El teniente Jeff Talbot, de los Ejércitos Federales, contempló desde su montura, con ojos entornados, el grandioso panorama de la frontera con los dos grandes Estados del Sudoeste. Detrás de ellos quedaban las tierras de Colorado, las irregularidades de Meseta Verde, y el perfil blancuzco de Durango, población fronteriza. Jebb Talbot sabía que a partir de aquella línea divisoria empezaban los peligros para él y su acompañante.
Ya todo había terminado. Resultaba difícil creerlo, pero era así. Este era el fin. El fin de todo. Cuatro años de horrores, de sangre, de muerte, de hambre, de destrucción, odios y rencores. De bajezas y de hazañas, de ruindades y de heroísmos. De todo lo bueno y todo lo malo que puede tener siempre una guerra. De todo lo pésimo y espantoso que tiene siempre una guerra civil. Y todo eso había tocado a su fin. Ahora ya no había guerra. Era un once de junio. Del año 1865, exactamente. El año de la paz. El año de la victoria federal. El año de la derrota confederada. El año de su derrota, en suma.
Caído sobre el cuello del bayo, Rusty Bennet pensó que aquello era el final. Un final absurdo, estúpido para un hombre como él. Su rostro era una máscara de sangre seca y polvo semejante a una costra de cuero. De su camisa no quedaban más que delgados jirones, rígidos por la sangre coagulada, y lo mismo cabía decir de sus ajustados pantalones negros.
Las reses, al desembocar en el amplio y extenso valle, se extienden con lentitud, pastando la crecida y fresca hierba, mientras que dos jinetes se acercan al rio y desmontan a la orilla. —¿Qué te parece esto, Annie? —Es verdaderamente hermoso, papá. Tenías razón. Parece un paraíso. ¿Estás seguro que se trata de este valle? —Completamente. Y te lo demostraré. Ven. La joven siguió a su padre y este condujo a la muchacha hasta un grupo de árboles.
Las calles de Bloom Flat aparecían desiertas. Como todos los días al alcanzar el sol su cénit. El calor llegaba a ser realmente sofocante, obligando a los habitantes a buscar el refugio de sus hogares. El agua parecía hervir en los abrevaderos, e incluso las lagartijas boqueaban deslizándose en busca de confortable sombra. —Es insoportable… Tengo la ropa pegada al cuerpo. John Sullivan sonrió burlonamente ante el comentario de la mujer.
El sol caía a plomo sobre Meeker Flat. Los habitantes del floreciente pueblo de Nevada permanecían en sus casas. No por temor a sufrir los rigores del ardiente sol, sino conscientes de la tormenta que se avecinaba. Una lluvia de fuego iba a caer sobre Meeker Flat. En Espuelas Negras, uno de los mejores saloons del pueblo, se ultimaban los preparativos. Ni un solo cliente. Todos los hombres allí reunidos trabajaban para Martin Hathaway, propietario del local. Modernos rifles de repetición eran examinados concienzudamente y se procedía también al reparto de munición.
Jesús Navarro Carrión-Cervera, que tanto sus obras del Oeste como Cliff Bradley ó la femeninas como Jesús Navarro son de muy alta calidad. Sobriedad, elegancia en el estilo, en su sintaxis, argumentos sólidos y descripción de situaciones verosímiles, fácil lectura. Todo está muy bien logrado. Algunas de las obras de Jesús Navarro tienen pinceladas de sano humor dignas de figurar en una antología.
Yve Schell penetró como un huracán en el pequeño despacho que tenía montado para desarrollar sus negocios de préstamos y arriendos; en él se encontraba su hijastro Cy, sentado tras la mesa, con unos papeles delante y en actitud meditabunda.
