Spike Wendayne siguió avanzando lentamente, sobre el lomo de su caballo, bordeando al filo la aristada pared rocosa del Palo Duro, una estrecha pero afilada espina montañosa, que se extendía sin interrupción desde el Este de Canyon, hasta muy poca distancia del poblado de Silverton, siguiendo un trazado diagonal de Oeste a Este, en un recorrido de más de veinte millas.
—¿De verdad te marchas del poblado, Theodore?
—Mañana mismo. En cuanto termine de dejar arregladas mis cosas de aquí.
—Creo que haces mal.
—Es posible, pero no tengo otro remedio.
—¿Por qué razón?
—Si me quedo tendré que matar a Donald o que él me mate a mí y ninguna de ambas cosas me agradan.
La tragedia fue algo de lo más vil y cobarde que imaginarse pueda. Algo que si lo realizó un miedoso, patentizó su miedo hasta lo infinito, y si lo hizo alguien que se tenía por valiente, no hizo sino honor a su creencia. Fue una noche de lluvia fina y persistente, una de las pocas noches primaverales en las que solía llover en aquella parte central de Texas. El agua caía mansa, menuda y la tierra agradecía aquel regalo, después de tantos y tantos días de sequedad y de falta de humedad en el suelo y en la atmósfera.
El amplio salón del local que la Asociación de Ganaderos de la región poseía en Prescott, se hallaba aquella tarde concurrido como pocas veces. Un grave asunto había obligado al presidente a convocar una junta de rancheros, para tratar el espinoso asunto de la conducta, al parecer grave y delictiva, de uno de los asociados.
El asunto había sido llevado al pleno de la junta por un ranchero de Sedona, junto al macizo montañoso de Rock Top.
Habían sido éstos, según todas las pruebas aducidas, Gary Sartain y su hijo Joe. El primero se dedicaba al negocio de cereales y forraje y, al parecer, andaba asociado con Piore en el negocio. Pero, según se dijo, los dos socios no sostenían relaciones muy cordiales por cuestión de intereses y esto había motivado una fuerte controversia, que más tarde pudo decir fue que días atrás lo echó de menos, pero que fueron encontradas en poder de Sartain. Al parecer, éste andaba mal de dinero, debía a su socio ciertas cantidades que no le abonaba y por añadidura, se pudo comprobar que el día que Piore fue encontrado muerto de dos tiros en la espalda, acababa de cobrar dieciocho mil dólares, producto de unas ventas de grano y forraje, dinero que no fue encontrado en las ropas del cadáver y del que no se supo nunca el paradero.
Henry Sherman era un tipo muy original. Estaba rayando en los treinta años, alto, fornido, pero conservando una línea atractiva en su figura. De ojos grandes y grises, de cabello castaño rizado, de mentón pronunciado y enérgico y de músculos flexibles, era lo que se dice un buen tipo, en el que las mujeres se fijaban con insistencia, aunque él no se afectase para aparecer más interesante a sus ojos.
Rollin se había detenido próximo a la entrada a la taberna titulada “El Ancla de Bronce”, y apoyado contra la pared, fumaba de un modo indolente, mientras sus ojos negros-profundos, a ratos de un fulgor metálico, seguían con curiosidad la maniobra ejecutada por los tripulantes de un bonito barco de regular envergadura, que trataba de atracar al malecón.
Mirando en todas direcciones, el jinete con lentitud, amarraba el caballo a la herradura clavada en la pared y que estaba libre. No hizo más que pasar la brida por la misma y empezar a sacudirse el polvo que cubría sus ropas y especialmente el sombrero. Se hallaba a unas tres yardas de la puerta del hotel-bar, Texas.
Ruth Thorley, como propietaria de uno de los dos locales de ocio o diversión, existentes en Durango, pequeña localidad ganadera del sudoeste de Colorado, a la puerta de su negocio, contemplaba con preocupación que de cada diez vaqueros que llegaban al pueblo, dispuestos a pasar unas horas de holganza, uno o dos entraban en su negocio y el resto lo hacía en el negocio propiedad de Gerald Drake, su competidor. La clientela que visitaba su casa a diario, eran los viejos vaqueros y rancheros de la localidad y comarca, mientras que los jóvenes frecuentaban como clientes fijos el local de su competidor. Ruth, aunque no ignoraba las causas o razón por la que no podía competir con Gerald Drake, se resistía a imitarle.
—¡Joan! ¿Es que no hay un hueco donde poder sentarse con mi equipo? —¡No lo sé, Brown! Llamaré a Helen para que os atienda. ¡Helen! La llamada llegó a los oídos de la interesada, quien, luchando con la multitud que invadía el local, alcanzó el mostrador para decir, —¿Qué quieres, Joan? —Atiende a Brown y a sus muchachos… Es posible que encuentren algún reservado vacío… —¡Demasiado sabes que eso no es posible! —objetó Brown. —¡Sígueme! —dijo Helen.
