Nunca me ha avergonzado decir que soy un hombre de pueblo. Aquí, en la gran ciudad, donde todo el mundo presume de procedencia especial, alardeando ser de acá o de allá, siempre una población grande e importante, a mí nunca me causó complejo decir que era de una pequeña aldea que no figuraba en ningún mapa, perdida en un lugar de Illinois y que mis padres habían sido granjeros hasta que un desgraciado accidente acabó con la vida de mi padre y mi madre tuvo que vender la propiedad y trabajar duro para sacarme adelante y darme unos estudios. Tan duro, que murió apenas cumplidos los cuarenta y ocho años, gastada y agotada, con su corazón, habitualmente enfermo, herido ya de muerte desde que se quedó viuda.
Los hombres surgieron de la oscuridad y la atacaron cuando menos lo esperaba. Mary Stiller empezó a gritar en demanda de auxilio, pero una mano tapó su boca, cortándole la voz en el acto. Otras manos la agarraron por distintas partes del cuerpo, tratando de levantarla en peso. Mary se resistió con todas sus fuerzas. Movió el pie derecho. Un hombre se quejó y dio dos pasos hacia atrás con las manos en la entrepierna, quejándose como un animal herido.
La mujer de los cabellos rojos supo que iba a morir. Era demasiado tarde, sin embargo, para volverse atrás. Había llegado hasta allí con la idea de poner en claro, de una vez por todas, algo que la torturaba desde hacía tiempo. Su idea había sido sólo ésa: desenmascarar a alguien y terminar con un estado de cosas intolerable. Nunca pensó que tal empeño pudiera conducir a la muerte.
Faltaban pocas millas para llegar a Chicago. Por la vía de acceso norte de Lund Hill. El Pontiac conducido por Samuel Bussey circulaba a gran velocidad. Poco le importaba la oscuridad de la noche. Conocía aquel acceso como la palma de la mano. La noche no era agradable. Demasiado calor.
La puerta se abrió bruscamente. Leech entró en el apartamento, seguido de sus dos compinches. Avanzó unos cuantos pasos y se detuvo como herido por el rayo al ver a Hettie tumbada en un diván, atada de pies y manos y con la boca cubierta por una mordaza. Una voz irónica sonó a espaldas de los recién llegados.
Cuando sonó el timbre de la puerta, Susan Brade se levantó y fue a abrir. Previamente, había atisbado por la mirilla y vio a un hombre joven, con una caja de herramientas en la mano. El aspecto del hombre era agradable y Susan abrió a los pocos instantes. —¿Qué desea? —preguntó. —Perdón, señora. He venido a revisar la instalación de su antena de televisión. Parece ser que hay interferencias en la zona y se han producido algunas quejas al respecto.
La fiesta había sido muy divertida y se había divertido enormemente, hasta que un estúpido, que quería hacerse el gracioso y reírse a su cuenta, le dio un cigarrillo. Rod Fancey inhaló varias bocanadas de humo antes de darse cuenta de que lo que contenía aquel tubito de papel no era precisamente tabaco de Virginia. Había tomado unas cuantas copas, lo cual resultaba natural en semejantes circunstancias. Sin embargo, y aunque estaba ligeramente «achispado», no había llegado ni mucho menos al estado de embriaguez. Pero el maldito cigarrillo le puso al borde de la muerte o poco menos.
Sólo recuerdo borrosamente lo sucedido. Y sin embargo, allí comenzó todo para mí. La pesadilla, la angustia. La muerte, el miedo… Sobre todo, el miedo. Más que la misma muerte, llegué a sentir horror, por mi propio miedo, mi increíble y casi inhumano miedo a algo que ni siquiera sabía lo que era, que no parecía existir en ninguna parte.
El médico de la prisión miró al muchacho con expresión de desconcierto. —¿Pretendes burlarte, Steve? Tus muelas están más sanas que las de una mula. —Cierto, doctor —sonrió el otro—. Pero tenía que apuntarme a reconocimiento para poder hablar con usted. —¿De veras? Y… ¿sobre qué tenemos que hablar tú y yo? —Voy a fugarme, doc. Con su ayuda, claro.
Los dos coches se detuvieron frente a la casa solitaria y sus conductores apagaron las luces. Luego, cinco o seis hombres se apearon, cruzaron un pequeño espacio ajardinado y se detuvieron ante la puerta. El edificio era más bien modesto y de una sola planta. La puerta se abrió por sí sola, dejando a la vista un amplio salón, agradablemente decorado, pero sin lujos de ninguna clase
Barney Hart, afectuosamente llamado Slim por sus íntimos se sentía la mar de feliz. Cuando terminase su servicio, habría concluido una etapa de su vida y, tras unas cortas vacaciones, daría principio a otra. No lo había pasado tan mal, a decir verdad, pero aspiraba a algo más que vigilar las calles vestido de azul.
