El jinete se detuvo en el centro del puente. Por su lado pasaba un grupo de caballistas que le miraban con hostilidad poco disimulada. Contuvo a su montura para dejar que pasaran todos. Y una vez que lo hubieron hecho, les siguió a cierta distancia. Llegado a la plaza de la población, se detuvo ante el único bar que había allí.
Todos aquellos que años antes se inclinaban para saludar con cariño a Bill, hacían como que no le veían. El se daba cuenta de este desprecio y sonreía tristemente. Cary, más impulsivo, los insultaba a voz en grito, teniendo Bill que contenerle para que no castigara a más de uno. Desmontaron ante el almacén de Forster y entraron segundos después.
Se hallaban a varios millares de pies de altitud. Habían encontrado unas bolsas de pepitas en la parte alta de la montaña, que les estaba permitiendo amasar una buena fortuna. Llevaban dos años juntos. Lionel había llegado del Este, creyendo que padecía una enfermedad incurable. El doctor, amigo suyo, que habló a Lionel, le dijo que en las altas montañas de Colorado podría encontrar un gran tónico para sus pulmones.
Ava, furiosa con ella misma por no darse cuenta, fustigó a su montura y siguió su carrera. Poco después pasaba Ecky frente al escondido James. Ecky era uno de los hermanos de la joven. Ava salió del pequeño cañón y galopó hacia la casa, sin volver la cabeza una vez siquiera.
Joe Baxter era propietario de un hermoso rancho en las inmediaciones de Virginia City, y Jim Boyd era su socio. Los dos eran muy jóvenes, ya que ninguno llegaría a los treinta. Ambos eran muy altos y temidos por su habilidad con las armas. Estaban considerados como los mejores jinetes del territorio de Nevada. Joe llevó a su amigo y socio hasta la parcela en que se hallaba un caballo de estampa maravillosa.
Las luchas y los enconos de la primera época colonizadora, cuando en caravanas o aislados llegaron a las mesetas, las praderas y los valles, quienes con tesón fundaron los pueblos que sirvieron de base a las ciudades que hoy podemos admirar, se remontaron año tras año, para abocar de modo esporádico en cruentas luchas entre los descendientes. La causa de los primeros disgustos no había posibilidad de desentrañarla y aunque en el ánimo de la mayoría estaba que no tendría, sin duda alguna, la importancia que el tiempo les concede, como escuchaban desde la más tierna infancia a modo de oración diaria ese encono, acostumbrándose a odiar por sistema considerando este odio como la cosa más natural y más justa.
—Me sorprende, Hastings que te hayas dejado herir tan certeramente... No es eso lo que yo te enseñé durante tantos años. —Calla, Red, calla, que no estoy para bromas... Pero no viviré tranquilo hasta que vea a ese muchacho a mis pies implorando perdón. —Tendrás que esperar a curarte. ¿No estaba contigo Robert? —Sí, pero no pudo hacer nada. —¿Y el sheriff? —No estaba presente.
—¿Q>ué sucede? —preguntó Bell Draw, propietario de uno de los saloons más elegantes de Cheyenne, Wyoming, a uno de sus empleados—. ¿A qué viene todo ese escándalo?
—Es Dixon, el capataz de Lawrence King, está algo bebido y nos está insultando a todos. ¡Y asegura que algunos amigos nuestros son profesionales del naipe en combinación con la casa!
—¿Qué esperáis para hacerle callar…? —preguntó, preocupado Bell.
—Nadie se atreve a enfrentarse a Dixon —respondió Alter, como se llamaba el empleado que informaba a Bell—. Mucho menos influido como está por el exceso de alcohol que ha ingerido.
Bell clavó su mirada en Alter, y bramó con desprecio:
—¡No podía sospechar que estaba rodeado de cobardes…!
Humo de tabaco, de lámparas de petróleo y la numerosa concurrencia hacían el ambiente del local muy desagradable.
Para hacerse oír elevaban la voz, y los de al lado se veían en la necesidad de, a su vez, gritar más, con lo que el griterío era inaguantable.
El barman no hacía más que pedir silencio, pero inútilmente.
