Sobre la almohada, su larga cabellera negra como ala de cuervo se extendía igual que una marea de ébano. McGee le devolvió la mirada. Ella sólo tuvo que mover un poco la cabeza y sus labios se unieron a los del hombre como una ventosa. El sintió el estilete ardiente de su lengua. Se entregaron al beso dejando que el placer fluyera igual que una llama, algo instintivo, vivo, que estaba allí y que debía ser gozado hasta el límite del aliento y de la vida.
Le llamaban Morgan A Secas porque nadie, ni por lo visto él, sabía su apellido. Eso le había creado algún que otro problemilla a la hora de pedir documentos o extenderlos, donde los estamentos habían decidido colocarle un apellido muy raro que no gustaba a Morgan. También aquello le había traído fricciones con la bofia, no sólo por lo de A Secas, sino porque le costó mucho comprender que debía andar por el mundo con una carta de identidad que entregar a la poli, cuando éstos se la pidieran.
Mike Newman estaba sentado frente a su máquina de escribir en la redacción de El Cronical Post. No había nadie más en la sala en aquellos momentos y le invadía una sensación de paz. Una paz que era difícil vivir allí dentro. Hacía tan sólo un par de horas aquello había sido un verdadero hervidero de gente. La locura diaria, la excitación que hacía de su profesión la más hermosa del mundo.
La chica estaba sentada en un banco del parque y lloraba desconsoladamente. Thor Ogden se detuvo y la contempló durante unos instantes, preguntándose cuál podría ser la causa de tanta aflicción. Ella no parecía haberse dado cuenta de su presencia. Con la cara oculta por las manos, sollozaba inconteniblemente, sin duda presa de un sentimiento que le causaba una pena gravísima. Al fin, compadecido, Ogden se sentó junto a ella y le formuló una pregunta clásica en semejantes situaciones: —¿Puedo hacer algo por usted, señorita?
Stuart Martin puede que no fuese un genio en la íntegra acepción del vocablo, pero sí un hombre brillante. Un tipo a considerar. De aquellos que siempre había que tener en cuenta hiciera lo que hiciese y estuviera donde estuviese. Tampoco, en lo físico, era lo que podía llamarse un «clásico» de la novela negra; de la intriga policíaca plasmada en unos buenos metros de celuloide, O sea, que no respondía a las exigencias de un galán literario, ni a los méritos, de espectacularidad requeridos por el cinematógrafo.
Llegaban en bandadas procedentes de todo el país. Aviones enteros habían sido fletados por el protagonista del acontecimiento, y eran recogidos en el aeropuerto por caravanas de brillantes Rolls Royce pintados de blanco expresamente para la ocasión. Los más famosos columnistas de sociedad, los más sonoros nombres de la chismografía profesional que hacían latir los corazones solitarios de las solteronas, las frustradas o las frígidas de medio mundo desfilaban a bordo de los blancos coches hasta sus plazas reservadas en los más caros hoteles de Las Vegas.
El hombre que llevaba el ramo de rosas, de color rojo vivo, enorme, se detuvo ante la puerta de un lujoso apartamento y tocó el timbre. Alguien atisbo a través de la mirilla. Luego se abrió la puerta y apareció una mujer de mediana edad, elegantemente vestida, que contempló al repartidor con interés y algo de recelo.
Un revuelo. Disparos de flash fotográfico, murmullos, confusión. Lo de siempre en momentos así, sobre todo cuando un proceso alcanzaba el alto grado de tensión y de expectación que se deban en casos como aquél. Los reporteros corrieron presurosos al exterior, atropellándolo todo, para dar la noticia a sus rotativos, emisoras de televisión y de radio. El juez golpeó con energía en su estrado. —¡Silencio, por favor! — ordenó—. ¡Silencio o hago desalojar la sala!
Desprendió la hebilla de la falda. Ésta cayó a sus pies. Las largas y bien formadas piernas quedaron al descubierto. Luego, fue el suéter el que salió por la rubia cabeza con suma facilidad. También fue a parar junto a la falda. El hombre soltó un resoplido. Su cara se congestionó mientras los ojos inyectados en sangre miraban el desnudo femenino a contraluz de los guiños del letrero luminoso del motel, allá tras las rendijas de la persiana.
Herb Hockiss se la encontró a la orilla del lago, sentada en un banco del parque contiguo, llorando a lágrima viva como una Magdalena, con una expresión de tanto desconsuelo, que le pareció no podía haber en el mundo nadie más afligido que aquella hermosa muchacha de largos cabellos dorados y rostro de princesa de cuento de hadas. La cara se la vio más tarde, naturalmente, porque ahora la tenía escondida entre las manos.