—Cy—exclamó Yve—, ¿quieres decirme qué es lo que has hecho para que Don Warner no firme esta escritura de préstamo que ya teníamos concertada? Acabo de encontrarle en la calle cuando salía de aquí y al preguntarle si todo había quedado firmado y listo, me contestó casi mordiéndome al hablar, que ni había firmado ni firmaría, aunque se muriese de hambre, pues tú le habías aclarado algunos puntos de la escritura, demostrándole que firmarla sería tanto como entregarme por un puñado de monedas un terreno que vale mil veces más.
El pelotón de jinetes llegó a la cumbre del pequeño altozano y el hombre que los capitaneaba levantó el brazo, en ademán de detención. Etham Duncan abrió una de las alforjas de su silla y sacó un largavista, con el que oteó el paisaje durante algunos segundos. De pronto, lanzó una exclamación: —¡Ya los tengo! Están siguiendo el curso del White Mule Creek y cabalgan por la orilla o dentro de la corriente, a fin de no levantar polvo. —¿Son muchos, patrón? —preguntó uno de los jinetes.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Era un hermoso pasquín.
Joseph Gutenberg Smith lo contempló satisfecho, apenas salido de la prensa. Era con mucho, el mejor pasquín que había imprimido jamás. A Joseph Gutenberg Smith le gustaba hacer bien las cosas. Especialmente, las cosas de su trabajo. Y su trabajo era ése: imprimir. Imprimir lo que fuese, en la pequeña imprenta de la calle principal de Tucson. Arizona. Justamente al lado del establo donde se compraban y vendían caballos.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Pero como ella había dicho a la madre poco antes, era completamente imposible, entre la sinfonía de los elementos, que el muchacho pudiera oír sus voces. No tenía la menor idea de la dirección en que Johnny había marchado. Miró al suelo en busca de huellas, pero era tanta la nieve que caía, que resultó infructuosa la investigación. No se atrevía a decir a la madre que suponía una locura caminar al azar en busca del pequeño Johnny.
A la puerta y bajo el porche de uno de los saloons de Amarillo, un grupo de vaqueros hablaba animadamente mientras contemplaban con indiferencia a los transeúntes. Fijándose en ellos con detenimiento, no era difícil descubrir que todos ellos debieron abusar de la bebida no hacía muchos minutos. Los síntomas eran bien notorios. —Mira, Crown —dijo uno—, allí está esa maestra que tanto ha hablado de nosotros. El grupo de vaqueros miró hacia la joven que acababa de salir de un pequeño almacén que estaba justamente frente al saloon. —¡Es una preciosidad esa joven! —exclamó uno. —Hablaré con ella —dijo Crown.
Uno de los hombres más fabulosos del estado de Kansas era, sin lugar a dudas, el inspector federal Harold Taft. Todo aquel que tenía alguna cuenta pendiente con la ley, por insignificante que ésta fuese, le huía como si del mismísimo demonio se tratase. Cada vez que perseguía a alguien, no abandonaba su rastro hasta darle caza. Nadie podía asegurar haber burlado la persecución del implacable Harold Taft. En un principio, sus enemigos no dejaban de galopar hasta que cruzaban la frontera de Kansas, entrando en otros Estados o Territorios donde sentíanse seguros. Pero pronto comprendieron que era una forma equivocada de pensar, ya que Harold no desistía jamás de su persecución.
Los jinetes iban desmontando con el rostro muy serio. Terry Barstow corrió hasta la puerta y miró a los jinetes. Les recorrió con la mirada. Y se volvió al interior de la casa, llorando. Su esposo, Synder, entró tras ella en la casa. —No hemos hallado la menor huella... Debió alejarse demasiado. —Y la noche está encima...
Jesús Navarro Carrión-Cervera, que tanto sus obras del Oeste como Cliff Bradley ó la femeninas como Jesús Navarro son de muy alta calidad. Sobriedad, elegancia en el estilo, en su sintaxis, argumentos sólidos y descripción de situaciones verosímiles, fácil lectura. Todo está muy bien logrado. Algunas de las obras de Jesús Navarro tienen pinceladas de sano humor dignas de figurar en una antología.