El vaquero a quien se dirigía palideció visiblemente. En pocos minutos, se ganó las simpatías de varios de los testigos. Croswell, al sentirse desarmado, miró al sheriff de forma especial. Frank comprendió el significado de aquella mirada, y percibió una sensación extraña por todo su ser.
Los jinetes cubiertos de polvo desmontaban ante las viviendas del rancho y tras quitar las sillas a las monturas, dejaban éstas ante las corralizas y ellos se dejaban caer, rendidos, en el suelo.
Estaban prácticamente agotados.
Adele estaba extrañada por los muchos clientes que acudían a su local. Las mujeres que tenía empleadas no daban abasto para atender a todos. Aunque se alegraba por los ingresos que estaba obteniendo, mostrábase preocupada. Los clientes hablaban entre ellos en corrillo y esto intrigaba más a la muchacha. Por fin, preguntó a uno de ellos: —¿Sucede algo?
Después de estas palabras, galoparon en silencio hacia la casa que se divisaba a unas dos millas. Andy Newick y Dick Sheep poseían un hermoso rancho, en sociedad con James Berry, en las proximidades a la sangrienta y revuelta ciudad fronteriza de El Paso, Texas. Los tres socios eran jóvenes, ya que ninguno de ellos había cumplido los treinta. Eran muy estimados en la ciudad y la ganadería que poseían era la envidia de más de uno de los rancheros de la comarca. Desde hacía unos meses, echaban de menos ganado, sin que el sheriff de El Paso hubiera conseguido averiguar nada sobre estos robos.
Su condena era más larga que la de Cecil. Le faltaban tres años aún para ser puesto en libertad. Estuvieron conversando más de veinte minutos y Cecil ocultó un papel que Logan le había dado. Despidióse de otros compañeros, pero con éstos no habló más que lo preciso para despedirse. En la oficina de recepción le entregaron sus armas, el rifle; espuelas de plata, una mugrienta cartera y treinta y cinco dólares La ropa que llevaba el día que ingresó en la prisión estaba en un paquete sobre la especie de mostrador que habla allí.
Con un hábil movimiento del remo, atracó la canoa junto al pequeño muelle del almacén. El rumor de las conversaciones se mezclaba con el ulular del fuerte viento que arrancaba lúgubres lamentos en los altos y fuertes pinos. Los primeros copos de nieve describían caprichosos dibujos y difundían un fuerte olor a resina, que tan agradable resulta a los habitantes de los bosques del Norte.
La invasión del Oeste por todos los cow-boys desplazados de las Altas y Bajas Llanuras a causa de la Gran Tormenta que servía y aún sirve hoy para señalar cronológicamente los hechos, era constante. El éxodo había terminado en el Cimarrón después de recorrer más de mil millas dejando en el camino cadáveres de personas y a cientos de animales enterrados en la nieve. Muchos de estos cow-boys, cauterizados por el hielo, quedaron señalados para siempre.
La nieve, en furioso blizzard (torbellinoso) azotaba el entumecido rostro del jinete, a pesar de la protección que le prestaba el ala inclinada del ancho sombrero, que había perdido toda su primitiva arrogancia. El caballo caminaba con notoria dificultad sobre un piso resbaladizo, donde le era casi imposible afirmar las extremidades que, como precaución elemental, había cubierto el jinete con unos trozos de manta. Llevaba de la brida al animal, no para librarle de su importante peso, sino por hacer ejercicio que evitase la congelación que temía.
Con la mano, la joven limpiaba un círculo en el cristal para poder ver a través de él. Pero la capa de hielo que había en la parte exterior impedía toda visibilidad. Un matrimonio que iba sentado a su lado se miró y él dijo: —Debe ser Miles City esta estación.
El mayoral se acercó a ellos para pedir instrucciones al tío de la joven, y éste marchó con ellos. La muchacha salió al gran patio central, rodeado de una especie de atrio monacal. Llevaba unos pantalones de montar, altas botas con espuelas de plata y una blusa vaporosa que disimulaba las morbideces escultóricas de un cuerpo casi perfecto. Sus andares, rítmicos y firmes, denotaban que tenía carácter.
Las dos amigas echáronse a reir. No habían dejado de reir cuando dos hombres se detuvieron frente a ellas. Ambas les contemplaron muy serias. Y, sin hacer el menor comentario, dieron media vuelta apurando el paso para alejarse.