Estaba sentada en un butacón, muy rígida, con las piernas juntas, pero no cruzadas, y las manos sobre el regazo, la izquierda, encima de la derecha, tapando el pequeño revólver niquelado, con cachas de marfil, que empuñaba crispadamente. Los ojos de Fanny Britten parecían contemplar el cuadro situado en la pared frontera, pero, en realidad, no veían nada. Ausente de cuanto le rodeaba, parecía una estatua en la que únicamente se apreciaban los movimientos regulares de una acompasada respiración.
El agua escurría por los cristales de la ventana cuando pude despegar los ojos. Llovía a mares. Un trueno retumbó y dentro de mi cabeza pareció multiplicarse el eco con resonancias profundas y lacerantes. Volví a cerrar los ojos con la esperanza de que así el dolor desaparecería, pero me equivoqué. El aguzado filo de un cuchillo debía estar trabajando a destajo en mi cráneo. Intenté recordar algo, como por ejemplo el lugar donde me encontraba. Fracasé.
Despertó sintiendo un espantoso dolor de cabeza y en la boca una sequedad semejante a la de un hombre perdido en el desierto durante semanas enteras y sin agua. La cabeza le daba vueltas y, durante un buen rato, se esforzó en procurar que el barco en que se hallaba consiguiera salir de la tempestad. Pero no había tal barco, ni menos una tempestad.
Ross Ingram es un policía de Nueva York que, por sus métodos poco ortodoxos y contundentes en su lucha contra el crimen, tiene que abandonar el cuerpo. Pero poco después recibe una suculenta oferta de un millonario de Los Ángeles que pretende contratarlo para que haga justicia con los siete hombres que que considera fueron culpables de la muerte de su único hijo...
Vi dos barcas desiguales, estrafalarias, enormes, que navegaban de una forma extraña ante mis ojos. Después comprendí que no. Que no se trataba de dos barcas desiguales, estrafalarias y enormes, sino de mis pies, metidos dentro de unos zapatos marrones, descoloridos, con polvo incluso. Me di cuenta en aquel momento de que tenía los pies grandotes y hasta feos.
Sentíase muy inquieto. Desde hacía algunos días era seguido por unos desconocidos, quienes se relevaban periódicamente, a quienes no había visto jamás. En cierta ocasión, se revolvió para interrogarles por los motivos de tal seguimiento, pero el sujeto de turno se había escabullido antes de que pudiera abrir la boca. Terence Peter Hunt, Terry en el trato íntimo, no creía haber cometido ningún crimen, a menos que se considerase como tal el lío que había tenido con la ardiente y poco escrupulosa de su jefe.
Parecía que todo sucediera en otra dimensión, en un mundo envuelto en suave niebla en el que sólo estuviéramos Lena y yo. Hacíamos el amor y era como si flotáramos en el espacio. Lena, desnuda, con su espléndido cuerpo vibrante de ansias, con sus pechos altos y agresivos y sus caderas firmes y duras amándome hasta el delirio, hasta el agotamiento. Hasta la muerte.
Debo confesar que esperaba mi primer caso con auténtica emoción e impaciencia. Sabía que en cualquier momento podía aparecer una silueta tras la vidriera esmerilada de la puerta, un dedo pulsaría el timbre de mi oficina, y el primer cliente pasaría por el umbral para contratarme. Me preguntaba, al mismo tiempo, de qué clase sería el caso a resolver cuando se presentara.
Aunque las noches empezaban a refrescar, el dueño de la casa, Fulton C. Williamsburg, no había ordenado que le encendieran la chimenea. La temperatura era lo suficientemente soportable para poder pasarse sin ninguna clase de calefacción. Los pronósticos del tiempo, sin embargo, anunciaban mal tiempo, pero eso era algo que, en aquellos momentos, no preocupaba en absoluto al señor Williamsburg.
Terminó de cenar y retiró todos los cacharros, llevándolos al fregadero. Aunque el tiempo era excelente, por las noches refrescaba y se sentó junto al fuego de la chimenea, con la pipa entre los dientes y un libro en las manos. Pero Jack Bradford no tuvo tiempo de abrir el libro. Fuera se oyó el rugido de un motor de automóvil. El chorro de luz de sus faros penetró un instante por la ventana. Casi enseguida, Rochester percibió el inconfundible sonido de un coche que se estrellaba contra un obstáculo.