Un fugitivo acosado por la policía, se esconde amparado por la única persona en quien confía. Mientras se recupera de sus heridas, escribe un diario donde relata los verdaderos acontecimientos que llevaron a un hombre normal, empleado en unas oficinas, a convertirse en un despiadado criminal perseguido por la justicia como un perro rabioso. Todo empezó por una hermosa mujer, sensual y provocadora. El único problema es que era la mujer de su jefe y también su inmediato superior. Pero no pudo resistir la atracción animal que sentía por ella. Lo que era una aventura incitante, peligrosa incluso, iba a convertirse en una pesadilla, del que el despertar solo podía ser uno. Ese despertar es la muerte. Estupenda narración de intriga de Garland. Plena de sordidez y traiciones. Como bien dice el autor en su dedicatoria, es un homenaje a los escritores clásicos de "novela negra". A todos los grandes maestros que admiró en su juventud. Un recuerdo para todos ellos y su obra, una pequeña muestra de algo que, tal vez, pueda ser "novela negra". Fascinante la ilustración de portada de García, representando acertadamente el espíritu sangriento y sensual de la novela.
Durante unos momentos, los dos amantes permanecieron todavía estrechamente abrazados, silenciosos, jadeantes, los cuerpos desnudos mojados por el sudor, tratando de recuperarse del esfuerzo de la pasión. Al cabo de unos momentos, el hombre se incorporó y sonrió satisfecho. —Eres muy buena —dijo. Ella rió, no menos satisfecha. —Valgo lo que peso —contestó.
Ella, precisamente, que llevaba un periódico en la mano y que miraba de un extremo a otro del interminable pasillo que más bien semejaba el andén de una concurrida terminal ferroviaria, daba la sensación de sentirse como perdida, torpe, abrumada… entre aquel tropel dinámico, entre aquella jauría febril de gente que iba, venía, cruzaba y transitaba, por el inmenso vestíbulo del edificio ubicado en Shore Parkway 1317. Al fin, con un suspiro de alivio y con la misma alegría que el perdido mercader en el desierto se manifiesta al caer de bruces en el refrescante oasis, descubrió la garita del ordenanza, que parecía un moderno kiosko perdido en la lejanía interior de aquella mole granítica, y se fue rectamente hacia ella.
La casa estaba allí, entre los árboles, y resultaba un espectáculo agradable, después de atravesar la ancha faja árida y si apenas vegetación que había entre las afueras de la ciudad y aquel lugar. Flavia Reid suspiró satisfecha al saber que había dado al fin con su objetivo. Cinco minutos después, su satisfacción había desaparecido por completo, sustituida por un sentimiento cercano al pánico. Casi sin enterarse de la forma en que había sucedido, estaba atada de pies y manos, en una habitación, y precisamente en compañía del hombre al que había ido a visitar.
Washington, Distrito de Columbia, es la capital de los Estados, Unidos. Sede del Gobierno federal de la nación, del Presidente, del Congreso y del Tribunal Supremo. Gran parte de la población es transitoria. Cambios políticos de senadores, diputados, embajadores, corresponsales y presidentes. La población local vive ajena a esos cambios y batallas políticas. Feliz de habitar en una ciudad maravillosa y tranquila.
Las últimas defensas de la fortaleza habían cedido o estaban a punto de ceder. Al menos, así pensaba Vic Lester, mientras hacía acopio de bebidas para la noche, en que celebrarla el éxito de su asedio. La fortaleza se rendiría, inevitablemente. Había costado bastante, aunque menos de lo esperado. «Tal vez es que soy un chico muy atractivo y resulto irresistible», pensó Lester, con una punta de ironía, ya que no era nada orgulloso. Pero la frase casi resultaba lógica en aquellas circunstancias.
Foster Maxwell, hombre de recia constitución física, tórax poderoso y rostro sanguíneo —pregón al menos aparente de que debía disfrutar de una salud envidiable—, unos cincuenta y tres años de edad, general de división del ejército USA, director militar de aquella base en la que al parecer se «cocían» proyectos secretos, le sonrió al médico y dijo: —Verá, doctor…, la gente tiene un concepto de nosotros, los militares, que muchas veces y erróneamente nos sitúan fuera o por encima de las normales características humanas. Suponen que somos insensibles al dolor físico, por ejemplo, e incluso al moral.
Sonó el teléfono. En el silencio profundo de la casa y de la noche, su timbrazo resultó casi estruendoso. Se fue repitiendo con intermitencias de silencio. El repiqueteo persistió, aunque nadie tomaba el aparato por el momento. Se abrió la puerta de la casa. Contra la luz del comedor se recortó la silueta de la mujer joven y esbelta. Llevaba un abrigo de paño color verde manzana. Estaba nevando ligeramente. Una ráfaga de aire frío agitó los faldones de la prenda cuando ella entró, cerrando tras de sí.
Vince Lombart abrió los ojos y al instante soltó un quejido. Las sienes empezaron a latirle como si alguien quisiera barrenarlas con un taladro neumático. En los primeros instantes no recordó siquiera dónde estaba. Luego sí; luego lo recordó y de no haber sido por el agudo dolor de cabeza, hubiera sonreído. La habitación estaba en desorden y olía a «ella». Estaba impregnada de aquel aroma a jazmines, o vaya usted a saber qué clase de perfume era aquél, pero en cualquier caso era un perfume tan personal como su turbulenta manera de hacer el amor.