Enroscó el tapón, guardando de nuevo el recipiente, y se contempló en el espejo desigual del lavabo. Se pasó una mano por el rostro macilento, de barba ligeramente crecida. Luego, contempló sus ropas desaseadas y sonrió forzadamente. Habló consigo mismo, contemplando su imagen en el espejo:
Sentíase desesperado. Ya no sabía qué hacer. Tenía los bolsillos absoluta y literalmente vacíos, sin una moneda siquiera para tomarse una taza de café en alguna parte. No podía volver al hotel de mala muerte en qué se había hospedado, porque el dueño lo echaría a puntapiés apenas le viese asomar por la puerta, quedándose, como era lógico, con su escaso equipaje, del cual, por otra parte, se había despedido ya para siempre.
Graham McKenna, con ambas manos hundidas en los bolsillos de la cazadora de pana, dio una vuelta sobre sí escrutando a su alrededor con ojos inquisitivos, cual si buscase un detalle que inicialmente le hubiera pasado desapercibido. Junto a él, su compañero Dustin Howard, también sargento de la Brigada de Homicidios y con el que formaba equipo, murmuró: —El fulano estaba en pelotas. ¿Es que ya no se estila el pijama para acostarse?
Fiesta grande en Malden Road. En el barrio italiano de Chicago. El orondo Aldo Cataldi aún babeaba al contemplar a su hija. La bella Francesca. Con su blanco vestido de novia. Radiante de hermosura. Con un rubor en las mejillas que incrementaba su belleza. Sí.
Tenía el pelo revuelto, un poco largo, la barba de una semana y sus ropas, cazadora, camiseta oscura cerrada, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte, no estaban precisamente en sus mejores momentos. Aunque era alto y bien proporcionado, Chester Quarry, más conocido entre sus amigos por el sobrenombre de Pop, ofrecía en aquellos instantes la viva estampa de un mendigo.
Derek Brown. Gusto en conocerles. Y yo, Derek Brown, no podía quejarme de cómo me había tratado la vida en los últimos tiempos. No todo el mundo puede decir lo mismo en la época en que tenemos la desgracia de arrastrarnos por este valle de lágrimas. Pero no siempre había sido cuestión de coser y cantar.
Comenzó aquel día lluvioso y húmedo. Comenzó en aquel hermoso edificio de piedra y mármol, de grandes y rápidos ascensores, de cristaleras donde se reflejaba la ciudad como en un espejo, mientras la edificación ascendía hacia la cumbre nubosa de los rascacielos. Yo era entonces Ross Garfield, el ejecutivo modelo. Impecable, elegante sin excesos, vital, jovial sin estridencias, eficaz y seguro de sí mismo.