Corrían, atropellándose, hacia la plaza todos los vecinos de Lander. Los chiquillos, correteando de un sitio para otro, daban la noticia de lo que iba a suceder. El juez había determinado la culpabilidad de un detenido el día antes. Este veredicto de culpable significa que sería colgado dentro de las veinticuatro horas siguientes.
El sol caía como plomo derretido y se acostaba en los pequeños rincones haciendo sofocante la atmósfera saturada de un polvo minúsculo que, al meterse en los bronquios, producía una tos constante e intermitente. No había refugio más útil que las casas y éstas tenían el inconveniente de las moscas, de las que para defenderse había que estar siempre en movimiento. Los jóvenes escapaban siempre que podían al río, donde pasaban la mayor parte del día, en la época del pegajoso calor, típico de Texas y terror de viajeros. Dallas era un pueblo que vivía de sus ranchos y granjas, sin grandes aspiraciones y sin tener la menor complicación.
Sobre el camino de Santa Fe o Gran Sendero es mucho lo que se ha escrito y a veces no abunda la coincidencia respecto a la geografía exacta de esta ruta de caravanas, pero si en la importancia que para la colonización del Oeste tuvo ese recorrido de buhoneros. Wesport Landing, sobre el río Kansas y muy cerca de Independence, era el lugar de partida de este camino que hasta fuerte Dodge, donde surgió con el ferrocarril Dodge City, era común, pero desde aquí unos iban siguiendo por la orilla norte del Arkansas hasta el fuerte Bent’s y los otros continuaban cruzando las tierras de los sioux hasta Santa Fe.
El almacén de Clifton, que era a la vez juez de Boulder, estaba lleno de clientes, no para adquirir las mil cosas distintas que se expendían en el mismo, ya que era el único establecimiento que había en el pueblo en este sentido, sino para beber whisky y buscar el calor que daba la aglomeración y el fuego que ardía sin cesar en uno de los rincones del amplio salón. Atendían el mostrador Howard, que llevaba varios años con Clifton, y la hija de éste. Agnes.
Las roncas pitadas extendiéronse por encima de la hermosa vegetación, espantando a infinidad de aves, que expresaban su protesta en la forma que a cada especie le era habitual. Por las calles de Wichita, hasta donde se oyó la expansión vaporosa del barco, los curiosos corrían en dirección al muelle. El barco procedía del Este y habían terminado tiempo atrás los tropeles de ambiciosos hacia las cuencas auríferas. El oro parecía que estaba decidido a no aparecer en nuevos filones, como si teniendo sentido de la responsabilidad, estuviera arrepentido de la mucha sangre que se había derramado por su causa en los últimos treinta años.
—¿Por qué tienes tantos deseos de ir a Nuevo Méjico, Emil?
—Es una historia muy larga, John… Algún día te la contaré.
—¿Tienes idea de la distancia que nos separa de Santa Fe?
—Aproximadamente, más de mil millas.
—Creo recordar que son unas mil sesenta.
—Si lo haces en números redondos te parecerá una distancia mucho más corta.
El viejo John, echándose a reír, dijo:
—Probaré si mis huesos pueden resistir una distancia a caballo como ésa.
—Ahí tienes la razón por la que han ladrado los perros en el rancho de los Mac Donald. ¡Mira a tu derecha, Prunella! ¿No es ése el hijo de Gillian Mac Donald? —Sí… ¡Es él! —¡Cuidado…! —exclamó Emma la dueña del local—. Viene hacia aquí. Prunella entró en el local. Emma permaneció bajo el porche de entrada. Jeff Mac Donald pasó junto a ella con la mayor indiferencia, soltando un «indiferente»: «¡Hola…!», y fue directamente al mostrador.
—¡Silencio, señores! De este modo no hay posibilidad de entenderse. Estoy diciendo que no hay plazas para la diligencia de hoy ni mañana. —Deben poner más vehículos en movimiento. —¿Y quién da el dinero que cuestan? ¿Usted? —replicó el empleado de la posta. —No se puede dejar a tanta gente sin poder ir a Dallas. —Esto es una cosa excepcional. Durante meses no se completa el cupo de viajeros, y por un día que sobran cuatro, este escándalo. Ya he dicho que no hay plazas, así que de nada ha de servir la insistencia.
El viejo reía a carcajadas cuando ella hubo cerrado la puerta. Esther descendió a la planta baja de la enorme casona-palacio y ordenó que llamaran al doctor y al abogado Fellows. Arriba, el abuelo y el sobrino seguían hablando de sus planes. El primero en llegar fue el doctor Whitman.
—Vamos, no os quedéis parados ahí. Espero que no tenga que volver a deteneros otra vez. Estuvisteis a punto de ser colgados. No lo olvidéis. —Ha sido una injusticia lo que se ha hecho con nosotros, sheriff. —Recoge tus cosas y cállate, Charles. Tú has sido el único que me has dado trabajo durante el tiempo que estuvisteis encerrados. Charles miró al de la placa en silencio y recogió de encima de la mesa todo lo que le pertenecía. Sus compañeros le imitaron.